Y a vosotros… os dio vida juntamente con él. (Colosenses 2, 13 RVR60)
Iniciamos el período de Semana Santa, uno de los hitos capitales del calendario litúrgico cristiano universal —el más importante, en la apreciación de muchos—, y se impone una reflexión sobre su especial contenido. Obviando el hecho de que en nuestra sociedad secularizada esta época del año carezca por completo de trasfondo religioso y se haya convertido en una simple ocasión más de viajar o visitar otros lugares (para quien pueda permitírselo, naturalmente), en tanto que creyentes, y en nuestro caso concreto creyentes protestantes, estamos llamados a celebrar el recordatorio de aquellos grandes eventos a los que apunta y que han marcado un antes y un después en la Historia de la Salvación.
Entendemos personalmente las celebraciones de Semana Santa como una proclamación de triunfo, no de derrota; de gozo, no de tristeza; y de vida, no de muerte. La pasión y la crucifixión de Cristo, con todo lo que conllevan de tormento y de dolor reales experimentados por el hombre Jesús de Nazaret, implican para nosotros la victoria de la vida. Es cierto que nuestra cultura española —sin olvidar otras del orbe católico—, de forma tradicional ha teñido estas celebraciones de un cierto color tétrico, y así las ha transferido desde hace siglos a otros pueblos hermanos de habla castellana. Una simple ojeada al arte barroco en su conjunto y a las tallas y esculturas que caracterizan los clásicos “pasos” de las procesiones que aún se celebran en ciertos lugares de nuestra geografía, evidencia con creces lo que decimos. La religiosidad popular española ha incidido tanto en las descripciones del dolor y la agonía del Salvador o las lágrimas de la Virgen María por su Hijo muerto (la imagen típica de “La Dolorosa”, particularmente venerada en el ámbito cultural hispánico), que se ha propiciado toda una cultura de muerte, de tormento, de desgarramiento exhibido y paseado al son de una música adecuada, y bien materializada además en los penitentes que acompañan las imágenes por las calles o los flagelantes que aún se autoinfligen ciertos castigos con ocasión de estas fechas ante un público numeroso.
Independientemente de todo el sabor puramente folclórico que estas prácticas hayan podido adquirir en el día de hoy, con el consabido atractivo turístico y el beneficio económico innegable que proporcionan a ciertas localidades, lo cierto es que han modelado toda una mentalidad religiosa a la que no son inmunes los púlpitos evangélicos, mal que les pese. En algunos cultos especiales que tienen lugar durante estos días, suele ser habitual que los oradores se prodiguen en presentar ante sus congregaciones los últimos momentos de la existencia del Salvador como un auténtico baño de sangre, con descripciones a veces rayanas en lo macabro, y que tienen como resultado, quiérase o no, el hecho de que muchos creyentes especialmente sensibles se cuestionen muy seriamente un sistema religioso basado en el sacrificio cruento (¡y además cruel!) de una persona. En una palabra, que se pregunten si el Dios de la Biblia no será en realidad una divinidad primitiva y sádica que se complace en torturar a su propio Hijo para satisfacer una incomprensible sed de sangre, ahíto como pareciera tener que estar de sangre animal ya en el Antiguo Testamento.
Y es que la falta de mesura en la exposición de la Biblia puede resultar contraproducente.
Que las Sagradas Escrituras presentan a Cristo Nuestro Señor como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y como el Cordero inmolado por todos nosotros, es algo innegable. Que el Nuevo Testamento afirma de manera directa e indirecta, por activa y por pasiva, que la muerte de Cristo tiene un valor sacrificial vicario y expiatorio a favor del ser humano caído, es una de las grandes enseñanzas del cristianismo apostólico. Que el Verbo de Dios, Segunda Persona de la Trinidad, se encarna en la especie humana obedeciendo a un plan perfecto y eterno en el que se contempla su muerte como entrega solidaria con el dolor de nuestra especie, de forma que a lo largo de su ministerio es plenamente consciente de ello y se encamina voluntariamente a Jerusalén para ser capturado, torturado y crucificado por sus enemigos, es algo que sólo se podría poner en duda torciendo y distorsionando por completo el sentido de las Escrituras tal como nos han sido transmitidas. Pero que al mismo tiempo el conjunto de la Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento, proclaman el triunfo de la vida sobre la muerte y que, especialmente los Evangelios y los escritos apostólicos neotestamentarios, presentan todo el ministerio, la enseñanza y los actos concretos de Jesús de Nazaret como obras de un especial valor salvífico para los creyentes, es también una realidad irrefutable. De igual manera, resulta imposible de obviar el hecho de que el propio Cristo enfoca en su anticipación del final violento de su vida terrenal una victoria absoluta sobre las fuerzas del mal y sobre el poder de la muerte. Los relatos referentes a la pasión y crucifixión de Jesús, de las que, dicho sea de paso, los escritos del Nuevo Testamento nos ofrecen una información más bien somera y casi telegráfica —vale decir, no se describen con profusión de detalles cruentos—, aparecen salpicados en los Evangelios con acciones significativas y palabras pronunciadas por el Señor y dirigidas a unos o a otros en las que brilla la luz sobre la oscuridad, en las que en medio del dolor y la muerte resalta de forma específica el poder regenerador de la vida.
El cristianismo proclamado en el Nuevo Testamento es una religión restauradora, no de destrucción. El Evangelio predicado por Cristo es, y nunca hay que olvidarlo, una Buena Nueva, o sea, buenas noticias, no algo negativo.
Así pues, en esta Semana Santa que ahora iniciamos no ha lugar en nuestros púlpitos para una predicación o una proclama de colores trágicos, de atmósfera de tristeza, deprimente, en la que sólo se llore lo más parecido a una derrota. Semana Santa ha de representar para los creyentes cristianos la victoria de Jesús (¡y la nuestra!) sobre la muerte y sus terrores atávicos, sobre esas fuerzas oscuras y malignas que la Biblia describe como entidades diabólicas y que acechan de continuo al ser humano caído, pero que ahora se muestran sometidas e impotentes ante el triunfo del Cristo de Dios.
El Mesías vino a morir, ciertamente, pero para regresar de nuevo a la vida, para difundir vida y vida eterna.
Feliz Semana Santa.