Posted On 02/02/2012 By In Opinión With 2808 Views

¿Es España diferente? Y las iglesias evangélicas ¿lo son?

Hubo unos años en España, a mí se me antoja que demasiados, en los que imperaba un sistema dictatorial que mantuvo a este país en un estado de autarquía y ruinosa  marginación internacional que se procuraba edulcorar con el eslogan “España es diferente”, mediante el cual se pretendía insuflar moral a una ciudadanía desmotivada por los estragos de la guerra. España era diferente, sin duda, pero no en el sentido idílico de reducto espiritual y salvaguarda de los valores de Occidente que el dictador y sus partidarios trataban de adjudicarle; diferente por tratarse de una rémora para los valores democráticos, la dignidad de las personas y la defensa de las libertades.

Máximo García RuizEntre tanto, comenzaron a aflorar las congregaciones de cristianos “no católicos”, llamadas entonces genéricamente “evangélicas” (bautistas, hermanos, presbiterianos, metodistas, pentecostales…), que durante la Guerra Civil y primeros años de la Dictadura habían sido abatidas y que atrajeron a muchos ciudadanos asqueados por el sistema dictatorial impuesto; llamaba la atención  su práctica de gobierno democrático así como el respeto a la dignidad de la persona y la defensa a ultranza de dos principios básicos, sólidamente establecidos: la libertad religiosa y la separación de la Iglesia y el Estado. Para defender algunos de estos principios, irrenunciables se decía entonces, el pueblo evangélico puso en marcha la Comisión de Defensa Evangélica, cuyo objetivo central era, precisamente, la defensa de la libertad religiosa para todos los ciudadanos sin excepción, fueran o no de su propia confesión religiosa.

La Dictadura terminó consumiéndose en su propia salsa dando paso a un sistema político y social democrático que garantizaba, entre otras conquistas, la libertad religiosa, reivindicaba la dignidad de las personas a las que declaraba iguales ante la ley y apuntaba tímidamente hacia una separación de la Iglesia y el Estado, si bien este último reto ni quedó suficientemente garantizado en la Carta Magna ni ha sido impulsado convincentemente por los gobernantes a lo largo de las más de tres décadas transcurridas.

Seis lustros y medio puede ser mucho o poco tiempo, según a qué hechos o situaciones se aplique. En este tiempo se han producido en España, visto grosso modo, avances muy significativos en lo que a la consolidación de formas democráticas se refiere, aunque no faltan quienes se revuelven contra la situación crítica que arrastramos desde hace unos años y afirmen que la verdadera democracia está secuestrada; existe una mayor sensibilidad hacia la defensa de la dignidad de la persona, cosa que no siempre se alcanza; pero nos mantenemos bastante estancados en lo que a separación de la Iglesia otrora oficial y el Estado se trata, si no desde el punto de vista legal, sí en lo que a la aplicación práctica de las leyes se refiere, ya que la Iglesia católica sigue disfrutando de privilegios intolerables en una sociedad que pretende ser aconfesional, mientras las minorías religiosas siguen siendo discriminadas o, en el mejor de los casos, ignoradas por las fuerzas vivas.

¿Y en qué situación se encuentran las iglesias evangélicas en lo que a la defensa de sus valores se refiere? Porque, aparte del justificado lamento por la falta de avances en la conquista de posiciones sociales de mayor visibilidad, hay aspectos que merecen ser sometidos a análisis y autocrítica. Si ponemos nuestra atención en su forma de gobierno, otrora paradigmática en el contexto civil, observamos que la imagen actual de algunas iglesias y de sus organizaciones regionales o nacionales no resulta tan alentadora como sería de desear. Quienes se aproximan desde otros ámbitos a las comunidades evangélicas observan con frecuencia que los modos y maneras de gobernarse están muy lejos, en muchos casos, de los patrones de respeto al valor participativo en igualdad de condiciones de sus miembros. Se han introducido sistemas de gobierno despóticos, (“apostólicos” dicen algunos, remedando los viejos modelos de la Iglesia medieval), en los que la participación del feligrés no es otra que asistir pasivamente a los actos litúrgicos y poner fielmente a disposición de los líderes carismáticos su ofrenda; cuando se trata de convenciones o asambleas denominacionales, el voto está controlado por sistemas selectivos que marginan la voluntad popular, reduciendo la participación de los delegados a una mera intervención formal para dar marchamo de legalidad a las decisiones previamente adoptadas por la élite dirigente.

Pero esto no ocurre únicamente en iglesias emergentes identificadas con teologías neo-pentecostales, de la prosperidad o de los muchos reinos de taifas que van surgiendo alrededor de pseudo-líderes dispuestos a desgajarse de cualquier iglesia constituida y montar su propio chiringuito religioso cuando vislumbran que de esa forma podrán ejercer su liderazgo ad libitum, administrando en solitario los recursos humanos y económicos.  No ocurre, insistimos, únicamente en ese tipo de comunidades. Iglesias y organizaciones históricas que eran en otro tiempo modélicas en su estructura participativa de gobierno, en las que sus asambleas se desarrollaban en ámbitos de libertad democrática y participativa, se han ido convirtiendo en feudos de pequeños grupos oligárquicos que se mantienen irreductibles en esa posición con el paso del tiempo y que, a semejanza de las viejas satrapías que aún perduran en diferentes partes del mundo no democrático, se cuidan de dejar instalados en el sillón a sus propios descendientes o afines.

No dejo de pensar, y cerramos con ello esta reflexión, en aquella fórmula que nos vendieron en el régimen político anterior conocida como democracia orgánica, una forma de disfrazar la dictadura mediante un disfraz aparentemente democrático; bajo esa falsa democracia,  el dictador mantuvo controlados, con puño de hierro, todos los resortes del poder durante 40 años. Y esto mismo vienen haciendo desde hace siglos determinados dirigentes religiosos. Esperamos que las nuevas generaciones de evangélicos no pierdan del todo sus esencias y con ellas su capacidad crítica y reivindicativa, ni se conformen con que les sea saqueado su derecho a participar responsablemente en la gestión de sus iglesias y denominaciones.

Enero 2012.

Máximo García Ruiz

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