¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz entre los hombres de su elección! (Lucas 2, 14. BTX)
No lo entiendo demasiado bien, pero cada año sucede lo mismo. Cuando llegan estas fechas tan señaladas en el calendario cristiano, la Natividad de nuestro Señor, algo sucede en muchos púlpitos: en vez de llenarse (¡como correspondería!) de mensajes de gozo, de paz, de salvación y de gratitud a Dios, diríase que se desatara por el contrario una particular “fiebre apologética” orientada a denostar y anatematizar todo cuanto significa gasto o consumo. Hasta he llegado a escuchar en ocasiones nombres concretos de empresas comerciales muy bien conocidas por todos, a las que, tal vez sin darse cuenta de que se les brindaba una propaganda gratuita e innecesaria, se estigmatizaba como diabólicas y satánicas por generar en el gran público una mentalidad de fiesta mal entendida. Eso por no mencionar sino de pasada a aquellos otros que se ven en la tesitura (¿autoimpuesta?) de condenar las festividades navideñas por sus orígenes paganos, desgranando cada detalle tradicional y evidenciando su raigambre “anticristiana” y contraria a las Escrituras. Sinceramente, lo siento por todos ellos. Y mucho.
Y lo siento porque, sin poner en duda su buena intención y sus deseos de instruir, esos púlpitos y los que predican en ellos caen en el gran error de perder de vista algo muy importante, algo que el coro celestial de Belén anunció, tal como leemos en el texto del Evangelio de Lucas que encabeza nuestra reflexión. El nacimiento de Jesús inspiró en aquellos mensajeros de Dios un deseo de alabanza que habría de llenar el universo entero, cielo y tierra, con su proclama de gloria y de paz. En lo alto gloria y en la tierra paz. La gloria para Dios y la paz para sus hijos elegidos, según lee la Biblia Textual que citamos.
La venida de Jesús a este mundo solo puede ser motivo de gloria para Dios porque el Supremo Hacedor halla en él su manifestación perfecta. Jesús da gloria a Dios Padre al hacerse hombre, al nacer como hombre, porque de esta manera Dios deviene uno con nosotros, llega a ser el Emmanuel de la antigua profecía registrada en Isaías 7, 14. Toda la Historia de la Salvación recopilada en las Escrituras Hebreas halla su cumplimiento en la presencia de aquel niñito recién nacido, que un día iba a entregar su vida por amor a nuestra especie. El Dios del Antiguo Pacto, que desde el primer momento se muestra como un Dios que lucha por su pueblo, un Dios que salva, un Dios que se glorifica en sus gestas redentoras, recibe el mayor tributo de alabanza cuando su propio Hijo se encarna para introducir en el género humano una cuña divina. No nos extrañe que aquel coro proclame esa gloria en las alturas.
Y la consecuencia para los elegidos de Dios solo puede ser la paz. Saber que el Cristo encarnado y nacido de María es una realidad que podemos proclamar (¡y festejar!) también en Navidad, no solo le quita a esta festividad todo lo que de pagano pudiera tener, sino que le da una especial pátina cristiana. Un sabor de paz en realidad. Y es que solo puede vivir realmente en paz aquel que, por la Gracia de Dios, adquiere conciencia plena de ser bendecido en Cristo. Elegido, como apunta el texto de Lucas.
De verdad, no tiene sentido proclamar la guerra en Navidad. Esa guerra dialéctica contra el consumismo, contra la mundanalización, contra la pérdida del espíritu navideño, que demasiadas veces ocupa el tiempo consagrado a la proclamación de la Palabra en estos días. Personalmente, estoy convencido de que Dios quiere que hagamos de nuestra predicación navideña lo que realmente ha de ser: un anuncio de gozo, de gloria y de paz.
Feliz Navidad a todos.