A 25 años de los acuerdos de paz en Esquipulas, Guatemala
y 20 años de los acuerdos de paz en Chapultepec, México
Era marzo de 1980, a solo unos pocos días del asesinato de Monseñor Oscar Romero, Arzobispo de San Salvador, El Salvador. Muchos eventos se estaban llevando a cabo en el Seminario Bíblico Latinoamericano en San José, Costa Rica, que incluían una celebración de la vida y el martirio de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, asesinado en la capilla del Hospital La Providencia. Fuimos golpeados por las noticias, pero no sorprendidos totalmente, porque unos pocos meses antes, Monseñor Romero mismo compartió con nosotros las amenazas recibidas a través de llamadas anónimas y rumores que circulaban alrededor de su diócesis. El parecía calmado y relajado, pero muy preocupado sobre las consecuencias e implicaciones de su asesinato para la gente y para la iglesia: «Demasiada gente inocente va a sufrir», fue su declaración. Inmediatamente después de su muerte, un espiral de violencia irrumpió en San Salvador. Como cuestión de hecho, durante el funeral el ejército atacó al pueblo aglomerado frente a la catedral, causando muchas muertes y heridas a una apretada multitud que incluía a dignatarios religiosos de la Iglesia Católica y varios líderes ecuménicos.
Esa misma semana, el Consejo Latinoamericano de Iglesias me llamó y pidió que organizara una visita pastoral a las iglesias de El Salvador a nombre de ese Consejo y el Consejo Mundial de Iglesias.
Cuando llegamos a San Salvador, la tensión todavía se sentía en las calles. Las tanquetas y la vigilancia eran signos claros de un estado de sitio impuesto en todo el país. Sólo un puñado de diplomáticos vino en el avión desde San José, siendo el nuncio apostólico de Costa Rica y El Salvador, Monseñor Lajos Kada uno de ellos. Nos habíamos conocido en encuentros ecuménicos en Costa Rica y fue muy útil y solidario, ofreciéndonos protección durante las primeras horas después de nuestra llegada a la ciudad.
El segundo día en San Salvador, una serie de conversaciones fueron programadas de manera que nosotros pudiéramos recoger información de primera mano sobre la situación. Uno podía escuchar explosiones y detonaciones, especialmente en la noche, viniendo de diferentes puntos de la ciudad. Muchos líderes eclesiásticos estaban preocupados por el número creciente de personas torturadas, la desaparición de muchos jóvenes y los asesinatos perpetrados por los escuadrones de la muerte.
El primer domingo después de mi llegada, la Primera Iglesia Bautista de Santa Ana (la segunda ciudad de El Salvador, a cerca de 27 millas de San Salvador) me invitó a predicar durante el servicio de la noche. Había como 120 personas allí. La ciudad era el escenario de varias confrontaciones entre el Ejército Salvadoreño y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). El pastor Manuel Figueroa dirigió las devociones y me cedió el púlpito.
Durante los próximos 45 minutos nosotros experimentamos la situación más horripilante de toda nuestra vida: un fuego cruzado en las calles. Bombas explotaron, armas fueron disparadas y una artillería pesada trastrocó el mundo alrededor de nosotros. La congregación se refugió bajo las bancas, incluyéndome a mí, pues detuve la predicación y me uní a ellos.
Entonces, alguien comenzó a cantar: «Paz, paz cuando dulce paz, es aquella que el Padre me da. Yo le ruego que inunde por siempre mi ser, con sus ondas de amor celestial…» Una profunda sensación de verdadera paz nos rodeó. Oramos y comenzamos organizar la evacuación de la iglesia. Ya estaba implantado el toque de queda. Había que salir con pañuelos blancos en las manos y con mucha cautela. Uno por uno las hermanas y hermanos regresaron a sus casas. Cerca de las 8 P.M. el tiroteo cesó.
Yo pensé que nada más aterrador -o peligroso- me podría posiblemente ocurrir el resto de mi ministerio. Pero, como la violencia en nuestro mundo ha crecido e invadido esas áreas de nuestra vida que creíamos seguras y aún sagradas, hemos aprendiendo que la violencia acompaña a la mayoría de las sociedades alrededor del mundo.
El 14 de agosto de 1993 se me invitó a predicar en la Iglesia Evangélica (Discípulos de Cristo), una congregación hispana en el sur del Bronx, Nueva York. Cuando Ferdinand García y yo íbamos saliendo de su camioneta una riña callejera entre pandillas hispanas a puñetazos y finalmente a tiros, irrumpió cerca de la iglesia. Corrimos hacia ella para tratar de encontrar protección. En cuestión de segundos un tiroteo comenzó, en lo que parecía un fuego cruzado entre las pandillas. Nos agachamos acercándonos a la iglesia y descubrimos inmediatamente que Ferdinand había sido herido en el talón derecho. Yo sentí algo tibio y pegajoso en mi pierna derecha y me di cuenta que había sido herido en la rodilla derecha y el muslo izquierdo. Nuestras hermanas y hermanos en la Iglesia Evangélica nos atendieron y fuimos llevados al Hospital Lincoln. La congregación se reunió y oró, aquella noche.
Estos dos eventos tuvieron lugar en distintos momentos, y bajo distintas circunstancias, pero tienen muchos elementos en común. Son producto de una anti-cultura de violencia que ha convertido a nuestro mundo en un lugar muy inseguro. Muchos están sufriendo, no sólo la violencia física, sino la violencia manifestada en la pobreza y la marginación por la falta de sustentos básicos como: habitación, empleo, instalaciones de salud, buena educación, y otras necesidades. Las pandillas en las calles de las grandes ciudades en los Estados Unidos, como Nueva York, Los Ángeles y Miami están buscando alternativas a una autodestrucción que no conduce a ninguna parte. Esta crisis urbana es un desafío a las iglesias para que desarrollen un programa intenso que responda con valor y convicción a las implicaciones espirituales y morales del proceso deshumanizador presente en nuestras ciudades.
En mayo de 1986 tuvo lugar una cumbre de presidentes centroamericanos en Esquilas, Guatemala. Allí se firmó y emitió lo que conocemos como “Esquipulas I”, un documento en que se comprometían a profundizar y llevar a efecto un proceso de paz para la región centroamericana. El 7 de agosto de 1987 se firmó “Esquipulas II” ya con el firme propósito de propiciar un proceso de paz. Este 16 de enero se cumplieron 20 años de los acuerdos de paz de Chapultepec, México entre el FMLN y el gobierno de El Salvador.
En el Salvador el proceso de paz, con los tropiezas de una violencia interminable, está desafiando más que nunca a esa sociedad por la violencia descontrolada y brutal entre pandillas y por una oleada incontenible de criminalidad. Además, todavía hay que seguir reconstruyendo el país y establecer una verdadera paz con justicia. Es el mismo desafío en nuestras comunidades norteamericanas, con esta ola de violencia también descontrolada y enfermiza en tantas ciudades. Somos tentados a refugiarnos en nuestra riqueza, nuestro status, aún en nuestras iglesias. Pero nuestra situación-nuestra fe-exige más. Nuestros esfuerzos hacia la reconstrucción deben comenzar con el trabajo hacia la paz con justicia.
Las iglesias tienen una gran oportunidad de ser agentes de reconciliación en nuestras sociedades violentadas. Esto incluye la violencia doméstica, la callejera y la violencia global. Al igual que nuestro mundo contemporáneo vive en una creciente espiral de violencia, así también las iglesias necesitan asumir una postura profética y pastoral. Ambas son de una tremenda importancia en tiempos de crisis.
Algunas de nuestras concepciones individualistas y privadas de experimentar la fe necesitan alguna reformulación teológica. Debemos promover una verdadera solidaridad cristiana, que es lo que el Nuevo Testamento llama: koinonía, comunión. Probablemente este mensaje no fue tan claro para mi hasta que apareció en un contexto en que yo mismo creí que había alguna inmunidad contra la violencia.
Yo comencé a trabajar como profesor visitante en el Seminario Teológico Cristiano de Indianápolis, Indiana, en ese mismo agosto de 1993. Al inicio del semestre de otoño esa comunidad enfrentó una crisis que ninguno de sus miembros hubiera previsto. Uno de los seminaristas, un joven brillante, candidato a la ordenación en la Iglesia Metodista Unida, fue baleado un domingo en la mañana mientras predicaba desde el púlpito de una pequeña iglesia rural de la Iglesia Metodista Unida en la cual el servía. Una mujer, identificada como su ex-novia, fue arrestada y una congregación de aturdidos adoradores empezó a plantarse preguntas muy difíciles. Este seminario, esta pequeña congregación, perdieron la ilusión de que «espacio sagrado» significa «espacio seguro». El Evangelio mismo es nuestra única defensa contra la violencia, y debe ser llevado a esos lugares donde la violencia se difunde, incluyendo la propia iglesia.
Hay una dimensión ética del Evangelio que nos llama a afirmar el valor de la vida humana. La dignidad de la vida humana, manifestada en los rostros de esas personas que son víctimas y sobrevivientes de la violencia, desafía nuestra imaginación para crear nuevos modelos pastorales en las ciudades. Yo creo que las iglesias en estas sociedades globalizadas, tienen el potencial y una gran oportunidad para hacerlo. Y todas las iglesias deben aceptar la realidad de que la violencia, que no conoce fronteras, eventualmente entrará aún en nuestros santuarios cuando el mundo pierde la real dimensión de la dignidad de la vida humana. Iglesias más privilegiadas -posiblemente pueden ofrecer sus recursos como un servicio a y en solidaridad con estas congregaciones pobres y vulnerables alrededor del mundo. Muchas ya lo hacen; otras se deben activar.
Nuestras congregaciones pueden organizarse en consorcios contra la violencia, afirmándose en la experiencia y fidelidad de iglesias pobres y el financiamiento y la fidelidad de iglesias ricas. Podemos unirnos para mantenernos en solidaridad contra esta violencia, proclamando el evangelio de paz en un mundo de dolor.
Necesitamos, también, redimensionar nuestro concepto de misión para ampliar la visión que permita una respuesta más inclusiva y atenta a la anti-cultura de la violencia. Todos y todas somos responsables. Aunque a nuestras iglesias nunca se les garantice inmunidad contra la violencia, ellas son llamadas por el Evangelio a ser «refugios de esperanza» no «refugios de frustración y desesperación».
El profeta Isaías tuvo esta visión de esperanza que probablemente nos pueda ayudar en ese peregrinaje hacia la paz con justicia:
Reedificaran las ruinas antiguas, y levantarán los asolamientos primeros, y
restaurarán las ciudades arruinadas. (Isaías 61:4).
¡Qué haya paz en nuestras ciudades y permitamos que las iglesias respondan con un profundo compromiso al llamado de convertirse en agentes de reconciliación y auténticas hacedoras de paz! Que nos ayude Dios a construir caminos de paz y seguridad para nuestra gente debe ser la oración incesante de las iglesias. Interceder es ya un signo positivo hacia un compromiso ineludible con la paz.
Carmelo Álvarez
Chicago, IL
18 de enero de 1968