Posted On 07/01/2013 By In Opinión With 1184 Views

Miserias y esplendores de la democracia española o historia de una decepción

Pues aunque haya algunos que se llamen dioses, sea en el cielo, o en la tierra (como hay muchos dioses y muchos señores), para nosotros, sin embargo, sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y nosotros somos para él; y un Señor Jesucristo, por medio del cual son todas las cosas, y nosotros por medio de él. (1 Corintios 8, 5-6. RVR60)

Del gr. demos, “pueblo”, y kratos, “poder”. Predominio del pueblo en el gobierno político de un Estado. Así recordamos que se definía la democracia allá por los días de la transición en las aulas de colegios e institutos españoles, aquella década extraordinaria que fueron los años 70, época de cambios, de ilusiones, y también —¡cómo no!— de amarguras, de rencores y decepciones. Período que fue de una gran crisis económica, muy similar a la actual, que afectó a muchas familias, pero en el que hubo otras que prosperaron gracias a los nuevos aires. Tras casi ya cuarenta años, resulta descorazonador el escuchar a tantos ciudadanos actuales que vivieron aquel tiempo con grandes expectativas, pero que hoy, en la madurez, se sienten literalmente engañados, y casi diríamos resentidos, ante los resultados: corrupción política descarada con derroches injustificados e insultantes para los trabajadores, autoritarismo intransigente mal disimulado, persecuciones ideológicas más o menos larvadas, figuras gubernamentales que recuerdan demasiado la dictadura o que son en algunos casos sus hijos directos (¡muy directos!, nos atreveríamos a decir), et ainsi de suite.

Pero no es nuestra intención emplear esta página para reflexionar sobre cuestiones políticas. O por lo menos, no de esta clase de política. Lo que pretendemos es, sencillamente, dar voz (o tecla, mejor dicho) a la profunda decepción que ha supuesto nuestra democracia española para el pueblo evangélico después de tantos años vividos por nuestros mayores en una espera permanente, y no siempre fácil, de cambio.

Por desgracia, esta democracia no ha sabido, o tal vez no ha podido —o simplemente, no ha querido, al decir de algunos bien informados— emprender una política religiosa equitativa y coherente. Y es que resulta difícil de explicar que un estado que se autoproclama laico en su constitución siga manteniendo económicamente a una institución como la Iglesia católica romana, aunque intente explicar la coyuntura con mil y una triquiñuelas paralegales que no convencen a nadie y constituyen una flagrante anomalía en un país europeo occidental; tal situación aún se comprende menos cuando gobiernan la nación partidos de ideología supuestamente izquierdista y obrera, vale decir, de inspiración contraria a los postulados tradicionales de la derecha (ultra)católica. Sea como fuere, el caso es que gobierne la derecha, la se dicente izquierda, o el centro (si es que ha existido alguna vez), el Estado español no ha suprimido las aportaciones económicas a la Iglesia católica romana. Más aún, ha subvencionado y protegido instituciones educativas de esta denominación o de alguna de sus así estimadas —incluso por católicos practicantes y comprometidos— sectas (Opus Dei o los tristemente célebres Legionarios de Cristo), ha facilitado y en buena parte sufragado viajes pontificios, y no ha dejado de manifestar la ostentosa catolicidad de la Jefatura del Estado y de otras instancias gubernamentales en los medios de comunicación públicos. Como contrapartida, muchos pastores evangélicos jubilados, excluidos por la dictadura del sistema de pensiones de la Seguridad Social, solo acudiendo a altas instancias judiciales europeas han podido ser escuchados. Y aunque es cierto que se emite un programa televisivo evangélico, o que hay algún que otro colegio o institución educativa evangélica subvencionada, también lo es que la asignatura de religión católica es de oferta obligatoria en todos los centros educativos del Estado, y las otras, incluida la religión protestante, únicamente pueden ser ofertadas si hay cierta demanda. Eso por no hablar de la discriminación real que siguen sufriendo en ciertos sectores de nuestro país los creyentes evangélicos, o de las disposiciones legales tomadas en algunas comunidades autónomas que dificultan la constitución de nuevas capillas protestantes, y que jamás se aplicarían a la erección de un templo católico e incluso de una mezquita musulmana (dicen las malas lenguas que en este último caso por temor a posibles atentados terroristas islámicos).

Los últimos golpes de esta democracia vienen ahora incluso en lo referente a asuntos que algunos tildarían de sociales, pero que honestamente creemos que son profundamente morales: recortes injustificados y vejatorios de salarios de los trabajadores (donde más habría que recortar no se toca ni un céntimo); exclusión de inmigrantes ilegales —personas humanas, simple y llanamente, aunque indocumentadas conforme a las leyes vigentes en el territorio nacional— de los servicios sanitarios; y la última de todas de la que tenemos noticia: propuesta de que constituya casi un delito de Estado el prestar ayuda a un inmigrante ilegal, volvemos a insistir, a un ser humano necesitado, que no cumpla las condiciones requeridas de estancia en suelo español. Eso por no mencionar sino de pasada, como el que no quiere la cosa, aquellas amenazas que en su día recibimos pastores, y hasta sacerdotes, rabinos e imanes (en este caso no se discriminó a nadie), por parte de la entonces omnisapiente presidencia del gobierno, en relación con la predicación sobre los homosexuales y su recién legalizado matrimonio, bravata absurda que no se cumplió y alguno lamentó. Fuimos bastantes los que estábamos deseando que apareciera por nuestras congregaciones un agente de policía mejor o peor camuflado o un comisario político al más puro estilo stalinista, no para hacerle oír un sermón condenando a los homosexuales —no se instituyó el púlpito cristiano para condenar a nadie, dicho sea de paso—, sino un llamado muy directo a recibir al Señor Jesucristo como Salvador personal; no sucedió.

Por no alargarnos, entendemos que para muchos creyentes miembros de nuestras iglesias protestantes y evangélicas de España la democracia (esta que tenemos aquí) se haya convertido en una crasa decepción, casi en una burla cruel de la historia. No nos resulta difícil comprenderlo. Lo que nos preocupa —no, mejor dicho, nos aterra— es la constatación que hemos hecho de forma personal en diversos lugares de nuestra geografía nacional de cómo gente joven creyente, educada en nuestras parroquias y congregaciones, ante las flagrantes injusticias del sistema político y la inhumanidad de sus instancias, toman posturas radicales harto peligrosas, decantándose hacia ideologías dictatoriales que no han conocido, que no han vivido personalmente, pero que tienden a idealizar gracias a una propaganda insidiosa que pulula por el ciberespacio y otros medios.

La Iglesia de Cristo no puede permanecer impasible ante las realidades de una democracia que no lo es —democracias tuteladas es el nombre con el que se suele designar esta clase de gobiernos que, llamándose democráticos, mantienen y sostienen instituciones y personas beneficiarias de una dictadura anterior—, o ante injusticias que pueden ser claramente catalogadas como delitos de lesa humanidad. Dios ha dado a su pueblo, jóvenes y adultos, una voz profética que debe alzar para denunciar sin recato alguno todo aquello que es contrario a la dignificación de los seres humanos, es decir, al mensaje del Evangelio. El pueblo evangélico español no está llamado a vivir arrullado por cantos de sirena o abotargado por una sociedad decadente y corrupta que camina hacia su propia autodestrucción, en la cómoda idea de que “antes era peor” o incluso dando su apoyo a partidos o ideologías políticas de dudosa legitimidad moral, sino a hablar claro, contra viento y marea, a tiempo y fuera de tiempo, sin olvidar que por encima de todo somos discípulos de Jesucristo, cuyos principios de vida están muy por encima de todo cuanto puedan legislar los gobiernos humanos, ya sean democráticos o no. La coyuntura por la que estamos atravesando en estos momentos, entendemos, supone un desafío, todo un reto para los creyentes, que es actuar movidos por la convicción de ser heraldos de esa Buena Nueva proclamada por Jesús. El ministerio de consolación, de transmisión de esperanza que se nos ha confiado, es algo que solo a nosotros compete llevar a término.

Y es que aunque en este mundo, y en nuestro país, haya muchos que se endiosen o se crean señores de todo y actúen en consecuencia, para nosotros solo hay un Dios, el Padre y Creador de cuanto existe, y un único Señor, que es Cristo.

Juan María Tellería

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