Posted On 04/03/2013 By In Opinión With 1594 Views

De la muerte de Dios y otras cosas

Muchos pensaron que, con el advenimiento de la modernidad, el hombre alcanzaría una mayoría de edad y una madurez que le permitiría desprenderse de todo aquello que configuró los períodos precedentes del desarrollo de la humanidad. La práctica de la religión sería una de las facetas que el ser humano abandonaría, por cuanto ya no tendría necesidad de apelar a causas sobrenaturales para explicar la fenomenología que le circundaba como en las etapas previas al pensamiento científico y al empirismo. Así, a partir de la modernidad la ciencia tomó el relevo de las explicaciones sobrenaturales a través de las leyes científicas y el ritual religioso dio paso a la técnica.

En F. Nietzsche aparece la noción de la muerte de Dios, concepto (Dios) al que consideraba responsable de mucha de la debilidad y miseria del ser humano. La muerte de Dios propiciaría la aparición del superhombre, suficientemente autónomo como para no depender de la religión cuyos días estarían contados.

A principios del siglo XXI, en plena postmodernidad, no es tan evidente el ocaso de lo religioso como algunos habían propugnado. Las utopías políticas y científicas, de una sociedad justa, igualitaria y con altos niveles de bienestar, se han venido abajo y el hombre se ha quedado sin la religiosidad de la premodernidad y sin las utopías modernas. La muerte de Dios no ha erradicado la necesidad de sentido de las personas y nuevas formas de religiosidad emergen en el universo postmoderno, al margen de las instituciones religiosas tradicionales que han dejado de ser significativas por su alejamiento de las nuevas realidades y paradigmas sociales.

En nuestro contexto, el distanciamiento entre la iglesia y la sociedad es debido, entre otras causas, al hecho de que las respuestas de muchas comunidades eclesiales a los interrogantes y preocupaciones del hombre contemporáneo continúan sustentándose sobre unos textos elaborados en tiempos precientíficos y pretécnicos sin la adecuada mediación interpretativa que posibilite su comprensión como Palabra de Dios en nuestra compleja y cambiante realidad. Son los fundamentalismos de nuevo cuño a los que se orientan muchas personas; pero que, a la vez, producen un fuerte rechazo en otras muchas más y también secuelas psicológicas en quienes han sido educados en la rigidez de estos modelos.

Junto a una deserción de la praxis religiosa (indiferentes en materia religiosa, agnósticos, ateos…), se constata que en muchas personas se ha producido un desplazamiento de una vivencia colectiva de la fe a una experiencia más personal e íntima, hecho que propicia la desvinculación de las estructuras religiosas convencionales y la aparición de nuevas formas relacionales al margen de las iglesias históricas. Son ya muchos hoy, en el contexto de nuestra tradición evangélica que van por libre. Del sujeto religioso colectivo al sujeto individual. Nuestras raíces en la Reforma del siglo XVI (libre examen e interpretación de la Biblia) algo tienen que ver también con esta derivación.

Y es que el ser humano ha sido, es y será religioso (en un sentido amplio del término) mientras se formule las denominadas preguntas últimas que la ciencia no alcanza a responder: ¿Por qué hay un mundo?, ¿por qué vivimos?, ¿de dónde venimos?, ¿quiénes somos?, ¿para qué estamos en el mundo?, ¿adónde vamos? La posibilidad de lo religioso no puede excluirse como pretendió la modernidad. Mientras seamos contingentes seremos, quizá de distinto modo, religiosos.

Hoy hablamos ya de constitución religiosa e incluso de neurorreligión, disciplina que estudia los fundamentos neurológicos de las experiencias trascendentes. El psicólogo W. James señala que «la experiencia religiosa no es tan solo un hecho cultural universal, sino que también es una experiencia perfectamente consistente en el mundo neurobiológico y mental, que puede ser analizada y explicada sin entrar en colisión ni con las creencias personales ni con la teología». Nos hallamos frente a una restitución antropológica de la trascendencia cuestionada en siglos anteriores por los llamados maestros de la sospecha como K. Marx, F. Nietzsche o S. Freud cuya influencia en el agnosticismo y ateísmo ha sido más que evidente.

En estos últimos años hablamos también de inteligencia espiritual que F. Torralba describe de este modo: «cuando afirmamos que el ser humano es capaz de vida espiritual en virtud de su inteligencia espiritual, nos referimos a que tiene capacidad para un tipo de experiencias, de preguntas, de movimientos y de operaciones que solo se dan en él y que, lejos de apartarle de la realidad, del mundo, de la corporeidad y de la naturaleza, le permiten vivirla con más intensidad, con más penetración, ahondando en sus últimos niveles».

Considerando los profundos cambios que se están produciendo en nuestra sociedad del conocimiento y de la información, urge replantearnos la cuestión de la dimensión trascendental de la persona, teniendo en cuenta la historia y la complejidad del momento presente. Cabe recuperar una conceptualización del hombre como un ser espiritual. Una antropología que no tenga en cuenta esta dimensión peca de reduccionista y no explica la totalidad de lo humano. Mythos y logos, misterio y razonabilidad configuran la esencialidad de la persona.

Ahora bien, para el hombre y la mujer del siglo XXI, la imagen de Dios de la tradición clásica ha muerto. Ya no puede asumir un Dios que prohíbe, que infunde temor, que actúa de forma arbitraria o que se halla alejado de nuestra realidad existencial. Son los falsos conceptos de Dios que, paradójicamente, la iglesia ha contribuido a propagar.

Deberemos aprender a modificar la imagen del Dios que prohíbe por la del Dios que libera a través del reducto último de la propia conciencia. La imagen del Dios del temor ha de ser erradicada presentando el Dios del amor expresado en la figura histórica de Jesús de Nazaret. Del Dios alejado habrá que transitar a un concepto de Dios que nos envuelve y penetra como una intimidad más íntima que nuestra propia intimidad como expresaba Agustín de Hipona.

Y es que al hombre postmoderno le es difícil, por no decir imposible, identificarse con lenguajes y contenidos más propios de la premodernidad que de la modernidad o de la postmodernidad. Nuestros códigos lingüísticos y conceptuales son inadecuados para muchas personas y desconocidos para otras muchas, dado el analfabetismo religioso que nos preside. La tarea de la iglesia es ingente si no quiere continuar con su actual falta de significación. Debemos contribuir a la inteligibilidad y credibilidad de la fe. Es nuestra responsabilidad en el momento histórico en el que nos desenvolvemos.

Jaume Triginé

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