Hoy 11 de septiembre es un aniversario más de aquel hecho catastrófico…
El mundo jamás volverá a ser el mismo después de aquel momento tan cruento que cimbró la vida de toda una nación y, con ella, al mundo entero.
El 13 de noviembre del 2012, en pleno día de mi cumpleaños, era para mí un gran honor que se celebrara la fiesta hindú del “Deepawali”, que en castellano sería algo así como: “Festival de las luces” que conmemora la muerte de “Narakasura” a manos de “Krishna” y la liberación de dieciséis mil doncellas que éste tenía prisioneras. Celebra también el regreso a la ciudad de “Ayodhyā” del príncipe “Rāma” tras su victoria sobre “Rāvaṇa”, rey de los demonios. Según la leyenda, los habitantes de la ciudad llenaron las murallas y los tejados con lámparas para que “Rāma” pudiera encontrar fácilmente el camino. De ahí comenzó la tradición de encender multitud de luces durante la noche. El simbolismo de la fiesta consiste en la necesidad del ser humano de avanzar hacia la luz de “La Verdad” desde la ignorancia y la infelicidad, es decir, obtener la victoria del “dharma” (virtud) sobre “adharma” (falta de virtud). Esta es, de alguna manera, la fiesta de la liberación en las religiones de la India, particularmente del mundo hindú.
Para esta celebración en 2012 el Cardenal Jean-Louis Tauran, Presidente del Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso del Vaticano hizo una invitación contundente a la juventud: «En estos momentos de la historia humana, en que varias fuerzas negativas, en muchas regiones del mundo amenazan las legítimas aspiraciones a una coexistencia pacífica, queremos servirnos de esta preciosa tradición para compartir con vosotros la reflexión sobre la responsabilidad de hindúes, cristianos y otros a la hora de hacer todo lo posible para formar a las personas, especialmente a las generaciones jóvenes, para ser artífices de paz.»
Estas palabras resuenan de nuevo en mis oídos ante la inminente posibilidad de un ataque militar liderado por los Estados Unidos a Siria y, a la luz de este 11 de septiembre que evoca aquel terrible episodio de la historia que cimbró la estabilidad de todo un pueblo. El derecho a la libertad, donde la justicia y la paz sean baluartes de la verdad, es la esencia misma de varias religiones en el mundo, pero también una aspiración irrestricta de cualquier nación para sus ciudadanos y ciudadanas. Por ello, es nuestro derecho como ciudadanos y ciudadanas del mundo y, como personas espirituales desde cualquier religión, oponernos a una incursión militar de un país sobre otro poniendo en riesgo la armonía y la paz, con justicia, que toda persona merece. No podemos permitirnos a nosotros mismos otros catastróficos “11 de septiembre”, debemos intentar erradicar los atentados a la libertad y a la diferencia. Bien lo decía aquella misma invitación del Cardenal Tauran: “en toda educación a la paz, las diferencias culturales deben considerarse, ciertamente, una riqueza y no una amenaza o un peligro.” Los valores de la cultura occidental no son los únicos ni los mejores, nadie le ha otorgado a una nación la responsabilidad de ser “policía del resto del mundo”.
En México, desde donde redacto estas líneas, se pronunció un discurso que, además de elocuente, sigue siendo totalmente vigente ante las llamadas “reformas estructurales” del presidente mexicano Enrique Peña Nieto, algunos de sus decires rezaban así: “estos jóvenes viejos no se preguntan cuántas viviendas faltan en nuestros países y, a veces, ni en su propio país. Hay muchos médicos que no comprenden que la salud se compra y, que hay miles y miles y miles de hombres y mujeres en América Latina que, no pueden comprar la salud… de igual manera que hay maestros que no se inquietan de que haya también cientos y miles de niños y de jóvenes que no pueden ingresar a las escuelas. […] la juventud tiene que entender y, nosotros en Chile hemos dado un paso trascendente, la base política de mi gobierno está formada por marxistas, por laicos, y cristianos… y respetamos el pensamiento cristiano, cuando ese pensamiento cristiano interpreta el verbo de Cristo: ¡que echó a los mercaderes del templo!”
Palabras como estas son un remanso de paz para quien busca justicia desde lo político o desde lo espiritual, pero estas mismas palabras pueden resultar un atentado contra poderes e ideologías y, aún perspectivas religiosas, autoritarias que desean imponerse a todo el mundo por igual. Por ello el 11 de septiembre de 1973 el pueblo Chileno vio frustrado, a manos de un ejército golpista, el sueño de un país más justo y libre. Aquel día, se cimbró a toda una nación… y a todo un continente… y a todo el mundo… A través de la violencia se “impuso la paz”. Una “paz” que lleva como símbolo la oscuridad de la muerte, la muerte de un presidente como Salvador Allende, la muerte de muchos chilenos y chilenas que veían en la libertad el “festival de las luces”.
No queremos otro “11 de septiembre” como el de hace 40 años en Chile… no lo queremos para América Latina, ni para Siria; no lo queremos para cristianos, ni para hindúes, ni para musulmanes; no lo queremos para nadie en el mundo. No queremos que se siga crucificando a seres humanos en aras de la “paz”. Anhelamos la paz, sí, pero ¡con justicia y dignidad!
“Estoy seguro que ustedes, representantes de las naciones de la tierra, sabrán comprender mis palabras. Es nuestra confianza en nosotros lo que incrementa nuestra fe en los grandes valores de la humanidad, en la certeza de que esos valores tendrán que prevalecer. ¡No podrán ser destruidos!” (Salvador Allende).
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