2005-2010. El boom de los blogs cristianos.
Una aproximación al fenómeno que marcó una época
Es cierto que la historia de los blogs no comienza en 2005 sino bastante antes, allá por 1999, cuando aparecen los primeros “Weblog” que luego conducirían a los blogs tal como los conocimos. La novedad de estos sitios de internet era que podían ser gestionados por cualquiera sin ningún conocimiento de programación, con plantillas de “Blogger” y más tarde de “Wordpress”, lo cual significó una democratización del acceso a la palabra y a la comunicación de las propias ideas hasta ese momento nunca visto.
Hay diversos trabajos que analizan la historia y los usos de aquellos primeros blogs (se pueden encontrar en una simple búsqueda de google), que eran muchos y muy diversos, y que eran pensados y nombrados como una “bitácora”. Los y las autores conformaban su blog de acuerdo con sus gustos y preferencias personales, sus inquietudes intelectuales o sus experticias.
Es verdad que había blogs profesionales, e incluso de medios masivos. Pero la novedad era que cualquiera, sin más herramientas que una computadora, acceso a internet y su cabeza, podía ahora hacerse un lugar en la “blogosfera”. Y a partir de esta magnífica oportunidad —y como no podía ser de otra manera— es que aparecen los blogs de contenido cristiano.
Fue en 2005, también, que nace “Lupa Protestante”. Es bueno mencionar que “Lupa” no tenía la dinámica del blog (un autor escribiendo sus “entradas” con cierta regularidad y exponiéndose —o no— a comentarios de los lectores, y con formas, contenidos y lenguajes más llanos) sino que era (y es) una revista, multiautor/a, con una temática bien definida y un tono más formal. Sin embargo, “Lupa Protestante”, fundada por Ignacio Simal Camps era un sitio en el que todos y todas —creo no equivocarme con esta afirmación— los lectores y blogueros abrevábamos. “Lupa” era una bocanada de aire fresco, de renovación, de anti-fundamentalismo (sin que su tono fuera confrontativo) que muchos necesitábamos y estábamos buscando.
Pero volvamos a los blogs: yo no sé, y no pude constatarlo, cuándo exactamente empezaron los blogs cristianos, pero tomo deliberadamente el año 2005 porque ese fue el año en que yo los descubrí y empecé a interactuar con ellos. Voy a contarles un poco mi historia, a modo de marco.
Mis búsquedas personales, esa necesidad de “sacar la cabeza a tomar aire”, si me permiten la metáfora —la de una persona que está bajo el agua más de lo recomendable para la resistencia de los pulmones, y escucha como ecos lo que proviene de la superficie, pero no sabe cómo salir— había comenzado bastante antes, yo diría que a principios de los ’90. En esa época ya hacía años que había concluido mi primera carrera universitaria, ya había terminado mis estudios formales de Teología, ya era docente y ya estaba en funciones pastorales. Algunas lecturas fuera del “canon” que habían caído casualmente en mi radar empezaron lentamente una tarea de “desinstalación” de “verdades monolíticas” indiscutidas (hasta entonces). Con el advenimiento de internet, todo se tornó más fácil.
Así llegué a “Lupa”, desde su primera publicación. Solía leer también un sitio del amigo Benjamín Parra (al que encontré buscando material en español de Francis Schaeffer, que por entonces era para mí todo un hallazgo revolucionario, aunque ahora me asombra por su ortodoxia). Y así alcancé los primeros blogs.
El primero que seguí se llamaba “Jesús.com”, si mal no recuerdo, y lo escribía un joven dominicano llamado Rafael Pérez, quien por entonces no llegaba a los veinte años. No sé cómo lo entendería si lo leyera en este momento de mi vida, pero en aquel, con mis búsquedas y mis hallazgos en el nivel en que estaban, me asombraba que un joven tan joven se preguntara cosas que yo no me había preguntado a su edad, y se atreviera a hacer críticas al cristianismo, a la vida cristiana, a la eclesialidad, con las que hice eco inmediatamente.
Yo podría decir que ese fue un primer período para mí. El segundo período, al que quizás hayan accedido antes muchos de quienes escribían blogs entonces o muchos de quienes están leyendo estas notas, fue el que yo califico de “boom” y con el que pretendo lidiar en estos breves pensamientos.
Para escribir este artículo me contacté con todos lxs bloguerxs que recordaba, con quienes más o menos tenía alguna relación y con quienes tenía forma de contactar (a algunos y algunas les perdí el rastro hace mucho), y doce de ellos respondieron a mis preguntas. Mi interés era saber cómo lo habían sentido ellos y ellas, por qué escribían, y cómo interpretaban el fenómeno.
En cuanto a las razones que llevaron a estos blogueros a escribir sus bitácoras y a leer las de los y las demás, todos coinciden en una razón fundamental que era la accesibilidad, esa oportunidad nueva y única de trascender con la propia voz hacia un ciberespacio que, si bien no tenía asegurada la respuesta, el eco, la lectura, la llegada de un otro, sin embargo, era muy atractivo para ellos y ellas que, en lo general, eran cristianos con pertenencia eclesial y necesitaban un canal para volcar sus inquietudes.
No obstante, pensar que solo esa “puerta abierta” —la oportunidad— puede explicar el fenómeno no me parece lógico. ¿Qué los llevaba a trasponer esa puerta? ¿Qué las llevaba a escribir? ¿Era solo un desahogo, un “hablar contra la pared” un confesionario? ¿O era una voz que buscaba pares? ¿Se buscaba algo, en realidad?
Algunos me respondieron que fueron impulsados por la necesidad de hablar “de manera distinta” de algunos temas, otros para oponerse a la “religiosidad tóxica”, hubo quienes solo querían recopilar en el blog escritos anteriores, y algunos eran movidos por el deseo de entrar en diálogo con otros y otras que también reflexionaban sobre lo mismo. Algunos me hablaron de “catarsis” y de “mirada crítica”, de romper el “encorsetamiento”, otros valoraban el diálogo entre católicos y evangélicos, y también recogí el dato de quienes habían roto con la iglesia institucional o atravesaban un momento de “perplejidad” y “enojo” con ella y deseaban aclarar sus ideas, construir una nueva perspectiva, una “nueva fe”.
Me llamó la atención que algunxs —como yo misma— me refirieran sobre la “soledad” que sentían al tener algunas inquietudes que no eran satisfechas por el diálogo eclesial tradicional y, entonces, encontraban en este espacio un lugar en el que, además de “poner las ideas por escrito”, tal vez, las ponían en orden adentro de la propia cabeza.
¿Es que tal vez tener objeciones, inquietudes diferentes, dudas, desacuerdos era posible dentro de la iglesia? Sé que es una pregunta que sigue vigente, pero quisiera mantenerme en aquella época. Porque entiendo que aquí puede estar la punta del hilo desde la cual tirar para ir desentrañando el porqué se dio este fenómeno. En mi opinión, y de acuerdo a la información que fui recogiendo, hay dos factores que confluyeron: el descontento (pongamos este nombre genérico a una situación que siempre existió y siempre existirá en cualquier comunidad de fe, ya sea por cuestiones doctrinales, teológicas, de praxis u otras más graves: prácticas abusivas, manipulación) acompañado por el escaso espacio para manifestarlo y ser escuchado/a, y, por otro lado, la novedad tecnológica de poder hacerlo y lanzarlo a los cuatro vientos, como quien echa un mensaje en una botella en el medio del mar, esperando que alguien lo recoja y lo lea.
La mayoría de los y las entrevistados rondaban los 30 años, tenían educación teológica y estaban habituados a escribir. No es un dato concluyente, puesto que el corpus que estoy analizando es de los blogs que yo frecuentaba, y puede haber ahí un sesgo de análisis. Ahora hablamos de algoritmos que nos acercan a aquellos que están en una dinámica semejante a la nuestra en las redes sociales de moda. No lo percibimos, pero casi estamos inmunizados al pensamiento divergente al nuestro, sea cual sea, porque los algoritmos se encargan de crear nuestras “tribus”, esos espacios de confort en los que nos sentimos a gusto. No sé cómo funcionaban los algoritmos entonces, pero sí sé que rápidamente esas botellas lanzadas al mar desde la isla desierta empezaron a ser encontradas por otros náufragos, y así comenzó a tejerse una malla, una verdadera “red social” en el sentido sociológico del término. En la década del ’60 Stanley Milgram ideó un experimento al que llamó “Mundo pequeño”, para evaluar —por medio de un envío a través del “mano a mano” o a lo sumo del correo postal— cuál era la probabilidad de que dos personas desconocidas pudieran interconectarse y cuántos “nodos” harían falta para ello. Su descubrimiento (y de ahí el nombre) es que estamos mucho más interconectados de lo que sospechamos, en verdaderas “redes” sociales, y cualquier “nodo” de esa red puede ser alcanzado desde cualquier punto de manera más o menos veloz. El descubrimiento —o la intuición— era asombroso para el momento. Ahora mismo está más que probado que así es, en estas épocas de “redes sociales algorítmicas”. Pero cuento todo esto porque intuyo que hay algo de eso en aquella época de los blogs: personas muy lejanas espacialmente, sin vínculos de ningún tipo entre nosotros, en muy poco tiempo (de la velocidad ya había advertido Milgram), nos vimos inmersos en una red que —en principio— fue muy virtuosa.
Cuando les pedí a quienes accedieron a colaborar que describieran su propio blog, las respuestas fueron variadas:
“Un intento por ser transgresor”, “escritos cortos de teología”, “un espacio de reflexión de la fe”, “un espacio muy ecléctico, entre poesía, columnas y escritos teológicos”, “un cajón de sastre donde vertía mis pensamientos y pareceres”, “un espacio de búsqueda espiritual y teológica, donde pensaba de la fe que había recibido antes y la confrontaba, en paralelo de los nuevos desafíos que fueron apareciendo en mi vida eclesial”, “un blog de teología y eclesiología (y traducción)”, “un sitio donde solía escribir mis reflexiones sobre el ministerio, y cómo todos deberíamos llegar a amarnos y servirnos unos a otros”, “un lugar para descubrir lo que está y ha estado en mi cabeza”, “poético, irónico, sarcástico a veces. Pero a la vez, de algún modo ingenuo, algo infantil, esperanzado”, “caricaturas críticas sobre la iglesia y sus prácticas”.
En todas estas respuestas me llama la atención, sobre todo, la repetición de la palabra “espacio” (o sinónimos). En la siguiente nube de tags, realizada con las respuestas de los y las entrevistados puede observarse claramente:
Ahí hay una pista para seguir, creo yo: si había una búsqueda, era una búsqueda de espacio. Pero ¿había una búsqueda realmente? Y, en ese caso, ¿búsqueda de qué? Sobre doce entrevistados, diez contestaron que sí, en estos términos:
“La búsqueda por un concepto o idea de Jesús: una forma de hallar una teología que me consolara”. “Intentaba expresar mis cambios en cuento a mi fe y conectarme con otras/os cuya fe también había cambiado”. “Sí, encontrar al hijo e hija de Dios que sienten su fe como un desafío”. “Búsqueda por resignificar mi fe desde una perspectiva crítica”. “Estaba en búsqueda de un cristianismo menos religioso, más natural y cómo transitar a ello”. “Hermandad”. “Si, totalmente era una búsqueda, el blog tuvo un texto introductorio que se preguntaba qué es ser cristiano, si uno podía seguir a Jesús y llamarse de otra forma, porque el término cristiano no bastaba. En el fondo quería repensar mi fe, ver si encontraba una forma de seguir creyendo o de creer sin hacerme daño a mí y a los otros”.
Un análisis de lo anterior permitiría inferir que ese “espacio” —nuevo, virgen, amigable— era el sitio ideal para personas cristianas que estaban en alguna búsqueda relativa a su fe, a su caminar cristiano, a su praxis, a su eclesiología. Encontrar un espacio era una búsqueda en sí misma, y ahí estaba: abierto, para ser usado y disfrutado. Además, y más importante, es que como seres sociales que somos, gregarios y comunitarios, esa voz que buscaba abrirse paso en ese espacio deseaba encontrar —creo ver— el eco de otras voces con las cuales hacer comunidad o diferenciarse, o la emergencia de un otro/otra que como exterior constitutivo ayudara a formar la propia identidad contra los bordes y frente al espejo que esos otros/as devolvían.
Había algo que estaba en crisis —más fuerte, más débil, más consciente, menos consciente, más existencial o más espiritual, más concreta o más difusa— y esa crisis buscaba espacio, futuro, oportunidad, resolución. No me refiero al concepto de “crisis” como catástrofe, o como algo irreparable: solo como un quiebre, una bisagra, un momento de replanteo y de revisión interna de lo que fuera, y que, en este caso, se relacionaba con la fe, con la espiritualidad y con la eclesialidad como lugar para vivir o no esa fe y esa espiritualidad.
La frase “otra iglesia es posible” empezaba a circular por estos mundos etéreos e incluso yo misma —en funciones pastorales dentro de una iglesia institucional— comencé a preguntarme seriamente si había una sola forma de ser iglesia y si la pertenencia institucional era la única expresión.
Los temas más abordados en estos blogs eran, según la información que recogí: iglesia, religión y política, cristología, trinidad, liturgia, pastorado, vida espiritual, discipulado, misionología, subcultura cristiana, amor, servicio, entre otros. También recuerdo abordajes exegéticos y filológicos del texto bíblico, y temas teológicos en general. No en todos, pero en la mayoría, había un cariz crítico, de reflexión crítica (no de crítica estéril) sobre “tótems” doctrinales “intocables” y sobre ciertas prácticas eclesiales: abuso espiritual, literalismo y fundamentalismos bíblicos, lugar de la mujer en la iglesia, estructuras eclesiales opresoras, prohibiciones, moral cristiana, concepto de santidad, sexualidad, etc.
De lo anterior se desprenden dos corolarios importantes, que fueron señalados por los blogueros entrevistados: por un lado, la sensación que en su mayoría tenían de estar remando contracorriente, y las consecuentes críticas (veladas o explícitas) que empezaron a recibir, y, por otro lado, la necesidad creciente de tejer comunidad con aquellos y aquellas que compartían búsquedas, necesidades, intuiciones, frente a las reconvenciones de hermanos y/o iglesias respecto de sus escritos.
Yo no creo, y esta es mi exclusiva opinión personal, que en aquellos tiempos estuviéramos buscando salir de la iglesia institucional. Creo más bien que deseábamos ser escuchados en nuestras objeciones —a veces incluso en nuestros dolores eclesiales— y que sea cierto aquello de “semper reformanda” que habíamos aprendido. No siempre fue el caso. Y en este punto aquellos blogs tienen algo para decirnos a los cristianos de estos tiempos líquidos, en los que todo lo sólido se desvanece en el aire, todo sucede y pasa rápido, pareciera que nada se trata con profundidad en las nuevas (ya viejas) redes sociales, y las relaciones han perdido la espesura. Yo no creo que los problemas que abordábamos en los blogs se hayan solucionado ni disuelto. Creo que son problemáticas siempre presentes. Incluso diré más: estimo que hoy día existen otras inquietudes nuevas que también pueden estar movilizando las cabezas de los adultos jóvenes de ahora… ¿Y dónde encontrarán el espacio para expresarse? ¿Habrá espacio en la iglesia —cualquier forma de iglesia, la iglesia en sentido amplio— para esas voces disonantes? ¡Harán eco en nosotros y nosotras? ¿Está la iglesia más dispuesta que entonces a la improvisación sobre nuevas partituras, a un jazz de praxis y teología que abarque a los buscadores del presente? Ya sé que siempre existirá el recurso de los metaversos y los algoritmos y nuevas formas de comunicación irán surgiendo, sin embargo, déjenme lanzar una nueva botella al mar: ¿Qué pasaría si esa voz pudiera canalizarse en la iglesia? Quizás me equivoque, pero una de las razones de ser de los blogs de aquella época era la búsqueda de espacio, como expliqué más arriba, y eso quiere decir que el espacio, hasta esa irrupción, no se tenía.
Lo cierto es que, entonces, bastante rápido esa botella lanzada al mar fue recogida, y se formaron verdaderas comunidades de blogueros. Si me permiten, fue como aquellos que se encuentran de golpe en la calle cuando las puertas se han cerrado, en medio de una noche fría, y deciden abrazarse y juntarse hasta que la noche ceda y el sol abrigue un poco más el alma.
Había blogs “tranquilos”, apacibles, y había blogs definitivamente combativos. Alrededor de ellos, y en el espacio abierto de los comentarios, solían tener lugar jugosas conversaciones y también, hay que decirlo, abiertas contiendas. Al principio, según mi percepción que fue confirmada por algunos/as entrevistados, esta interacción era muy divertida: algunos y algunas eran capaces de la osadía que otros/as no teníamos o no podíamos tener, dada nuestra filiación eclesial o nuestras responsabilidades, y tenían también la definitiva capacidad oratoria para argumentar sólidamente, y a veces mordazmente. Creo que muy pronto se fue de las manos, y lo que había comenzado como una búsqueda de comunidad, de mutuo respeto y compromiso, empezó a tornarse beligerante, descalificador e, incluso, tan intolerante como esa intolerancia de la que pretendíamos huir. Lo que había empezado como disputas dialécticas, un “agón” en la esfera de los argumentos donde cada cual exhibía su capacidad de concatenar razonamientos sólidamente, dio paso a simples descalificaciones. Habíamos buscado un espacio para hablar y ser escuchados, para compartir, respetar y ser respetados, y ahora nos volvíamos proclives a desautorizar a quien no pensara como nosotros o a ser nosotros mismos objeto de esa descalificación. No todos participaban/abamos de estas discusiones: no voy a generalizar. También he de decir que solo una minoría intensa se dejaba seducir por el irrespeto, sin embargo, casi todos coinciden en señalar estas prácticas como el principio del fin de la comunidad bloguera que se había formado. El intento de realizar un blog multiautor (“Teología sin nombre”) terminó de desarticular algo que fue muy bueno y podría haber dado muy buenos frutos.
Ahora vamos a ponerle nombre a esos blogs de los que he estado hablando: David Sandoval Martínez, y su blog “Pequeños Cristos de la cueva”, Luis Marcos Tapia y sus “Reflexiones en el camino”, Gabriela Ibarra y su “Monja guerrillera”, David Montealegre y su “Crítica con sentido”, Nicolás Panotto y su “Nomadismo contingente”, Gusmar Sosa y su “La vida no es corta”, Anyul Rivas y su “Anyulled’s”, Carolina García y su “Espejos mar adentro”, Alfonso Novell y su “Católico de rito cristiano”, Abel García y su “Teonomía”, Miguel Quintero y “La guarida del perrro”, Alex Rodriguez y su “Metanoia: spa mental”, Pablo Alaguibe y su “Debajo del ciruelo”, Milena Forero y su “Panderetólogo anónimo”, Fausto Liriano y su “Veldugo”, Cristián Ahumada y su “Sensus Fidelium”, y otros: “Santa suburbia”, “Reverendo Trinquete”, “El samurai”. De aquella época recuerdo también haber interactuado con Tiago Felipe Vera, Nicolás Farina, Josep Baldomá Molins, David Ricardo, Mar Warby, Natanael Disla, Gabriel Ñanco, Juan Manuel Gómez Salazar, Felipe Fanuel, entre otros. Hago esta lista sabiendo que —en ese rizoma que son y fueron las redes— incluso los aquí mencionados podrán aportar otros nombres que para ellos y ellas serían más relevantes. Toda lista es arbitraria e injusta, y la mía también lo es. Tomémosla solo como ejemplos.
Para finalizar este escrito que ya se ha hecho demasiado largo, quisiera recuperar el valor de aquel momento, sin nostalgia y sin reproches, porque fue un tiempo que evidentemente necesitábamos, ya sea para deconstruir nuestro creer, para reconfigurar nuestras ideas sobre Dios, ya sea para pararnos frente a cualquiera haya sido la encrucijada de caminos que teníamos delante a fin de elegir sin dejarnos atropellar por la inercia. A algunos y algunas nos llamaron “herejes”, y tenían razón. Estábamos viendo qué y cómo elegir.
Tengo la sensación, y algunos y algunas de quienes participaron de mis indagaciones lo confirman, de que aquel fue un tiempo y un espacio de esclarecimiento en el que pudimos perder el miedo a decir, el temor a la heterodoxia, la angustia por no encajar, la ansiedad por sentir diferente. Fue un tiempo y un espacio, también, de mucha creatividad y, no creo equivocarme, de despertar de vocaciones, nuevos rumbos y recién estrenadas identidades de fe.
Pregunté si escribir o leer blogs había cambiado la forma de ser cristianos y la mayoría me contestó que no. Tal vez, solo tal vez, escribíamos y leíamos blogs porque ya habíamos cambiado nuestra forma de ser cristianos. Como sea, para mí la experiencia fue notable, y merecía ser recordada y reivindicada como valiosa.
¿Y por qué ese boom se diluyó en el aire? Creo que las respuestas hay que buscarlas en las diferentes opciones que fueron apareciendo y que hicieron que migráramos casi todos a Facebook y Twitter. Las dinámicas que imponían estas nuevas redes impedían explayarse sobre un tema y volvían más evanescente cualquier intento de formar comunidad, aun cuando se llamaran, paradójicamente, “redes sociales”.
Es claro que este no es un análisis sociológico sobre el fenómeno, sino solo una aproximación, más homenaje que investigación, a un tiempo que merece rescatarse y que, a la distancia, agradezco haber vivido.
Termino con una perla, una que encontré muy al principio de mis incursiones blogueras, cuando, de casualidad, di por primera vez con el blog de Pablo Alaguibe, “Debajo del ciruelo”. Su posteo de ese día era un flyer (solo un flyer) que nunca olvidé y decía lo siguiente (y con esto cierro este artículo):
El Evangelio es que te quieran