Los fantasmas asustan. Vienen de otro mundo, de una realidad paralela desconocida, pero habitan entre nosotros y nosotras por diversas razones. Los mitos los describen de diversas maneras. Algunos tienen la total intención de asustar. Otros simplemente deambulan como almas perdidas en la nada, causando misterio y especulación. En cuanto a esto último, sin duda estos espectros levantan innumerables preguntas. ¿Quiénes son? ¿De dónde vienen? ¿Qué les sucedió? ¿Por qué actúan así? ¿Hacia dónde van? Preguntas que muchas veces quedan allí: en la sola interrogación. ¿Será que precisamente ese es el objetivo de estas incógnitas? ¿Dejarnos en esa duda sobre lo que hay más allá? El problema es el siguiente: los fantasmas asustan, dan miedo. Por ello, mejor quedarse allí y dejar que los ellos sigan su curso. A ver si…
Pero debo decir que este no es el sentido que me interesa indagar, aunque sin duda hay mucho de ello en nuestro imaginario al evocar tal palabra. El psicoanálisis (y de antemano pido disculpas a los/las psicólogos/as que lean esto por semejante intromisión, seguramente llena de errores) afirma que lo fantasmático es aquella realidad simbólica que atraviesa nuestra subjetividad, y que en el plano de lo imaginario crea un lugar donde habitar pero que a su vez nos aleja de lo que está “más allá”: lo Real. Ese “más allá” por supuesto que es inalcanzable, aunque representa aquella instancia que también nos atraviesa, y que abre (o podría abrir) nuestra existencia a una inmensidad de posibilidades de ser. Precisamente ese misterio que lo constituye, ese desplazamiento constante que lo mantiene lejos, hace de lo Real un universo que nos moviliza a la búsqueda constante.
En otros términos, ese Real se mantiene siempre inaccesible, lo que no significa que esté separado de nuestra vida cotidiana, de nuestra realidad concreta (lo simbólico) Más bien, la presencia de ese Real se imprime como una brecha que abre nuestras vivencias, opciones y lugares. Pero es allí donde aparece lo fantasmático: como ese objeto, idea, pensamiento, lugar, que entendemos como aquel espacio inamovible de donde no debemos salir, o como proyección de lo que creemos que los demás piensan/quieren de nosotros/as. Ese fantasma no es más que un lugar imaginario; o sea, existe, pero de forma espectral. Cuando nos dejamos invadir por su presencia, no damos lugar a lo Real, o sea, a que la existencia, en su plena posibilidad de ser, nos inunde, no para aplastarnos en su incomprensión, sino para “quebrar” esos lugares que pensamos absolutos, y de esa manera crear grietas, puertas, pasadizos y nuevos caminos por donde andar.
Más allá de que estamos hablando de dos campos sumamente distintos –el del mito y el del psicoanálisis- creo que esta descripción de lo fantasmático, al menos desde nuestras vivencias cotidianas, no distan de tener muchas diferencias, o al menos se complementan de distintas maneras. Muchas veces nos creamos fantasmas sobre lo que somos, sobre lo que creemos que los demás piensan o quieren de nosotros/as, sobre lo que es el mundo, sus posibilidades y limitaciones. Esos fantasmas, sin duda, son reales. Pero lo falso reside en el estatus que les otorgamos: allí están, viniendo de un mundo que desconocemos, diciéndonos que pueden suceder cosas terribles si nos atrevemos a ir más allá del “límite” donde se ubican. Los fantasmas asustan, por ende mejor no alterarlos, a ver si algo peor nos acontece al disputarlos. Al no cuestionar esos fantasmas, tampoco cuestionamos los lugares donde nos tienen apresados.
En algunos grupos con un imaginario mítico muy fuerte, los fantasmas aparecen como emisarios que explican lo que la comunidad desconoce. Surgen a la vera de caminos profundos o en la entrada de bosques inexplorados, que en su misterio y desconocimiento provocan temor. Allí emergen estos espectros, personajes míticos o personas cercanas que perdieron la vida en ese lugar, para gestar en la comunidad todo tipo de especulaciones. A veces estos fantasmas ni siquiera hablan. Son mudos. Solo hacen presencia con sus formas espectrales y no reconocibles plenamente. Eso es suficiente para el surgimiento de todo tipo de explicaciones, como también de dichos, historias y mitos. Pero por sobre todo, su función es decir: “de aquí no pases. Lo que está detrás de mi es muy peligroso. Quédate, mejor, donde estás”.
Por ello, muchas veces la pregunta es: ¿cuál es el miedo de fondo con los fantasmas? ¿Son ellos los que irradian temor o es más bien la proyección que hacemos frente ese mundo inexplorado de donde vienen y que intentan esconder de nosotros/as? ¿Los fantasmas no son más bien espectros que creamos por miedo a lo que desconocemos? ¿No son la mejor excusa para quedarnos donde estamos, sin ir más allá para adentrarnos a esa realidad misteriosa, y precisamente por ello rica en sus posibilidades de ser?
La fe, así como la vida, está plagada de fantasmas. En realidad, tal vez no la fe en sí, sino la religión que creamos a su alrededor ¿Por qué? Porque son las formas religiosas las que muchas veces se nos presentan como espectros (reales y falsos al mismo tiempo) que nos impiden adentrarnos a esa realidad misteriosa pero plagada de hermosas posibilidades, tal como es la vida misma, como es la persona de lo divino y, por sobre todo, la propia fe.
¿Entonces por qué hablo de los fantasmas de la fe? Para que veamos que la situación tal vez es un poco más grave de lo que a veces pensamos. Reiteradamente echamos la culpa a las estructuras religiosas por las limitaciones de nuestras maneras de vivir. Pero ello es sólo una parte del problema. Lo que está de fondo, al fin y al cabo, es que muchas veces somos nosotros y nosotras los que no nos atrevemos a vivir con fe; o mejor dicho, a vivir la vida en su plenitud, lo que significa vivir en fe, o sea, en la paradoja de caminar en una convicción que no tiene un fundamento único, reconocible, sino que es misterioso y desconocido.
Aunque sí: la situación se complejiza aún más al adentrarnos al mundo de la religión. ¡Cuántas estructuras fantasmáticas! Que Dios quiere que seamos de esta manera y no de otra; que mejor actuar así para que el otro/a piense que soy bueno; que mejor no hacer esto o aquello porque Dios me va a odiar y con ello mis hermanos y hermanas; que si actúo de esta manera, seguro los demás me van a admirar. Sí, esto pasa en todos lados, lo sé. Pero, como siempre digo, en una comunidad religiosa las cosas se complican un poco más cuando el temor por ese misterio que nos lleva a dejarnos invadir por miles de fantasmas, asume el nombre de “Dios”. Por ende, el miedo a los fantasmas no es más que el miedo a Dios mismo.
¿Y qué implica tener miedo de Dios? Temer, precisamente, a la riqueza de la vida, como aquella instancia plagada de misterio, y por ello llena de vivencias hermosas que podrían presentarse en el camino. Si creemos que Dios es misterio, entonces la vida también lo es. Pero este misterio nunca es abstracto. Por el contrario, así como lo Real, éste va abriendo brechas en nuestro sendero para poder siempre ver “más allá” de los lugares donde nos encontramos. Lamentablemente, el miedo nos lleva a preferir las fronteras demarcadas por los fantasmas antes que abrirnos al misterio de la vida que lo divino pone delante de nosotros/as.
Por ello, es mejor cambiar el miedo por la aventura de la expectativa. Aprendamos a vivir sin temor (auque ello ya despierte resistencia). Seguro que los fantasmas siempre estarán, diciéndonos que nos quedemos donde estamos ya que allí nos encontraremos “seguros/as”. Pero así nos perdemos mucho, ¡demasiado! Aprendamos a reírnos de nuestros fantasmas: de las moralinas, las costumbres, los lugares, los esquemas que nos atraviesan y que nos impiden ir más allá. Tal vez dialoguemos con ellos, veamos de dónde vienen, qué es lo que intentan esconder. Porque de ello tenemos que estar seguros: detrás de esos espectros existen caminos interminables que nos pueden adentrar en un precioso sendero.