De mis tiempos de profesor de secundaria conservo algo bastante original: una tertulia. Una vez al mes nos reunimos algunos compañeros (más compañeras), de los que sólo dos nos confesamos cristianos (evidentemente, yo soy el único protestante), para hablar de todo lo humano y lo divino en torno a una mesa con algo para picar. En mi última tertulia, el diálogo derivó hacia la situación social en España y en el mundo, y mis amigos (licenciados de edad media) manifestaron un profundo sentimiento de miedo hacia el aparente aumento de la violencia, no sólo en España, sino en todo el mundo.
Con los temas que se están haciendo crónicos y tópicos: grandes y pequeñas guerras, terrorismo, violencia callejera, de género, en los centros educativos, niños soldado, y un largo etcétera. Y se empezaron a plantear preguntas: ¿Hay más violencia que antes? ¿Más inseguridad? ¿Más maldad? ¿Más que cuando? ¿A dónde vamos a parar? Preguntas (éstas y otras) que deberíamos contestar con rigor, mediante el estudio histórico, sociológico, político… Preguntas (éstas y otras) que a veces son utilizadas y manipuladas por determinadas tendencias políticas para incrementar el miedo. Al final, quedaba una pregunta por responder. Una que son dos: ¿Hacia dónde camina el mundo? ¿Camina hacia algún sitio? Terror.
El problema es que si no contestamos las preguntas que tienen que ver con el sentido y el significado de las cosas y los tiempos, cuando no distinguimos los tiempos, el tiempo nos envuelve. Como una rueda. Se suceden días, semanas, meses, estaciones y años. Se suceden generaciones, modas, modos y hasta ideas. Y los pequeños o grandes acontecimientos de una vida humana, que por larga que sea siempre parece pequeña, dejan de tener sabor. Y cuando las pequeñas o grandes cosas de la vida, cuando la vida misma deja de tener sentido, caemos en el tiempo mítico. Se ve la vida como una rueda que gira y gira, sin parar, sin principio ni fin, y “no hay nada nuevo bajo el sol”. Sólo queda el recuerdo, la idea, el mito, de que hubo un tiempo ideal, un tiempo “divino”, situado naturalmente en el pasado, en que todo era mejor, como en un paraíso. Y se oyen frases como “entonces podíamos hacer esto o aquello”… “en aquellos tiempos”… “eran otros tiempos”. Mientras que ahora, “en estos tiempos que corren”, sólo queda girar y girar, con alguna fiesta de vez en cuando, para recordar “tiempos mejores” y renovar fuerzas para seguir adelante. ¿Hacia dónde?
En medio de este contagio colectivo de falta de sentido, de falta de ánimo, de pesimismo integral, algunos se consuelan esperando una vida mejor, en la que, después de muertos, las pobres almitas, libres ya de tanto sufrimiento, se quedarán quietecitas, en un tiempo sin tiempo, contemplando una visión divina, mientras que otros, que le tienen más apego a sus cuerpecitos serranos, prefieren antes aprovechar bien el tiempo, por aquello de que “después de muertos todos calvos”. A todo esto, hasta ahora, ¿alguien se ha acordado de Dios? Hombre, Dios está en el cielo, pero aquí abajo todo sigue igual… Dios está “allá” y nosotros “acá”. ¿Se preocupa Dios de nosotros? ¿Dios? ¡Ni falta que nos hace! “¡Comamos y bebamos, que mañana moriremos!”
¿Verdad que habéis oído alguna vez este tipo de ideas? ¿Verdad que a muchos de nosotros alguna vez se nos han escapado, y que alguna vez hemos vivido de esta manera? Y cuando llega Adviento preparamos la “fiesta” de Navidad, comprando apresuradamente y anticipando la fiesta para que sea más larga. Algunos, más “sentimentales”, anticipan eso que llaman “el espíritu de la Navidad”, expresión de la necesidad absoluta de bondad, de cariño, de acogida, al menos una vez al año. Después todo volverá a ser como antes: la dura realidad. Mientras, vamos a anticipar la fiesta para que dure más. Y nos sumergimos bien a gusto en el mito, con la bendición del comercio global.
¿Estamos de acuerdo en que esto no es el Adviento? Las lecturas bíblicas que leemos en Adviento sacan la Navidad del ámbito del Mito y la sitúan en su contexto: la historia humana. La historia también tiene un principio, un pasado, como el mito, pero no da vueltas en torno al pasado, no gira en torno a un principio ideal. Todo lo contrario: nace de unos tiempos duros, de unos comienzos difíciles, de una “prehistoria”. Es verdad que el relato bíblico comienza con un relato de tipo mítico (“al principio era un paraíso”), pero inmediatamente nos sitúa ante el hombre y la mujer teniendo que esforzarse para ganar el sustento, y enfrentándose al dolor hasta para lo más grande, que es dar la vida. Nos sitúa ante la realidad de unos hombres que han de emigrar para sustentar a sus familias y sus ganados, y de unas gentes esclavizadas por las grandes potencias de turno. La Biblia nos presenta la historia humana, de cielo para abajo. Hecha de vida humana real, con sus tristezas y alegrías, con pequeñas chispas o grandes relámpagos que hacen creer que existe sentido. Que todas estas vidas, la mía y la del mundo, han de tener un sentido, que al final de la oscuridad ha de haber luz, que al final de la muerte ha de haber vida.
La Biblia nos presenta esta misma historia humana, pero desde la perspectiva de Dios. ¿Nos habíamos vuelto a olvidar de Dios? Nuestra sociedad se olvida de Dios, y nosotros a veces nos contagiamos. Pero los cristianos sabemos (por fe, pero lo sabemos, tenemos la certeza) que Dios no sólo existe, como dicen algunos, sino que ESTÁ. Que está aquí “abajo”. Que está conduciendo su creación hacia el fin que le ha dispuesto. Que está llenándolo todo: de vida, de belleza, de verdad, de sentido. Que está con “nosotros”, con los hombres y mujeres de carne y hueso, las comunidades, los pueblos… Que está guiando la vida y la historia humana hacia su culminación, desde dentro, sin imponer nada, ofreciendo, sugiriendo, en un diálogo de libertades. La libertad de un Dios que ofrece gratis, por gracia, y que pide la libertad de un hombre y una mujer agradecidos.
La Biblia nos narra la historia del “Emmanuel”, del “Dios con nosotros”. Desde la llamada de Abrahán, en la que resuena la promesa: “por medio de ti bendeciré a todas las familias del mundo” (Gén 12,3), pasando por la liberación de los hebreos esclavos en Egipto, prototipo y garantía de todas las liberaciones. Y enseñanza para todas las generaciones: nadie tiene derecho a hacerse Señor de nadie, porque sólo Dios es Señor, y no hay otro. Porque el poder de Dios no es como el de los faraones de este mundo, que someten a los débiles y pequeños, sino un poder invisible como el de una semilla, de un grano de mostaza, que da la vida sin que se vea, sin que nadie sepa cómo. El poder invisible de la verdad y del amor que nos hace libres y nos pone en camino hacia la tierra de la promesa, hacia una vida nueva, hacia el futuro. Es la historia del pueblo de Dios o historia de Dios con su pueblo. Historia de las infidelidades del pueblo y de la fidelidad permanente de su Dios, una fidelidad a prueba de infidelidades.
Historia de las experiencias de un pueblo que se rebela contra Dios como un adolescente contra su padre, afirmando su propia identidad. Crisis de crecimiento y pedagogía de Dios. Un Dios que educa al ser humano, como recordará Pablo, conduciéndolo hasta la mayoría de edad. Israel (el resto de Israel) aprende a esperar en medio de dificultades cada vez mayores. Después de Egipto es la Asiria de Senaquerib, y la Babilonia de Nabucodonosor, y la Grecia de Alejandro, y la Siria de Antíoco IV… Y será la Roma de Pompeyo y la de Tito, que destruirá Jerusalem y su templo. Historia de un pueblo que, esperando la liberación, aprende a esperar una liberación definitiva, el Shalom: bienestar hecho de fraternidad, felicidad hecha de satisfacción por el trabajo bien hecho, paz hecha de justicia, justicia hecha de reconciliación, vida en plenitud.
El anuncio de las profecías se queda en la memoria del pueblo: “vendrá un día en que Dios enviará su Salvador, su Mesías, y Dios derrotará a todos los que se oponen a sus planes, a todos los que hacen daño, a los que estorban la paz, a los injustos”. Ese día que espera el pueblo ya no habrá malos, ni pecadores, ni opresores, porque Dios los habrá castigado a todos, los habrá eliminado de la faz de la tierra. Ese día, el Mesías de Dios hará justicia a los pobres, salvará a los hijos de los necesitados, aplastará a los explotadores (Sal 72). Con su sentencia castigará a los violentos y hará morir a los malvados (Is 11). Y ya no quedará nadie sobre la tierra que pueda hacer daño a los demás. Y ya no quedará nadie.
¿Sólo de esta manera? ¿Sólo mediante el castigo puede Dios hacer justicia? Eso era lo que anunciaba el Bautista, a las puertas de la llegada del Salvador: “Ya está el hacha lista para cortar de raíz los árboles. Todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego” (Mt 3,10)… Es lo que esperaba todo israelita que todavía esperaba. Una intervención de Dios con un poder capaz de oponerse al poder de los malvados. Que” le diera la vuelta a la tortilla”. Ahora nosotros, los buenos, estaremos arriba, y los malos… destruidos. “Si no os convertís… Viene ya después de mí… Es más poderoso que yo… Separará la paja y el trigo… Quemará la paja en un fuego que nunca se apaga…” (Mt 3,11-12). ¡Por fin! Naturalmente, se bautizaron muchos, de todas las clases. ¡Hasta fariseos! ¡Hasta gente de bien! Por si acaso. Nadie quería que lo pillaran en el bando de los malos. No se habían enterado. Ni los sacerdotes, ni los especialistas en Escritura, ni Juan el Bautista. Quizás porque en Israel no se celebraba el Adviento. Ni la Navidad. No sabían que Dios no ve las cosas como ellos. Que no actúa como ellos esperaban. Si Dios aplicara nuestra justicia, ¿quedaría alguien para disfrutarlo?
Adviento nos pone delante de un niño insignificante nacido en una aldea insignificante de un país insignificante, en medio de gente insignificante. Un día cualquiera en un lugar cualquiera. Adviento nos dice que ahí está Dios manifestándose, actuando, pero no como nos lo imaginamos. Adviento nos pone ante un Dios cuyo poder se manifiesta en una criatura impotente, limitada, vulnerable, y nos dice que ahí, en ese lugar y en ese momento, en ese pequeño acontecimiento vulgar y cotidiano de un niño que acaba de nacer, se encierra todo el sentido de la vida humana, de la historia, del universo. Porque allí, en Belén, hace dos mil años, y aquí, y ahora, ESTÁ un Dios que no castiga, que no destruye, que no aniquila, sino que da la vida, que construye, que restaura. Un Dios que viene al encuentro, que ofrece el perdón, que justifica y hace justos. Un “Dios con nosotros” que nos acompaña a lo largo del camino. Un Dios que espera, que nos espera, que nos aguarda. En el futuro, creando un futuro de vida para cada ser humano, para la historia humana, para el universo entero. Ofreciendo esperanza a los que no la tienen, sentido a los perdidos, fuerza a los cansados. ¿Alguien se anima a ser anunciador de esperanza?
(Publicado en Lupa el día 14 de Diciembre de 2007)
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