Posted On 28/02/2013 By In Opinión With 1978 Views

Qué hacemos por una sociedad laica (VVAA)

Ya desde su introducción este libro es toda una apuesta hegeliana donde laicismo es progreso y este aparece como un avance imparable desde los tratados de paz de Westfalia que ponía fin a las llamadas “guerras de religión” y convertían el principio de tolerancia religiosa en un elemento jurídico regulador de la coexistencia pacífica entre naciones. Y sobre él, defienden los autores se construirá el edificio de los derechos humanos y la democracia política que reside en la libertad de conciencia. Pues bien, con esas alforjas hemos llegado a una realidad donde la religión ya no es un espacio válido desde el que imponer decisiones éticas y plantean repensar las políticas de laicidad, pluralismo y gestión pública de la diversidad de opciones religiosas, y este es un elemento interesante. Proponen un laicismo renovado:

“…una aproximación a la realidad desde una lectura más propia de nuestro tiempo, pero también desde una lectura nueva de la laicidad. No esa lectura secularizadora y fuerte de la primera ilustración que en sus expresiones más insensibles podría incluso llegar a la intolerancia, sino una lectura humana y sensible –de la ilustración escarmentada- que lleve a entender cómo opciones de conciencia diversas pueden convivir desproblematizadamente  en una misma comunidad política.”
Por cierto, a esa Ilustración más dura con la fe religiosa El Polemista le dedicó una entrada donde se comentaban obras de algunos de sus autores como Holbach o Meslier.

Santiago J. Castellá, Antoni Comín, Joana Ortega-Raya y Joffre Villanueva comienzan en este Qué hacemos por una sociedad laica (Ed. Akal) por recordarnos lo que consideran “un pasado remoto pero muy presente”. El año 1492 habría sido la fecha crítica del inicio de nuestro proceso de homogeneización nacional, centrado en la religión a través de la conversión forzada de judíos y musulmanes, la expulsión de miles de ellos y la vigilancia inquisitorial de los conversos. También protestantes y humanistas avanzados serían perseguidos y, aunque siglos más tarde, en el XVIII, parte de nuestra élite social y política se abrirá a la modernidad racionalista, no será hasta la centuria siguiente cuando se produzca la primera oleada de secularización en España. Citan la aparición del anticlericalismo en el contexto de la desamortización de Mendizábal (1836) como forma de “respuesta a las históricas formas de opresión, explotación e incultura articuladas desde las estructuras eclesiásticas.” Las sucesivas Constituciones españolas del XIX mostrarían las dificultades para “la modernización” en materia religiosa con el Concordato de 1851 como elemento perpetuador del peso de la Iglesia católica en la sociedad decimonónica española.

Tras un duro inicio del siglo XX en la materia, la llegada de la II República española (1931) supondrá el culmen de la tensión modernizadora, especialmente en la educación, elemento esencial en el carácter de cruzada que se otorgaba el alzamiento franquista (1936). El nuevo régimen nacional-católico devolvería el carácter de condición para la ciudadanía al hecho de ser católico. Un nuevo Concordato en 1953 establece una serie de privilegios para la iglesia católica: “el reconocimiento de la jurisdicción eclesiástica y la exención de los religiosos del sometimiento a la jurisdicción civil, el reconocimiento de eficacia civil al matrimonio católico y competencia a la jurisdicción eclesiástica en las causas referentes a dicho matrimonio; el establecimiento de la enseñanza de la religión católica como materia ordinaria y obligatoria, la financiación de la Iglesia por parte del Estado, la exención de impuestos y contribuciones, y la garantía de la asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas, entre otros.”

En 1966 el Concilio Vaticano II supondrá una apertura hacia el ecumenismo y la modernidad, y su Declaración Dignitatis Humanae supondrá el primer reconocimiento de esta institución de la libertad religiosa como derecho natural del hombre en la sociedad civil y así, un año después, la Ley de Libertad Religiosa franquista tolerará el culto de las religiones no católicas, pero siempre en el ámbito privado y dejando el espacio público y oficial en exclusiva para el catolicismo.
En 1979, seis días después de la entrada en vigor de la actual Constitución española, se firmaba el vigente concordato entre el Estado español y la Santa Sede. Los autores cuestionan la constitucionalidad de dichos acuerdos que consideran una continuidad de los anteriores y que además gozarían de un blindaje de supremacía jurídica no modificable o derogable como tratado internacional. De esta forma, se aseguraba una serie de lógicas y prácticas alejadas de los principios de separación y neutralidad entre Iglesia y Estado y se perpetuaba de facto una situación de cierta excepcionalidad democrática en la cuestión religiosa.

El repaso histórico que hace este Qué hacemos por una sociedad laica es muy discutible en varias de sus interpretaciones  pero he considerado que era necesario reseñar para seguir el planteamiento de la obra.

Y como en el resto de Europa, en España se ha producido en estos años un doble proceso de secularización de la sociedad y pluralismo de ideas. Así, entre 1976 y 2007 el porcentaje de personas que se declaraban católicas practicantes  ha descendido del 48% al 20%, mientras que los no creyentes han pasado del 2% al 18%. Esta pérdida de la relevancia social de la religión es muy ilustrativa en el hecho de que en 2010 por primera vez el número de matrimonios civiles superaba al religioso.
El proceso de pluralismo religioso es constatable en el hecho de que el 2,3% de los españoles (no inmigrantes) que se consideran creyentes lo son de confesiones diferentes a la católica. En suma, es evidente que la española ya no es una sociedad dividida entre católicos y no católicos o entre clericales y anticlericales.

Y en un ejercicio atrevido dada la situación que atraviesa nuestro país y la propia Iglesia, los autores se atreven a pronosticar que en los próximos años la práctica religiosa descenderá aun más aunque tiende a estabilizarse; que a este proceso de más secularización se unirá el de mayor pluralismo y diversidad en el que las confesiones minoritarias no crecerán cuantitativamente pero sí tendrán cada vez una mayor consolidación, y se dará una individualización de la creencias religiosa tendente a debilitar los elementos sociales del hecho religioso. En resumen, menos creyentes pero más indiferentes y plurales.

Pasando a los problemas concretos de nuestro modelo “desfasado” de libertad religiosa, tres fundamentales: el primero, el crecimiento de las minorías religiosas ha situado a las administraciones locales ante demandas que hasta hace muy poco tiempo no eran habituales en su actividad cotidiana y se plantean serias dificultades a la hora de gestionar el ejercicio cotidiano de la libertad de culto. Y es que en efecto, el segundo problema es la centralización de las competencias en materia religiosa que hace que los niveles municipales y autonómicos carezcan de competencias al respecto, y el tercer problema sería la pervivencia de un imaginario colectivo que reduce lo religioso al ámbito privado y que asocia sistemáticamente todo lo que no es católico con algo extranjero. Y a ello se suman cuestiones esenciales mal resueltas como la financiación de la Iglesia católica que se sustenta en dos ejes: el directo a través de la asignación del Estado y el indirecto gracias a las exenciones impositivas. También queda pendiente la educación, herencia de las inercias propias de la cultura religiosa-identitaria del franquismo y de la imposibilidad de resolverlo con el actual sistema concordatorio. Las polémicas respecto a la asignatura de religión son buen ejemplo de ello, y como tercer elemento indebidamente resuelto está la cuestión de la simbología religiosa siempre presente en actos oficiales, o en algunas escuelas o juzgados que tantos conflictos ha generado, o más sorprendente aun la imposición de actos católicos a militares españoles, fallecidos en misión, de otras confesiones religiosas.

La propuesta de Santiago J. Castellá, Antoni Comín, Joana Ortega-Raya y Joffre Villanueva se concreta en la reclamación de un nuevo marco jurídico basado en:

-La libertad de conciencia y de convicciones como principio definidor del Estado español reconocido en Ley Orgánica.
-Igualdad en materia de convicciones, sin confundir esta con uniformidad. Derecho para todos pero no uniformidad en el ejercicio.
-Laicidad del Estado. Esto es, prohibición para el Estado español de convertirse en protector de dogmas o creencias religiosas, al igual que impedir toda la confusión entre fines religiosos y estatales. Es la obligada neutralidad que afecta también a la simbología, donde se respeta la individual pero no la institucional.
-La cooperación con las confesiones religiosas para la protección y promoción de la igualdad en la titularidad y en el ejercicio de libertad de conciencia de sus ciudadanos.

Y siete pasos concretos para un Estado laico:

1- Modificar el artículo 16.3 de nuestra Constitución proclamando la laicidad del Estado español.
2-Promulgar una nueva Ley de Libertad Religiosa que asegure la neutralidad y la separación del Estado y las creencias religiosas y regule la cuestión de la simbología.
3- Denunciar el Concordato de la Iglesia católica de 1979 y derogar los Acuerdos de cooperación de 1992 con judíos, musulmanes y protestantes. Legislación igual para todos.
4-Desarrollar el Reglamento de la Ley donde se defina el ejercicio del derecho y no los pactos.
5-Eliminar el sistema actual de financiación, las confesiones deben autofinanciar sus actividades de culto.
6-Las asignaturas de religión deben salir del sistema educativo público.
7-Eliminar el arzobispado castrense.

Como cita final:
“Un Estado que no dé pasos adelante hacia la laicidad no reconocerá el pluralismo moral de la sociedad y no podrá beneficiarse de todas las aportaciones disponibles, tanto aquellas que pueden hacer las opciones de conciencia no religiosas, como aquellas que puedan hacer las religiones desde su libertad interna. Esta mayoría silenciosa, no religiosa, también ella enormemente plural por definición en lo que a sus convicciones morales se refiere, no sale a la calle a reclamar laicidad,… pero vota.

Qué hacemos por una sociedad laica es una propuesta clara y directa que bien podría servir como argumentario para los defensores de la laicidad de Estado y, sin duda la concreción y sencillez con la que expone su tesis es su punto fuerte. Sin embargo parte de premisas ideológicas que perfilan una interpretación de la historia de nuestro país claramente adaptadas al argumento final y no al revés como debería ser en el discurso racional. El catolicismo en España es mucho más que un elemento institucional incompatible con la modernidad como aquí aparece. La insensibilidad ideológica no debería pasar por alto que en el hecho religioso se encuentran muchas de las señas de identidad populares ligadas a la conciencia social y de pertenencia a colectivos inseparables del hacer cotidiano y que, guste o no, a los sectores más desvinculados de ellas continúan siendo fundamentales para una parte muy importante de los españoles, tanto que pretender suprimirlas por la vía legislativa  sin más plantea serios problemas a los cuales este país ya se ha enfrentado previamente.

Aun así la introducción de este debate es necesaria y hay elementos en los que indiscutiblemente hay que avanzar a pesar de la dificultad. Libros como este contribuyen a ello.

Jorge Navarro Cañada
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