Como nuestros amables lectores saben bien, el 31 de octubre, que lo tenemos a la vuelta de la esquina, es una festividad harto entrañable para quienes profesamos el cristianismo en perspectiva protestante: en ese día del año 1517, un fraile agustino alemán, de nombre Martín Lutero, clavaba en las puertas de la iglesia de Wittenberg un escrito que contenía 95 tesis acerca de las indulgencias papales. En una palabra, había comenzado la Reforma, un movimiento que desbordó, ya en su momento, al mismo Lutero, y que hoy, en nuestros días, sigue desbordando a muchos, aunque de manera un tanto distinta. No porque se haya detenido o paralizado su impulso reformador, ni mucho menos: cada vez son más, gracias a Dios, los que se interesan por sus planteamientos y sus puntos de vista en múltiples áreas de la existencia; sino porque son demasiados quienes hoy se pretenden hijos o seguidores de aquel movimiento inicial, pero sin haberlo entendido nunca; peor aún, habiendo echado por tierra sus postulados básicos, tergiversándolos y trastocándolos, y sustituyéndolos por mitos.
Así, como suena. Corren unos cuantos mitos en el mundo evangélico contemporáneo de habla castellana (y de otras, como hemos comprobado personalmente) acerca de lo que fue, es o tendría que ser la Reforma. Mitos que, no sólo no enfocan debidamente aquella Reforma del siglo XVI, sino que deforman la realidad del movimiento iniciado por Lutero. Hemos detectado unos cuantos que exponemos a continuación, con la firme esperanza de que algún día no muy lejano desaparezcan y cedan su lugar a la realidad del auténtico protestantismo.
El primero de ellos lo formulamos así: La Reforma descubrió la Biblia y la entregó a los pueblos. Alguien podría pensar, sin duda, en ese dicho popular: “¡la primera, en la frente!” Tal vez, pues se trata de un mito fuertemente arraigado, y que se cimenta, como todos, en el desconocimiento de las realidades. En estos casos, no hace falta demasiada teología; basta con un poco de escuela primaria y secundaria de cierta calidad, y además bien aprovechadas. La fe cristiana se había establecido y conformado sobre el testimonio de las Escrituras, prácticamente desde sus comienzos. Los escritos del Nuevo Testamento, especialmente las cartas apostólicas, que eran leídas en las distintas congregaciones de la antigüedad, vienen salpicados de citas veterotestamentarias, algunas comentadas, y otras simplemente mencionadas. Y desde el siglo II, los escritos de los Padres de la iglesia mencionan de continuo el conjunto de la Biblia, a la que acuden buscando guía y orientación para su fe y su doctrina. Esta situación no desapareció con el decurso del tiempo. Incluso en épocas tan supuestamente oscuras como fueron los largos siglos del Medioevo, las figuras más descollantes del pensamiento cristiano de la época acuden de continuo a los Libros Sacros, que citan en profusión. La realidad de un bajo clero ignorante y supersticioso (¿acaso no existen hoy ejemplares de la misma especie en muchas iglesias?) o de unas Escrituras únicamente accesibles en la lengua culta del momento, el latín, así como la constatación de un analfabetismo generalizado entre el pueblo cristiano, no niega el hecho de que los creyentes, incluso sin saber leer ni escribir, no ya en latín, sino en su propia lengua, eran conscientes de que las Sagradas Escrituras contenían los mensajes que se leían cada domingo, cada festividad, en el púlpito. Que los comprendieran bien o mal es otra historia. La Reforma devolvió al pueblo, eso sí, unas Escrituras traducidas a las lenguas vulgares; no porque no existieran ejemplares de la Biblia traducidos a los idiomas populares, sino porque no eran accesibles. Y lo que hizo también fue generalizar su uso gracias a la imprenta. Sin duda contribuyó al desarrollo de la educación de ciertos pueblos europeos, pero no “descubrió” la Biblia: sólo la difundió.
El segundo podríamos enunciarlo de esta manera: La Reforma quiso fundar una nueva iglesia. También es falso. Y no sólo falso; es pernicioso. Este postulado, repetido y vivido hasta la saciedad en grandes extensiones del mundo evangélico, ha propiciado una atomización tan grande de iglesias y congregaciones, que en realidad mucho nos tememos que se haya llegado a perder el mismo concepto de iglesia, lo cual es muy grave. Ni a Lutero ni a Calvino ni a Zwinglio, ni a ninguno de los reformadores del siglo XVI, se les pasó jamás por las mientes la idea, por demás monstruosa, de “fundar” una nueva iglesia. Todos ellos eran muy conscientes de que, como Cristo es uno, su cuerpo sólo puede ser uno también. Lo que quisieron, y lo quisieron de veras, fue reformar la iglesia que ya existía, la que ellos conocían y de la que siempre y de corazón formaron parte. Fue la iglesia en cuestión la que cometió el craso error de expulsar de su seno a los Reformadores y de excomulgar, anatematizar y perseguir a cuantos seguían la fe reformada considerándolos cismáticos, en el mejor de los casos, o herejes y enemigos, en el peor. Roma ha tardado la friolera de cuatro siglos largos en darse cuenta de su error; aunque el papa Adriano VI (Adriano de Utrecht), en su brevísimo pontificado, coincidente con el despuntar de la Reforma, reconoció la culpa de la iglesia en aquella situación —llegó a entonar en público el mea culpa—, sus sucesores no mantuvieron aquella actitud, con lo que se produjo una ruptura de todo punto innecesaria. Y luego, un mal espíritu divisor ha ido deshaciendo el protestantismo hasta el día de hoy, generando gorpúsculos que se multiplican como amebas, sin razones realmente justificables, demasiadas veces debido a un individualismo exagerado o un personalismo que raya lo enfermizo, en los que no queda prácticamente nada de la iglesia auténtica que los Apóstoles, los Padres y los Reformadores conocieron. Por llamar las cosas por su nombre, y sin ánimo de herir a nadie: los Reformadores quisieron reformar la iglesia, pero muchos de sus presuntos seguidores lo único que han constituido es sectas y sectas peligrosas.
Y ello viene fuertemente influido por el tercer gran mito, según el cual La Reforma descubrió la verdad, que estaba perdida. Si el segundo mito, como veíamos, puede llegar a ser harto peligroso, éste no lo es menos. Que los Reformadores fueran conscientes de llamar la atención hacia lo más importante, dado que la iglesia tendía a descuidarlo (de ahí lemas reformados como el célebre Post tenebras lux del calvinismo, tomado de Job 17,12, según la Vulgata latina), no supone que ellos fueran conscientes de haber “descubierto” nada en el más puro sentido de la palabra. De hecho, la obsesión por “descubrir verdades” ha dinamitado el mundo evangélico hasta, en muchos casos concretos, hacerlo estallar en pedazos. Los Reformadores, digámoslo claro, no se interesaron tanto por doctrinas o dogmas abstractos como por la realidad de la persona y la obra de Cristo, que encontraron en su plenitud en la Santa Biblia. Todo el pensamiento y la teología de la Reforma se ciñó estrictamente a Él, se edificó sobre Él, de manera que sus grandes distintivos, como la fe que justifica o la gracia que salva, sólo tienen sentido a la luz de Cristo. Más aún, el gran principio Sola Scriptura, tan venteado en nuestros días por hábiles charlatanes religiosos, únicamente lo entendieron los Reformadores a la luz del Solus Christus: la Biblia tenía que dar testimonio de Cristo, revelar su obra redentora, de principio a fin; no es otro su mensaje. Quienes, ya en la época de la Reforma, comenzaron a divagar con nuevas doctrinas o nuevos dogmas “descubiertos” en las páginas de las Sagradas Escrituras, se alejaron indefectiblemente de la proclamación de Cristo y su obra salvífica. Y algo que no ha dejado de sorprender a más de un lector novel de las obras de los Reformadores: sus exposiciones doctrinales, comentarios, sermones, alocuciones, exhortaciones, tratados teológicos y demás producción literaria, suele aparecer casi siempre salpicada de citas patrísticas y autores clásicos o medievales. Es decir, eran conscientes de ser continuadores de un mensaje ya establecido, no sus “fundadores” ni sus “descubridores”. Se sabían meros eslabones de una cadena de testigos de Cristo que jamás había dejado de acrecentarse, siglo tras siglo, desde los días de Nuestro Señor.
Y para no cansar al amable lector, mencionamos un cuarto y último mito: La Reforma, consciente de que aún quedaba mucho camino por andar, abrió la puerta para “nuevas revelaciones” que habrían de venir en épocas sucesivas. De ahí que, en ciertos grupos y movimientos religiosos hodiernos derivados del mundo protestante, se prodiguen “visiones”, “mensajes y comunicaciones celestiales”, “nuevas profecías para nuestro tiempo”, “advertencias para los últimos días”, “apóstoles”, “manifestaciones de poder” y un largo etcétera de, llamémoslo por su nombre, lucrativos negocios religiosos que en nada tienen que envidiar a aquellos mercaderes del templo expulsados de manera contundente por Jesús. Es evidente que se ha malentendido (hasta qué punto con buena o mala fe, uno no se atreve a juzgar) el principio protestante Ecclesia semper reformanda. Que la iglesia haya de estar en constante proceso de reforma sólo puede significar, según se colige del pensamiento de los Reformadores, que ha de centrarse cada día más en la proclamación de Cristo y su obra salvífica, tanto en el culto a través de la Palabra y los sacramentos, como en el testimonio público y privado. Ningún reformador hubiera aceptado esas historias de “nuevas revelaciones” que corren hoy como un tsunami por ciertos sectores evangélicos contemporáneos. Ya en sus días alzaron la voz con autoridad contra los exaltados (Schwärmer) que profetizaban apocalipsis a la carta y atizaban a las masas ignorantes y supersticiosas, llevándolas a la destrucción. Una vez que Dios Padre nos ha dado a su Hijo Jesucristo, y con Él la salvación, ¿qué otra cosa más o mejor nos puede dar? Una vez que la iglesia ha sido instituida como cuerpo vivo del Cristo Viviente, con un claro fundamento apostólico y una más que evidente misión profética en el mundo, ¿qué necesidad hay de nuevos “profetas” o nuevos “apóstoles” individuales? Una vez que el pueblo cristiano ha comprendido que las Escrituras apuntan a Cristo como culminación de la Historia de la Salvación y plenitud del propósito eterno de Dios, ¿qué falta hacen nuevas revelaciones sobre el futuro o sobre cualquier otro asunto?
El protestantismo no es lo que, por desgracia, hoy se vive y se contempla en tantas denominaciones y grupos evangélicos. Continúa, gracias a Dios, en las iglesias históricas surgidas de la Reforma (¡y muy a su pesar!), y prosigue con una clara vocación de servicio a la sociedad, de diálogo con Roma, con Oriente y con todo el mundo cristiano en aras de un mejor entendimiento con quienes, dígase lo que se quiera, no dejan de ser nuestros hermanos. Y desde luego, no deja de estudiar las Escrituras con la misma pasión y dedicación que tuvieron los Reformadores, a fin de seguir hallando en ellas al Cristo Señor y Salvador, a fin de plasmarlo y materializarlo en la teología y la praxis de la iglesia.
Seremos mejores protestantes cuanto más nos acerquemos a estos postulados fundamentales.
¡Feliz día de la Reforma a todos nuestros lectores y amigos de Lupa Protestante!