En agoto de 2012 escribía yo un artículo que titulé enfáticamente “Rajoy miente”. Hacíamos mención al relato neotestamentario, concretamente de los Hechos de los Apóstoles, en el que se recoge la sutil mentira de Ananías y Safira pretendiendo engañar nada menos que al Espíritu Santo. Y traíamos a colación el relato bíblico para poner de manifiesto las mentiras del presidente del Gobierno incumpliendo las promesas hechas o negando la realidad que debía conocer sobradamente. “Ha hecho promesas”, decíamos entonces”, “que no ha cumplido; ha negado datos sobre la economía que estaba obligado a conocer y que dijo ignorar; él y sus inmediatos colaboradores se han mostrado arrogantes, apoyándose en supuestos básicos no solamente equivocados sino maliciosamente distorsionados; ha creado esperanzas fundadas en promesas para las que él y su equipo estaban incapacitados de cumplir; al igual que a sus predecesores le falta humildad y le sobra arrogancia. Pero lo más grave de todo no son las torpezas o la impotencia, sino las mentiras”.
Sin desdecirnos ni en una sola de las afirmaciones hechas hace medio año, nos preguntamos ahora: ¿Y si Rajoy no miente? Ahora el tema de fondo no son tanto las promesas incumplidas o las argucias políticas con las que se pretende maquillar la realidad, sino en relación con el sunami que se lo está llevando por delante, a raíz de “los papeles” publicados en algunos de los medios de comunicación más influyentes del país.
En una sociedad que ha elevado a la categoría de intocable la sacrosanta libertad de prensa, no seremos nosotros los que pongamos en tela de juicio el derecho de los medios de comunicación a investigar, entre otras lacras sociales, la corrupción y, mucho menos, si ésta alcanza a políticos o miembros destacados de las élites institucionales. Informar, eso sí, sin privar a los denunciados, mientras jurídicamente no se demuestre lo contrario, del beneficio de la duda, que consagra nuestro sistema judicial, garante necesario de un Estado de derecho. Que el líder de la oposición y otros políticos, igualmente amenazados algunos de ellos por el fantasma de la corrupción en su propia casa, acepten como sentencia lo que tan solo son indicios no verificados y con visos de haber podido ser manipulados por intereses inconfesables, y en base a ello declarar como hecho juzgado lo que tan solo es una conjetura, y montar todo un proyecto de acoso y derribo al Gobierno, se nos antoja que es un atrevimiento que va más allá de las reglas de juego de una democracia sólida y respetable.
Terminada la Guerra Civil española (1936-1939) el régimen de terror instaurado por el general-dictador durante la posguerra instituyó, al más depurado estilo fascista, un entramado de tipo policíaco oficial y oficioso, los conocidos como “jefes de casa”, “jefes de calle”, “jefes de barrio”, “jefes de distrito” o “jefes de localidad”, a los que se unían los porteros y otro tipo de delatores voluntarios, un inmenso despliegue de fuerzas ocultas que se encargaban de vigilar y controlar los movimientos ciudadanos; ciudadanos atrapados en una invisible tela de araña que hacía irrespirable la convivencia. Un ejército oculto que reforzaba la misión represora de la policía política, la policía militar o la guardia civil, apoyados activamente por los servicios de información y la actuación fulminante de Falange. Una ingente cantidad de ciudadanos fueron denunciados por el hecho de ser sospechosos de una conducta poco afín al Régimen, es decir, rojos en el incalificable lenguaje de la época; a veces por resentimientos históricos ajenos a las ideas políticas. Una denuncia de este tipo era suficiente para requerir su presencia en la Dirección General de Seguridad o en la Comisaría de turno y, en multitud de casos, dar con sus huesos en la cárcel, como ocurrió, sin ir más lejos, con mi propio padre, encarcelado sin conocer exactamente el contenido de la denuncia ni de la fuente, donde falleció a causa de una enfermedad devenida, sin haber recibido la asistencia médica necesaria.
Salgo al paso de la epidérmica sensibilidad de algunos de mis lectores para hacer algunas afirmaciones y hacerlo de forma contundente: 1) soy consciente de que la escena descrita anteriormente nada tiene que ver con la realidad actual a no ser a título de metáfora; 2) me reafirmo en el derecho constitucional y la necesidad social de que los medios de comunicación trasladen a sus lectores, oyentes o televidentes, todo cuanto pueda contribuir para depurar una sociedad que cada vez se nos antoja más contaminada; 3) la vitalidad de la democracia exige que los partidos de la oposición estén vigilantes y sean contundentes en la crítica al Gobierno, siempre y cuando no recurran a la manipulación y al engaño; 4) un sistema y su correspondiente gobierno democrático, no puede sustentarse en la mentira, ni en la manipulación ni, por supuesto, en la corrupción.
Dicho todo lo que antecede, retomamos el hilo de nuestro discurso inicial. ¿Y si Rajoy no estuviera mintiendo con respecto a la implicación en pagos y cobros deshonestos en su partido político? No solamente la totalidad de los medios de comunicación nacionales, sino un enorme despliegue de medios internacionales y una buena parte de la ciudadanía, dando por válidos los apuntes publicados, ciertamente chapuceros, han dictado ya sentencia: Rajoy es culpable; Rajoy ha cobrado dinero negro; Rajoy ha defraudado a Hacienda; Rajoy ha mentido; Rajoy, termina sentenciando el líder de la oposición, tiene que dimitir de su cargo. Pero, insisto ¿y si resulta que nada de lo publicado puede demostrarse y si, por el contrario, el nombre de Rajoy (al igual que el de otros implicados) queda libre de cualquier implicación deshonesta? Indudablemente el daño causado sería ya, de todo punto, irreparable.
Nuestro ordenamiento jurídico, garante de una democracia sólida, algo que los medios de comunicación y los demagogos políticos olvidan frecuentemente, garantiza un principio fundamental: todo el mundo es inocente hasta que se demuestra lo contrario. Y añade una cautela: al acusado hay que concederle el beneficio de la duda; y aún otra: la carga de la prueba corresponde a quien acusa. Si no se respetan estos principios, especialmente por los propios dirigentes políticos, la democracia corre serio peligro de descomposición, para dar paso a los populistas, a la anarquía social, a los movimientos marginales y al oportunismo de algunos.
Todo lo publicado hasta ahora sitúa al presidente del Gobierno en un escenario límite. Y si tomamos como referencia investigaciones y denuncias de los medios producidas en otros casos semejantes ocurridos anteriormente, hay muchos visos de que pudiera tratarse, efectivamente, de una información verosímil que, por supuesto, le invalidaría para seguir ejerciendo el cargo; por ello, bienvenida sea la denuncia de los medios y, por otra parte, la actuación de los jueces. Pero precisamente por lo delicado del tema, conviene tratarlo con métodos escrupulosamente constitucionales y éticos y proteger nuestra democracia de procedimientos desestabilizadores.
Y un apunte más, y con él terminamos. Es evidente el daño causado ya, tanto a la figura del presidente del Gobierno como al partido político que le sustenta; si finalmente se demostrara su culpabilidad, bienvenido sea para la salud democrática. Pero ¿y si no se demuestra la culpabilidad? En lo que a la oposición se refiere, tal vez pensando que esta situación supone un filón para ella, sus dirigentes se han volcado con toda contundencia en preparar la pira crematoria, alentando el furor de las masas, al mejor estilo medieval. Sin embargo, curiosamente, las encuestas, que ya han castigado al partido involucrado en el affaire, no conceden ninguna ventaja a quien lidera la denuncia y exige dimisiones inmediatas. Pudiera ocurrir, de salirle bien la jugada al Partido Popular, que el PSOE terminara como el gallo de Morón, que recuerda una placa colocada en dicho pueblo, y que reza de la forma siguiente: “Allá por el año 1,500 se dividieron en dos bandos los vecinos, se enardecieron los ánimos y libraron verdaderas batallas. La Cancillería de Granada envió un juez con fama de matón, para poner orden, que repetía siempre ‘donde canta este gallo no canta otro’. Los moronenses cansados de sus bravatas se pusieron de acuerdo y después de dejarlo completamente desnudo lo apalearon; por dicho motivo nació el popular refrán: ‘Te vas a quedar como el gallo de Morón sin plumas y cacareando en la mejor ocasión’”.[]