El Cardenal argentino, Jorge Mario Bergoglio fue nombrado nuevo Papa de la Iglesia católica. Ha escogido ejercer el pontificado de Roma bajo el nombre de Francisco.
Seguí la noticia por tres medios diferentes: el canal de TV nacional de Costa Rica, EWTN y el canal que habilitó el Vaticano para la trasmisión en directo. Por los tres se dijo lo mismo: «Annuntio vobis gaudium magnum; Habemus Papam: Eminentissimum ac reverendissimum Dominum Georgius Marius, Dominum Sanctæ Romanæ Ecclesiæ Cardinalem Bergoglio, Qui sibi nomen imposuit Franciscus» [Os anuncio un gran gozo: Tenemos Papa: El eminentísimo y reverendísimo Señor Don Jorge Mario Cardenal de la Santa Iglesia Romana, Bergoglio. Que se ha impuesto el nombre de Francisco].
El comentarista peruano de EWTN (en español) reaccionó con el natural desconcierto de un fiel católico que, aunque lo deseaba, jamás imaginó que su Papa llegaría a ser un latinoamericano. Entre alegría y desconcierto atinó a decir con marcada entonación limeña: «!Bergoglio! Un argentino es el nuevo Papa, hermanos; el cardenal Bergoglio es el nuevo Papa».
Yo había acabado de almorzar; lo hice en el comedor de la oficina en San José, frente al televisor y junto a mi computadora. Estaba acompañado de varios compañeros y compañeras de trabajo. Todos recibimos la noticia en silencio. Primero porque no entendíamos bien lo que se estaba diciendo y, segundo, porque nadie podía creer lo que al final oímos: el Papa es argentino. «¡Es Bergoglio, el argentino!» dije yo y después me quedé callado; bajé la cabeza para buscar el teclado y anunciar la noticia por mi cuenta de Twitter: «Nuevo Papa ¿para una nueva Iglesia? Su nombre: cardenal Bergoglio, de Argentina».
Mi reacción me sorprendió. Pensé que cuando anunciaran el nombre iba a expresarme con más alegría, iba a abrazar a los compañeros católicos o iba a felicitar a los que en ese momento celebraran la noticia. Pero no; nada de eso. Dije lo que dije, escribí lo que escribí y esperé a que apareciera Bergoglio vestido de Papa para asegurarme de que había escuchado algo que era verdad. La sorpresa me dejó atónito.
Han pasado varias horas y no salgo del silencio asombrado. ¿Qué se puede decir estando así? Muy poco. Necesitaremos tiempo para asimilar la noticia e interpretarla con calma. Pero, por ahora, diré que me alegra la noticia; que la recibo con esperanza y que me gusta saber que es una persona de nuestras tierras; que me complace saber que es un jerarca que ha acompañado a varios de mis buenos amigos pastores argentinos a celebraciones donde han orado por él y él ha orado por ellos. En una de esas celebraciones, en el Luna Park de Buenos Aires (2006), estuvo presente el conocido músico evangélico Marcos Witt. Recuerdo que en esa ocasión Witt se vio forzado a hacer una rueda de prensa para aclarar ante sus seguidores que él no era ecuménico. Decían que por haber estado junto a Bergoglio «buscaba arrastrar a la iglesia cristiana al ecumenismo satánico». (¡Para no creer! Ni la acusación, ni las palabras de defensa del músico).
Mi experiencia personal con el nuevo Papa es breve, pero también se suma a las razones de mi esperanza. Lo conocí en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada, como bien se sabe, en Aparecida, Brasil, en el 2007. Su papel fue protagónico, como arzobispo de Buenos Aires y Primado de la Argentina. A su cargo estuvo, por ejemplo, la homilía en la celebración eucarística del miércoles 16 de mayo. Lo escuché con atención. El evangelio del día era Juan 16:12-15, un texto misionero en el que Jesús invita a sus discípulos a cumplir la misión bajo la guía del Espíritu. Allí dijo: «El Espíritu es el que nos conduce, también nos lleva por el camino hacia toda periferia humana: la del no conocimiento de Dios de tanta gente, la de la injusticia, la del dolor, la de la soledad, la del sin sentido de la vida, tantas periferias existenciales que debemos evangelizar, pero es el Espíritu el que nos ha de llevar allí».
Fue el presidente de la Comisión de Redacción del Documento Conclusivo de la Conferencia y quien presentó su versión final en los últimos días del encuentro. Hacia los observadores evangélicos que estuvimos allí tuvo gestos personales de suma amabilidad, saludos y conversaciones cortas en las que nos contó de algunos encuentros fraternos con las iglesias del protestantismo evangélico del continente. El Dr. Néstor Míguez, profesor y pastor metodista, era quien mejor lo conocía y a quien, a su vez, mejor conocía Bergoglio del pequeño grupo de no-católicos.
Con mi simpatía sé que corro el riesgo de parecer zalamero y quizá, para muchos, ingenuo. Reconozco el riesgo y sólo pido paciencia para explicar los motivos de mi optimismo (o de mi ingenuidad).
No desconozco su conservadurismo (el que haya participado en celebraciones evangélicas no significa más que eso: que participó). Es, como los demás miembros del Colegio Cardenalicio, un disciplinado alumno de la escuela conservadora de los dos últimos Papas. A esa escuela se ciñen su carácter pastoral, su posición teológica y sus opciones políticas. Tampoco desconozco, para peor suerte, su infortunada participación (de palabra, obra y omisión, para usar el lenguaje litúrgico) durante la última dictadura militar argentina (1976-1983). He visto sus fotografías al lado del trágico general Jorge Rafael Videla (incluida una en la que le da la comunión). No he pasado de largo frente a las noticias que lo acusan de estar involucrado en el secuestro de dos sacerdotes; se dice que facilitó su captura. Estas acusaciones fueron publicadas en el libro El Silencio, de Horacio Verbitsky y, por estos días, son motivo de titulares en muchos diarios del mundo.
El profesor Fortunato Mallimacci, exdecano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires afirmó tiempo atrás que al Cardenal «La historia lo condena: lo muestra como alguien opuesto a todas las experiencias innovadoras de la Iglesia y, sobre todo, en la época de la dictadura, lo muestra muy cercano al poder militar».
No ignoro nada de lo anterior. Pero quiero creer que algo nuevo se puede esperar (¿asunto de fe?) no por lo que el Cardenal Bergoglio ha sido, ha hecho o ha dejado de hacer, sino por lo que Francisco podrá ser y podría llegar a hacer.
Esta esperanza que me acompaña nace, en parte, de la siempre falible, pero casi siempre confiable experiencia de la vida. En cincuenta y cinco años de vida he visto hacer las cosas que nunca pensé que se harían, de la mano de los que menos pensé que las harían. A los conservadores los he visto hacer lo que se esperaba de los progresistas (¿no fue acaso ese el caso de Monseñor Óscar Arnulfo Romero?) y a los llamados liberales y progresistas los he visto abandonar causas cuando más esperábamos de ellos.
También, esta esperanza terca me viene de mis frecuentes lecturas del viejo maestro alemán Franz Hinkelammert. Ese visionario incansable dijo, y ha vuelto a decir por estos días, que no corren hoy «los viejos esquemas de izquierda y derecha, ni de conservadores y progresistas… Creo que la vieja confrontación [entre] progresistas y conservadores, desaparece». Y luego confiesa: «Provengo de un ambiente de conservadurismo católico y siempre he defendido la posición conservadora como una posición de posible apertura».[1] A esta posibilidad de apertura me aferro. Por ella creo que pueden venir con Francisco nuevos tiempos para la Iglesia católica, para el diálogo fraterno entre ella y las demás expresiones de la fe, para el trabajo de cooperación que interprete los sufrimientos del mundo como campo común de misión, para una fe solidaria y una Iglesia que sirva al mundo en nombre de Jesús y de su Reino. Creer es eso: ver lo que no se ve y esperarlo como si ya viniera (Hebreos 11:1).
El cardenal Bergoglio (primer Papa jesuita) ha escogido el nombre de Francisco. Y al santo de Asís pertenece esta historia: un día entró a la Iglesia de San Damián, por ese entonces derruida y abandonada. Entró para orar y pedir la dirección del Espíritu. Estando allí, en ese trance, la imagen del Crucificado desplegó sus labios y le habló: «Francisco, le dijo el Cristo, vete y repara mi casa, que, como ves, se viene del todo al suelo». Y Francisco se levantó para obedecerle y a esa causa dedicó su vida.
¡Y qué tal si se repitiera la historia! Que viniera la voz y él la escuchara: «Francisco, che, vete y repará mi casa que, como ves, se viene del todo al suelo».
[1] Franz Hinkelammert (José Duque, Germán Gutiérrez, editores), Itinerario de la razón crítica: Homenae a Franz Hinkelammert en sus 70 años, DEI, Costa Rica, 2001, pp. 37-38.
Revisado por el autor: 14/03/2013 13:20 horas (España)
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