Posted On 01/04/2013 By In Biblia, Teología With 1631 Views

Al pie de la cruz: Dios se sacrificó por la humanidad sufriente

Para Alberto F. Roldán, con afecto y profunda empatía

Precisamente a eso han sido llamados: a seguir las huellas de Cristo, que padeciendo por ustedes, les dejó un modelo que imitar: Cristo, que ni cometió pecado ni se encontró mentira en sus labios. Cuando lo injuriaban, no respondía con injurias, sino que sufría sin amenazar y se ponía en manos de Dios, que juzga con justicia. Cargando sobre sí nuestros pecados, los llevó hasta el madero para que nosotros muramos al pecado y vivamos con toda rectitud. Han sido, pues, sanados a costa de sus heridas…

I Pedro 1.21-24

El anti-Evangelio: las palabras de sus enemigos y verdugos
El evangelista Lucas no se ahorra ni nos ahorra las palabras de los enemigos y verdugos de Jesús, por el contrario, las consigna y con ello es posible contrastar el vigor de la actuación de Jesús, la pasividad de sus seguidores (Pedro entre ellos, “Pero todos los que conocían a Jesús… se quedaron allí, mirándolo todo de lejos”, v. 49) y la fidelidad de las mujeres al pie de la cruz (“numerosas mujeres que lloraban y se lamentaban por él”, v. 27b; “y las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea, se quedaron allí, mirándolo todo de lejos.”, v. 49). El pueblo, amorfo, acompañó todo como un testigo entre curioso, incrédulo y morboso (“Lo acompañaba mucha gente del pueblo”, v. 27a; “La gente estaba allí mirando”, v. 35a).
Desde el principio, los falsos acusadores sueltan su veneno: “Hemos comprobado que este anda alborotando a nuestra nación. Se opone a que se pague el tributo al emperador y, además, afirma que es el rey Mesías” (v. 1); “Con sus enseñanzas está alterando el orden público en toda Judea. Empezó en Galilea y ahora continúa aquí” (v. 5). Y aparece la multitud, enardecida y ciega, varias veces: “¡Quítanos de en medio a ese y suéltanos a Barrabás!”, “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!” (vv. 18b, 19b). Luego, las autoridades religiosas: “Puesto que ha salvado a otros, que se salve a sí mismo si de veras es el Mesías, el elegido de Dios” (v. 35b). Los soldados se unieron a este coro fatuo: “Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo” (v. 37). Y uno de los criminales al lado suyo, hizo lo propio, insultándolo: “¿No eres tú el Mesías? ¡Pues sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros!” (v. 38b). Todo ello agravaba la ignominia, la hacía más insoportable y el drama crecía inexorablemente.

Las palabras del otro compañero de Jesús en la cruz
Como contrapeso, el otro criminal colgado y crucificado increpa al tercero y le pregunta: “¿Es que no temes a Dios, tú que estás condenado al mismo castigo?”, para luego afirmarle: “Nosotros estamos pagando justamente los crímenes que hemos cometido, pero este no ha hecho nada malo”. Y finalmente, se dirige a Jesús en un clamor desesperado y urgente, toda una súplica de fe para salvación: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas como rey”. (vv. 40b-42). J.L. Borges, atento lector del Evangelio, plasmó este momento en unos versos magníficos y propuso una sensible interpretación:

Lucas, XXIII
Gentil o hebreo o simplemente un hombre
cuya cara en el tiempo se ha perdido;
ya no rescataremos del olvido
las silenciosas letras de su nombre.

Supo de la clemencia lo que puede
saber un bandolero que Judea
clava a una cruz. Del tiempo que antecede
nada alcanzamos hoy. En su tarea

última de morir crucificado
oyó, entre los escarnios de la gente,
que el que estaba muriéndose a su lado
era Dios y le dijo ciegamente:

Acuérdate de mí cuando vinieres
a tu reino, y la voz inconcebible
que un día juzgará a todos los seres
le prometió desde la Cruz terrible

el Paraíso. Nada más dijeron
hasta que vino el fin, pero la historia
no dejará que muera la memoria
de aquella tarde en que los dos murieron.

Oh amigos, la inocencia de este amigo
de Jesucristo, ese candor que hizo
que pidiera y ganara el Paraíso
desde las ignominias del castigo,

era el que tantas veces al pecado
lo arrojó y al azar ensangrentado.[1]

Las palabras del Mesías y mártir liberador
Al ver a las mujeres que lo acompañaban en el viacrucis más cerca que nadie, Jesús se dirige a ellas para consolarlas y anunciar la actuación de Roma contra el pueblo, citando al profeta Oseas y sin dejar de referirse a sí mismo, en un lenguaje apocalíptico: “Mujeres de Jerusalén, no lloren por mí; lloren, más bien, por ustedes mismas y por sus hijos. Porque vienen días en que se dirá: ‘¡Felices las estériles, los vientres que no concibieron y los pechos que no amamantaron!’. La gente comenzará entonces a decir a las montañas: ‘¡Caigan sobre nosotros!’; y a las colinas: ‘Sepúltennos!’. Porque si al árbol verde le hacen esto, ¿qué no le harán al seco?” (vv. 28-31). “Jesús emite una severa advertencia para que los habitantes de Jerusalén se arrepintieran de su rechazo a él, justo e inocente, el profeta de Dios. De no hacerlo, el castigo de Dios caería sobre ellos. Sin embargo, como muestra el modelo del profeta rechazado, el castigo no es la última palabra de Dios para su pueblo. En 23.34a, como en las predicaciones de Hechos, mostrará Lucas que Dios extiende de nuevo el ofrecimiento del perdón a quienes habían rechazado a Jesús”.[2]
En efecto, Jesús, ya crucificado, se dirige al Padre para pedir el perdón para quienes “no saben lo que hacen”, una oración congruente con sus enseñanzas (exclusiva de Lucas) pues, como sugiere en ese momento el Maestro, ¡Dios podrá perdonar incluso el crimen de su Hijo! Nada menos. “Esta oración de Jesús es parte esencial de la teología lucana del profeta rechazado y de un Jesús que enseña y pone en obra el amor a los enemigos (6.27-28; 17.4). […] Jesús, que había venido a llamar al arrepentimiento a los pecadores, continúa su ministerio hasta el final” (Idem). A continuación, al escuchar las palabras del malhechor arrepentido, Jesús emitirá un juicio definitivo para él: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso” (v. 43), con lo que garantiza su cercanía salvífica para aquel hombre que se ha convertido in extremis: “Es una absolución emitida por aquel que ha sido ‘establecido por Dios para ser juez de vivos y muertos’” (Idem). Escuchar esas palabras en la mismísima cruz es testimonio de una salvación rotunda y consecuente con el mensaje de Jesús.
Por último, Jesús exclama, repitiendo las palabras del salmo 31: “Padre, en tus manos encomiendo [pongo] mi espíritu” (v. 46b). Es la oración de un justo que sufre inocentemente y que se entrega totalmente a los designios de su Padre luego de beber, íntegro, el cáliz del sufrimiento, el dolor y el abandono. A diferencia de Marcos y Mateo, quienes consignan el grito d abandono del salmo 22, Lucas presenta una visión un tanto más serena, aunque sin disminuir la dimensión trágica del hecho en su contexto completo. Aun así, Jesús no muere como un filósofo que pide con estoicismo y serenidad el veneno que merece: su muerte es consecuencia de un complot humano contra la justicia de Dios ejecutado sádicamente por los poderes religiosos y m militares en contubernio. No es una muerte venial ni complaciente: es Dios mismo quien padece en la cruz y se sacrifica por la humanidad sufriente. La muerte paradójica del Hijo de Dios por manos humanas es el signo mayor de la salvación que pudo ofrecer el creado y sustentador del cosmos entero. Éstas son pues las únicas dos frases de Jesús en la cruz según este evangelio de Lucas.
Y entonces surge la palabra evangélica de un verdugo romano, que alaba a Dios y exclama, desde una fe inédita que da testimonio de la verdad: “¡Seguro que este hombre era inocente!” (v. 47b). ¿Acaso el afán propagandístico de Lucas lo lleva a congraciarse con el imperio como han sugerido algunos? ¿O más bien el impacto de la cruz golpea a este militar extranjero e indiferente que cumple su labor y lo convence de la verdad salvífica que estaba presenciando? ¿Es un no judío que se convence de la verdad redentora de la cruz en el momento supremo de la entrega del Hijo de Dios? ¿O todo al mismo tiempo? Testigo del poder extraordinario de la debilidad de un hombre inocente que muere para redimir a la humanidad, el soldado romano absuelve de golpe a Jesús y contradice a todos sus enemigos. Se pasa de su lado y confirma que la comprensión de la historia de la salvación no es sólo patrimonio de lo judíos sino que se abre a toda la humanidad receptiva y atenta. El oficial del ejército invasor percibe cómo “el poder y la misericordia de Dios, para beneficio de los seres humanos, acontecen en la muerte de un ser desprovisto de todo poder” (Ibid., p. 199). La inocencia de Jesús es afirmada, contradictoriamente, por un representante del imperio que lo ha asesinado cruelmente.

Las palabras del ya apóstol Pedro
Pedro aprendió la lección desde lejos y en silencio. En la pasividad de su lejanía en los momentos determinantes de la cruz, Pedro el discípulo caminaba lenta, muy lentamente, hacia su nuevo oficio, el de apóstol, con el que más tarde predicaría autorizadamente en la misma ciudad de Jerusalén con palabras que quizá nunca imaginó, pero que hablarían de la fe que recompuso su vocación, pues parece que se trata de otra persona. En Hch 2.14-36 predicaría el “sermón pentecostal” que sigue toda la línea de Lc 23. Primero citará la profecía de Joel sobre la venida del Espíritu, luego expondrá la persona de Jesús nazareno y resumirá inicialmente el mensaje: “…el hombre a quien Dios avaló ante ustedes con los milagros, prodigios y señales que, como bien saben, Dios realizó entre ustedes a través de Jesús. Dios lo entregó conforme a un plan proyectado y conocido de antemano, y ustedes, valiéndose de no creyentes, lo clavaron en una cruz y lo mataron. Pero Dios lo ha resucitado, librándolo de las garras de la muerte” (vv. 22-24). Lo conecta con la genealogía de David ligándolo con el tema de la ascensión y vuelve a la carga: “Pues bien, a este, que es Jesús, Dios lo ha resucitado, y todos nosotros somos testigos de ello. El poder de Dios lo ha exaltado y él, habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, lo ha repartido en abundancia, como ustedes están viendo y oyendo. […] Por consiguiente, sepa con seguridad todo Israel que Dios ha constituido Señor y Mesías a este mismo Jesús a quien ustedes han crucificado.” (vv. 32-33, 36). ¡Ya es un apóstol de Jesucristo consumado! ¡Y moriría casi como su Señor, en una cruz invertida! El proceso se cumpliría completamente y el anuncio de la vida, muerte y resurrección de Jesús cobraría toda su vigencia en las palabras de su epístola, donde remite al ejemplo portentoso del Señor, quien sin abrir la boca para injuriar a sus enemigos, se entregó por cada uno de nosotros en un día como el que recordamos hoy: Jesús “sufría sin amenazar y se ponía en manos de Dios, que juzga con justicia. Cargando sobre sí nuestros pecados, los llevó hasta el madero para que nosotros muramos al pecado y vivamos con toda rectitud. Han sido, pues, sanados a costa de sus heridas…”. Amén y amén.
Concluyo con el poema de mi amigo Alberto F. Roldán, escritas este viernes santo en la madrugada, en la ciudad de Buenos Aires, y que me envió amablemente hace unas cuantas horas:

¿Por qué murió Jesús?
La pregunta taladra mi mente,
agudiza mi ingenio,
estremece mi sentimiento.
El dolor del pálido Nazareno
rechazado por su pueblo,
negado por Pedro,
traicionado por Judas.
Pende su cuerpo sobre el madero romano,
es azotado y escupido.
No ofrece resistencia.
¿Por qué murió Jesús?
La pregunta sigue
martillando mi cabeza.
El establishment religioso
le tiende una trampa,
pronuncia la blasfemia intolerable:
es un mero hombre y se proclama Dios.
Los romanos lo consideraron subversivo:
¡el Imperio no tolera otro César!
¿Por qué murió Jesús?
La respuesta de San Pablo
surge desde la penumbra:
“Cristo murió por mí”.
Acaso allí esté la clave del enigma
que exige mi fe y mi entrega
más allá de las dudas
que seguirán carcomiendo mi conciencia.[3]

Ramos Mejía, Viernes de pasión, 29 de marzo de 2013. 4.20 hrs.

 


[1] J.L. Borges, “Lucas, XXIII”, en El hacedor (1960), Obra póética 1923-1977. 6ª ed. Madrid-Buenos Aires, Alianza Editorial-Losada, 1990, pp. 157-158.
[2] Robert J. Karris, “Evangelio de Lucas”, en E. Brown, J.A. Fitzmyer y R.E. Murphy, eds., Nuevo comentario bíblico San Jerónimo. Nuevo Testamento y artículos temáticos. Estella, Navarra, 2004, pp. 197-198.
[3] A.F. Roldán, “¿Por qué murió Jesús?”, en el blog Teología, política y sociedad,

*Fuente / crédito para la ilustración utilizada en el artículo

Leopoldo Cervantes-Ortiz

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