Si tuviéramos que caracterizar el escenario eclesial evangélico español, podría decirse que una de esas características es una alergia congénita a la institucionalización de las iglesias. Quizás sea una actitud reactiva frente a la hiperinstitucionalización de la iglesia católica, que ha sido predominante en este espacio geográfico y sociocultural, sin embargo, también se debe a otras causas que pueden explicarse en términos sociológicos.
Como pastor y como profesor de teología me pregunto en qué medida las iglesias evangélicas pueden desarrollar proyectos eclesiales mínimamente coherentes, manteniéndose tozudamente contra toda forma fuerte de institucionalización eclesial. El mundo evangélico español es una miríada atomizada de pequeñas comunidades, que a duras penas sobreviven frente a la marea arrolladora de un pluralismo secularizador, que es predominante en la sociedad europea.
Por ello, se impone una tarea reflexiva acerca del papel de los procesos sociales en los que las iglesias evangélicas están inmersas y a los que deberían ofrecer alguna respuesta. Esta respuesta forma parte de la comprensión del papel de la encarnación en la tarea evangelizadora. Se trata de la encarnación social del evangelio. El evangelio de Jesucristo siempre ha tenido una dimensión social y cultural allí donde ha sido transmitido y donde ha sido encarnado en la vida de los cristianos.
Cuando hablamos de la encarnación social del evangelio no nos estamos refiriendo a la transmisión o vivencia del mismo a partir de “cuestiones o preocupaciones sociales”. No es un “evangelio social” en el que estamos pensando, por legítimo que éste pueda ser. Por el contrario, estamos pensando que la evangelización no debería hacerse al margen de una reflexión consciente sobre los procesos sociales en los que las comunidades creyentes están inmersas.
Como ya defendiera George Lindbeck, es necesaria una hermenéutica de la encarnación social, que absorba los cambios culturales, sociales e históricos a través del mundo de la Biblia y no al contrario, que sean dichos cambios los que marquen los patrones de lectura desde los que leemos las Escrituras[1].
Las iglesias evangélicas españolas son deudoras de la recepción acrítica de una adaptabilidad a los cambios sociales derivados del pluralismo secularizador. La categoría principal que define las sociedades europeas es el pluralismo, sin embargo, este pluralismo no es un pluralismo religioso en el que las distintas religiones conviven entre sí en igualdad de condiciones junto al discurso secular. Por el contrario, el espacio público se configura secularmente, en el que las distintas tradiciones religiosas se configuran y se transforman según los patrones seculares. De esta manera, la religión se privatiza, se individualiza y se vuelve subjetiva, perdiendo con ello su dimensión pública.
De esta manera, las iglesias se desobjetivan, es decir, pierden su carácter de institución para convertirse en asociaciones voluntarias. La débil articulación del protestantismo español no es otra que la denominacional. Cada denominación aglutina a un conjunto de pequeñas iglesias locales configuradas como asociaciones voluntarias. Dicho de otra manera, aunque muchos creyentes han nacido en estas iglesias, otros muchos han elegido su pertenencia a las mismas. Tanto unos como otros han elegido o deben seguir eligiendo su pertenencia eclesial en un mar de otras posibles elecciones. Este es el resultado del pluralismo en el que vivimos. La iglesia no es un “mundo dado por sentado” en el que nacemos, sino que se ha convertido en una pertenencia elegida. Es lo que Peter Berger denominó el “principio de voluntarización”[2].
En este contexto sociocultural, como puede muy bien comprenderse la viabilidad de las iglesias evangélicas, que no superan el centenar de miembros en la mayoría de los casos, se reduce al compromiso, por no decir al sacrificio heroico, de unos pocos miembros. Esta situación se agrava cuando debido a la falta de una institucionalización fuerte, los conflictos internos en estas pequeñas comunidades se resuelven por la división de las mismas. Lo que contribuye a un debilitamiento mayor de las mismas.
En este ámbito eclesial y social, la evangelización se reduce a una encarnación del evangelio que no sobrepasa el horizonte de lo subjetivo, de lo personal, o como mucho, de lo familiar. Sin embargo, las iglesias se muestran incapaces de crear cultura o de participar de la vida pública. Aquí es donde la reflexividad teológica debe estimular a las iglesias a hacer un alto en el camino y repensar sus modos de encarnación social.
Los evangélicos debemos entender que los procesos de institucionalización de la experiencia de la fe son inevitables y necesarios. Cuando hablamos de institucionalización nos referimos a que las iglesias se comporten como organismos capaces de configurar el pensamiento y el comportamiento de los creyentes sobre la base de una definición de la realidad. En el caso de las iglesias cristianas esta definición de la realidad emerge de la lectura canónica, narrativa y eclesial de las Escrituras. La Iglesia es un cuerpo, no una suma de individuos creyentes, que debe practicar una hermenéutica de encarnación social.
Es muy ilustrativo el proceso de institucionalización que configuró la Iglesia de los primeros siglos. Los primeros cristianos dispusieron de distintas formas institucionalizadas de comunidad en la sociedad grecorromana de los primeros siglos de su historia. Por un lado, existían formas de asociaciones a las que se pertenecía por elección voluntaria. Como asociaciones profesionales, cúlticas, funerarias, filosóficas, de inmigrantes, de libertos, etc…[3]. Por otro lado, las formas institucionalizadas de socialización tradicionales de la sociedad grecorromana eran la ciudad (polis) y la casa (oikos). Las iglesias cristianas tomaron el modelo institucional de la casa, que constituía la estructura social básica y que se diferenciaba de aquellas asociaciones voluntarias[4]. Es cierto que la adhesión voluntaria a la iglesia-casa cristiana no estaba ausente del todo, pero los cristianos no siguieron un modelo de asociación voluntaria sin más, sino que tomaron el modelo de casa como estructura social básica sobre el que desarrollar la vida comunitaria[5]. En definitiva, los primeros cristianos entendieron la necesidad de seguir un proceso de institucionalización que estaba configurado por la estructura social primordial de su sociedad y no tomaron el modelo puramente voluntarista del asociacionismo presente en su sociedad.
Estos dos modelos, el asociacionismo voluntario y la estructura sociofamiliar representan dos maneras distintas de socialización y de institucionalización. Podríamos hablar de una institucionalización débil, en el primer caso, y de una institucionalización fuerte, en el segundo caso. La diferencia principal es que las asociaciones están marcadas por una relación subjetiva entre sus miembros, mientras que la estructura social de la casa doméstica era capaz de configurar patrones de pensamiento y comportamiento de manera más sólida y duradera.
Las iglesias evangélicas españolas aportan una vivencia de la fe y un compañerismo cálido, vital y constructor de las subjetividades individuales relevante y necesario, pero se muestran institucionalmente débiles, ya que no pueden rebasar el voluntarismo y el subjetivismo del modelo asociacionista. Esto hace que sean incapaces de tener una presencia pública real en la sociedad española y que ello dificulte la encarnación del evangelio de Jesucristo como testimonio público.
Por tanto, pensamos que es necesaria una reflexividad conjunta sobre los modelos de institucionalización que deben seguir y practicar las iglesias, que les permitan una encarnación del evangelio no sólo como una experiencia privada, sino como una realidad que sea capaz de transformar o de influir en las estructuras sociales y culturales de una sociedad.
Debemos decir que el propósito de este artículo no es proponer el modelo de casa/familia como modelo de institucionalización actual, ya que el modelo familiar occidental no es comparable con el modelo de casa/familia del mundo grecorromano del s. I. El primero, pertenece en exclusividad al ámbito privado, con sus relaciones personales y subjetivas, mientras que el segundo pertenecía a una estructura social básica que constituía la vida pública de la sociedad de su tiempo. Es decir, que el modelo de institucionalización en el que pensamos debe ser puente entre lo público y lo privado, entre la fortaleza institucional y la vivencia comunitaria.
El subjetivismo de las iglesias evangélicas como asociaciones voluntarias les priva de una evangelización verdaderamente encarnada en la cultura y la sociedad en la que vivimos. Pensamos que es tiempo de modificar y cuestionar un modelo de socialización eclesial que únicamente nos aboca a comprender el evangelio como una parte de nuestra vida, pero no como la completa y total redención del cosmos social y físico. La esperanza cristiana no es sólo la salvación de alma, sino la realidad de nuevos cielos y de nueva tierra bajo el reinado de Dios.
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[1] George A. Lindbeck, “Atonement & the Hermeneutics of Intratextual Social Embodiment”. En The Nature of Confession: Evangelicals and Posliberals in Conversation, editado por T. R. Timothy & D. L. Okholm. (Downers Grove: InterVarsity Press, 1996): 239
[2] Peter L. Berger, “Pluralism, Protestantization and the Voluntary Principle”. En Democracy and the New Religious Pluralism, editado por Thomas Banchoff. (New York: Oxford University Press, 2007): 25
[3] Ester Miquel, “El contexto histórico y cultural”. En Así Empezó el Cristianismo, editado por Rafael Aguirre (Estella: Editorial Verbo Divino, 2010): 74; 89
[4] Rafael Aguirre, “La casa como estructura base del cristianismo primitivo: las iglesias domésticas”. En Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana. Ensayo de exégesis sociológica del cristianismo primitivo. (Estella: Editorial Verbo Divino, 1998): 105-106
[5] Aguirre, La casa como estructura…, 107