Estas son las evidencias que conocemos:
- En tiempos apostólicos, personas que no eran apóstoles escribieron cartas haciéndose pasar por apóstoles.
- No existen evidencias históricas de que en tiempos apostólicos la práctica de falsificar escritos en nombre de otra persona fuera algo aceptado, ni dentro de escuelas filosóficas ni en ningún otro contexto.
- El uso de secretarios (amanuenses) para escribir cartas, algo que ocurre con algunas cartas del NT, no implica la presencia de diferencias en estilo, vocabulario o teología entre cartas.
- No existen evidencias históricas a favor de una práctica aceptada en tiempos apostólicos por medio de la cual autores (como Pablo o Pedro) de cartas de alto contenido retórico (como las que encontramos en el NT) dieran completa libertad compositora a secretarios para que estos escribieran cartas en nombre de estos autores (y mucho menos sin indicarlo de forma explícita en la carta).
Limitándonos únicamente a las cartas pastorales que encontramos en el NT (1 y 2 Timoteo y Tito):
- Existen evidencias claras de diferencias importantes en estilo, vocabulario y teología entre las pastorales y las cartas paulinas no discutidas.
- Existen elementos, tanto teológicos como lingüísticos, en las cartas pastorales que encajan mejor con una fecha posterior a la vida del apóstol Pablo.
- La aparición de estas tres cartas, en términos históricos, es relativamente tardía: no aparecen en la colección de cartas paulinas escrita por Marcion, e Ireneo es el primero en citarlas y usarlas.
- En el canon Muratorio, las pastorales aparecen después de Filemón.
Si consideramos solamente estos puntos y dejamos a un lado las declaraciones teológicas que a menudo tintan nuestras conclusiones históricas en relación a la fe (y particularmente a la Biblia), ¿cuál es la conclusión que se deriva de ello? En mi opinión, es difícil escapar la conclusión de que en el NT tenemos cartas escritas por autores que se hacen pasar por apóstoles con la intención de proclamar un mensaje que ellos consideran apostólico. Quizá los motivos de estos autores eran buenos; nadie dice que no. Quizá en su fervor cristiano sintieron que era necesario escribir una carta para proclamar un mensaje determinado que ellos pensaban era importante y que dicha carta merecía tener autoridad apostólica, incluso cuando ellos no eran apóstoles. Pero esas buenas intenciones no eliminan la realidad de que para hacerlo tuvieran que engañar a los lectores escribiendo una falsificación y que, para no ser descubiertos (y castigados), tuvieran que incluir algunas referencias personales referentes al apóstol que se suponía estaba escribiendo o dictando la carta. Al fin y al cabo, el éxito de su carta, y del mensaje que querían proclamar, dependía de su capacidad para convencer a sus lectores de que esta era una carta genuina.
¿Pero es esto posible?, ¿quién sería capaz, se preguntará el/la lector/a, de engañar de esta forma?, ¿acaso no es obvio que los cristianos no pueden engañar, que la fe cristiana se basa en la verdad y no la mentira? Hace un tiempo leí la siguiente historia en el libro, The Fidelity of Betrayal, de Peter Rollins:
“Hubo una vez un gran predicador que poseía un poderoso don. En lugar de aumentar las creencias religiosas de la gente, desde pequeño se dio cuenta de que cuando oraba por alguien el resultado era que esta persona perdía todas sus creencias; cuando oraba, la gente por la que había orado perdía toda su fe en la Biblia, en los profetas, en Jesús e incluso en Dios. Dado que esto era así, el predicador no solía orar por nadie.
Sin embargo, en cierta ocasión, mientras viajaba por el país, conoció a un hombre de negocios que viajaba en la misma dirección. Este hombre había amasado una gran fortuna trabajando en el mundo financiero, por lo que era muy rico. Al ver que el predicador leía una Biblia, el hombre de negocios, que tenía una gran fe, comenzó a conversar con él. El hombre de negocios contó al predicador acerca de su profunda fe en Dios y su amor por Cristo. Al parecer, aunque trabajaba mucho no tenía ningún interés en las riquezas. ‘El mundo de los negocios es un mundo muy frío’, dijo al predicador, ‘y en mi línea de trabajo a menudo me encuentro en situaciones que retan mis creencias cristianas. Pero cuando se dan estas situaciones intento, dentro de lo posible, seguir fiel a mi fe. De hecho, es por mi fe que no me dejo llevar por este frío mundo de los negocios, ya que me recuerda que soy un hombre de Dios’.
Después de escuchar atentamente, el predicador ofreció orar por el hombre de negocios. El hombre accedió sin pensarlo dos veces (y sin saber donde se estaba metiendo). El predicador oró. Inmediatamente después de la oración el hombre de negocios abrió los ojos muy sorprendido. ‘¡Pero que tonto he sido!’, exclamó. ‘No hay Dios que esté cuidando de mí, ni textos sagrados que me guíen, ni espíritu que me inspire’. El hombre de negocios volvió a casa, aún muy confundido por lo que acababa de ocurrir. Pero, curiosamente, ahora que no tenía creencias religiosas que le hicieran cuestionar su trabajo, no fue capaz de continuar haciéndolo. Al enfrentarse a la realidad de que ahora no era más que un inflexible hombre de negocios trabajando para un sistema corrupto, empezó a darse asco. Y como consecuencia de ello, poco después de su encuentro con el predicador, abandonó su trabajo, dio todo el dinero que había acumulado a los pobres y comenzó a trabajar para una organización benéfica.
Un día, años después, se cruzó de nuevo con el predicador dando un paseo por la ciudad. Al verle, el antiguo hombre de negocios corrió hacia él, se echó a sus pies y empezó a llorar. Después de unos minutos levantó la cabeza hacia el predicador y dijo, ‘Gracias por ayudarme a encontrar mi fe’.”
La clave para entender esta parábola es darse cuenta de la facilidad con la que nuestras creencias religiosas a veces pueden ayudarnos a hacer cosas contrarias a dichas creencias. Los ejemplos son muy numerosos en nuestras iglesias de hoy día, y sin duda lo eran también en tiempos apostólicos. No es difícil imaginar a un cristiano en aquellos tiempos de la iglesia primitiva con un mensaje ardiendo en su corazón, un mensaje, quizá, en contra de algunos miembros de su iglesia, un mensaje que, desde su punto de vista, habría sido del agrado del apóstol Pablo, un mensaje que necesitaba ser proclamado en su iglesia, que necesitaba ser escuchado por ciertas personas que se estaban desviando de la fe cristiana (o al menos de lo que este cristiano entendía por fe cristiana). Sin embargo, para que dicho mensaje tuviera la autoridad que merecía tener era necesario que un apóstol lo proclamara. Y ante la falta de estos apóstoles, la única solución al alcance de esta persona (una solución al alcance de muy pocos, vale la pena decir) era falsificar una carta proclamando dicho mensaje en nombre de un apóstol. Tenemos evidencias de que precisamente esto ocurría en tiempos apostólicos. A veces nuestro fervor cristiano nubla nuestro entendimiento y perdemos la capacidad de analizar cuidadosamente si lo que queremos decir proviene de Dios o de nosotros mismos. Y a veces, en nuestra creencia de que el Espíritu de Dios nos está inspirando, saltamos todas las barreras aceptables y llegamos a todos los extremos necesarios para asegurarnos de que el mensaje “divino” que tenemos llega al alcance de aquellos a los que va dirigido.
¿Qué implican estas falsificaciones para nuestro entendimiento del canon bíblico? Hace unas semanas leí entre los apuntes de teología de un conocido seminario teológico británico que ante las evidencias que tenemos (bastantes más de las mencionadas arriba), lo mejor que podemos hacer es dejar a un lado las cartas discutidas de Pablo cuando intentemos deducir cuál ha de ser la teología paulina. Esta es una conclusión que no escucho muy a menudo en las iglesias. De hecho, normalmente los cristianos son bastante reacios a reconocer abiertamente que eso es precisamente lo que hacen, dejar a un lado aquello que encuentran en la Biblia que se separa de su entendimiento de la fe cristiana. Por alguna razón se intenta no decir abiertamente que a menudo lo que los cristianos hacemos es buscar el “canon dentro del canon”. No se quiere decir que cuando se encontramos ciertas partes de la Biblia que no encajan con nuestro entendiendo de la fe lo mejor que podemos hacer es dejar dichas partes a un lado. No se quiere decir abiertamente por miedo a perder nuestra teología de lo que el canon de la Biblia es. Pero quizá ha llegado el momento de reconocer que esto es, no solo lo que los cristianos llevamos haciendo durante siglos, sino también lo que los cristianos debemos hacer. Así, una vez entendamos esta forma de leer la Biblia, quizá podamos superar nuestras tendencias a poner ciertos elementos secundarios que encontramos en la Biblia por delante de los primarios y los usemos para separar y dividir a los cristianos.