Felipe de Torres y del Solar, uno de los tres maestros que han hecho huella en mi vida, ha dejado escrito: “Los títulos y cargos no acortan las orejas de algunos, pero pueden servir a otros para amortiguar coces y mordiscos. Los hechos y no los títulos es lo que importa”. Con palabras diferentes, es lo que afirma el Evangelio: “Por sus frutos los conoceréis”. Algunos presumen de sus títulos y otros, carentes de ellos, arrastrados por cierta miseria espiritual, no cesan de dar coces y mordiscos, añorando lo que su impericia o holgazanería no les ha proporcionado; incluso los hay que los compran, tratando de suplir aquello que el esfuerzo personal no les ha proporcionado. Así se escribe la historia. Ahora bien, cuando los títulos acreditan el conocimiento derivado del esfuerzo personal y este conocimiento o esta pericia se acredita con éxitos evidentes, se convierten en un motivo de satisfacción y estímulo personal que enriquece a quien los posee. Con todo, no hay mayor grandeza que aquella que no cifra su mérito en los títulos, sino en el servicio y la generosidad.
Traemos esta reflexión a cuento, una vez que va amortiguándose la euforia producida por la épica nacional que ha permitido a la Selección Española de Fútbol ganar la copa mundial, y lo hacemos al socaire de algunos excesos que se han puesto en evidencia en estos días. Si ganar la copa ha supuesto marcar un hito en la historia del deporte español, lo ha sido aún en mayor medida la humildad y bonhomía de sus protagonistas, comenzando por el “ídolo” del acontecimiento, Andrés Iniesta, sin olvidar al resto de jugadores y al inefable Vicente del Bosque, a quien la prensa denomina como “hombre bueno” (equivalente a bonhomía), no tanto por sus triunfos al frente de la Selección, sino por su actitud ante el éxito y ante la vida. Y no es cosa baladí que ante triunfo tan notorio, de repercusión universal, la imagen que prevalezca de sus protagonistas sea que se trata de lo que el pueblo llano denomina, por encima de otros epítetos rimbombantes, como “buena gente”.
A los grandes generales romanos que habían cosechado sonadas victorias en los campos de batalla, les recibían en Roma con parafernalia semejante a la que ha sido dispensada a nuestros campeones en la capital del reino; recorrían Roma a bordo de majestuosos carros tirados por briosos corceles y les aclamaban como a dioses, si bien para evitar o mitigar su envanecimiento colocaban a un esclavo discretamente situado tras él, que le iba recordando machaconamente: “acuérdate de que eres hombre, acuérdate de que eres hombre”, cosa harto difícil de lograr salvo en aquellos casos en los que el uniforme de general o la camiseta de turno, sea roja o azul, blanca o blaugrana, envuelve a seres humanos dotados de ciertas virtudes que les hacen ser conscientes de lo efímero del éxito, lo cual hace posible que sean capaces de acortar coces y evitar mordiscos.
Queden los excesos verbales para quienes aprovechan hechos como éste para vociferar y, de paso, desvirtuar los valores de un noble deporte que se basa en la labor de equipo, en la entrega absoluta y en la generosidad de quienes son capaces de renunciar a la vitola de campeones individuales en pro del triunfo colectivo y que, por el contrario, luchan por proyectos comunes al margen de blasones partidistas de dudosa identidad; queden los excesos para aquellos a quienes únicamente les preocupa su dignidad como individuos o pequeños clanes, despreciando los objetivos colectivos de alcance universal. Y sirva la gesta como paradigma de la exaltación de unos valores de solidaridad y creativa labor de equipo que prevalecen por encima de nacionalidades y banderías utilizadas más como piedras arrojadizas que como símbolos de fraternidad.
Referentes así son los que necesita la juventud desorientada de esta primera década del siglo veintiuno. Ejemplos que ayuden a lañar donde otros se encargan de fraccionar. En un colectivo en el que pareciera que cuenta tan sólo el dinero, resulta alentador descubrir valores semejantes. Hora es, como propugnaba Unamuno, de que muera don Quijote para que resucite Alonso Quijano el Bueno, el anterior a los libros de caballerías, el vecino apacible, sensato, que cifra su hidalguía no tanto en lo que tiene sino en lo que es; hora es de que las nuevas generaciones dejen de reivindicar derechos y prerrogativas por el solo hecho de haber nacido, que abandonen el victimismo generacional y descubran el valor del servicio, la virtud del sacrificio, el placer del trabajo en equipo, la satisfacción de ser los artífices de su propio destino y se preparen para recibir los éxitos, cuando lleguen, con la humildad que engrandece y no con la soberbia propia de los fatuos. Ese es el gol de la victoria.
Julio, 2011