Posted On 02/04/2013 By In Ética With 3097 Views

La depresión del Hijo de Dios

No tengo problema en reconocer que tengo miedo, o mejor miedos. Hay cosas que pienso que pueden ocurrir que sencillamente me dejan paralizado. A la par son sucesos que ocurren a diario, que leemos en los periódicos digitales o vemos en los telediarios. Hijos que desaparecen, esposas que son violadas, maridos que fallecen por una enfermedad o de forma fulminante en un accidente de tráfico.

En nuestras iglesias todos conocemos, si es que no nos ha tocado a nosotros mismos, a creyentes que han pasado por tragedias similares. En medio de ellas se han hundido en una tremenda tristeza y esto los ha llevado a la depresión.

También están los casos de abusos dentro de familias que se dicen cristianas, de chismes, de mentiras hacia una persona que hace que se sienta profundamente herida. Tal es esta herida que también ella se sumerge  en la pena, en la decepción y el desconsuelo de haber sido tratada así. Ante esta realidad no llego a comprender ciertos mensajes, consejos, frases que chocan frontalmente con la misma.

Lo que me ha llevado a escribir sobre este tema es haber escuchado por enésima vez que el creyente no debe temer. Se dice que este es el mandato que más repitió Jesús, que él conocía nuestra tendencia a caer en los temores, los miedos. Por tanto él vino para resolver este problema en el ser humano.

Hace también poco escuchaba a un famoso predicador norteamericano, con un enorme ministerio a sus espaldas, decir que su pasaje favorito en relación a la mujer creyente es aquél que se encuentra en Proverbios 31:25. Este texto dice, según la versión usada, “Fuerza y honor son su vestidura; y se ríe de lo por venir”.

Es cierto que el video era un corte de una predicación más larga pero éste había sido extraído de la misma con una finalidad clara. Este predicador se enfocaba en que este tipo de mujer tiene tal grado de fe que venga lo que venga lo supera. Es más, tal es su confianza en Dios que es capaz de dejar atrás con total éxito cualquier cosa. También, a lo largo de mi vida como cristiano he llegado a escuchar que los creyentes no deben caer en la tristeza o en la depresión.

Ante este cuadro me pregunto qué pensará una madre que está al pie de la cama de su hijo gravemente enfermo. Cómo lo recibirá un esposo al que a su mujer le han diagnosticado alzhéimer.  Qué decir de la hermana que ha perdido a su único hermano en un accidente de tráfico; de la esposa que sufre todo tipo de abusos psicológicos del hombre que juró amarla. Los casos podría multiplicarlos por mil. Sin embargo el cuadro anterior del creyente que no debe temer, que todo lo puede superar en Cristo que lo fortalece, o con una determinada “cantidad” de fe, está presente por doquier.

Hace unos años perdimos a una persona muy querida. Desde que se le diagnosticó la enfermedad hasta que falleció sólo transcurrieron unos meses. Estando ya grave y en el hospital, un bien intencionado creyente llegó a hacer una visita. Yo salía de la habitación y me lo encontré a unos veinte metros de la misma, en el pasillo. Lo saludé y acto seguido me dijo que realmente esta persona era afortunada, si fallecía se iba al cielo. Recuerdo perfectamente la escena. No le dije nada, por poco, tan sólo que no era el momento de visitar al enfermo. En esa habitación estaba una esposa desconsolada que veía como su marido se consumía por horas. No estaba dispuesto a que aquella persona entrara con esa clase de fe y mensaje.

Finalmente falleció y, al poco tiempo, no tardó en llegar otro falso consolador a decirle a mi esposa que no debía estar triste, que lo que había sucedido es que se había ido al cielo y que allí estaba ahora mucho mejor. El problema es que había dejado atrás a una joven viuda sumida en una depresión y a un niño de once meses que jamás conocería a su padre. Si esto es ser afortunado, y aquí nunca mejor dicho, que venga Dios y lo vea.

A la teología evangélica se le han pegado más cosas extrañas de las que le gustaría reconocer. Este tipo de perfil de creyente está fuertemente influenciado por el gnosticismo de tipo cristiano que irrumpió con fuerza en el siglo II. Éste, entre otras cosas, realizaba un corte, una división entre el mundo material y el espiritual. Aquello que había que buscar, lo que se tenía que conseguir era lo relacionado con el espíritu, alcanzar niveles de conocimiento desvinculados con la vida aquí en la tierra, con el diario vivir que era considerado claramente inferior o incluso malo. Por ello es que hoy en día se considera más espiritual orar que pasear con tu hijo. Esta división es inexistente en las Escrituras pero es una clave para entender la “espiritualidad” en las iglesias de nuestra tierra.

Pero volvamos a los famosos “no temáis” de Jesús. Es cierto que los dijo pero sólo una lectura superficial y muy sesgada haría significar lo que normalmente se entiende por ello. Pero es que además el mismo que lo dijo, Jesús, se sumió en el temor, en el terror y aparece con toda claridad cómo estuvo padeciendo, en un momento de su vida, una profunda depresión. A lo mejor es que el Mesías se contradijo.

La escena que se nos viene de inmediato a la mente es la de Getsemaní. Pero antes me gustaría no dejar atrás la de la muerte de su amigo Lázaro. Las Escrituras nos dicen en Juan 11:32-36:

Cuando María llegó donde estaba Jesús, al verlo, se echó a sus pies, diciendo: ‘Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto’. Jesús, al verla llorar y que los judíos que la acompañaban también lloraban, se estremeció y, profundamente emocionado, dijo: ‘¿Dónde lo habéis puesto?’. Le contestaron: ´Ven a verlo, Señor’. Jesús se echó a llorar, por lo que los judíos decían: ‘Mirad cuánto lo quería’.

En el versículo tres de este mismo capítulo se da una de las claves de toda esta escena. Allí se nos dice que “Las hermanas mandaron a decir a Jesús: ‘Tu amigo está enfermo’.”

Jesús quería, amaba a este hombre al que consideraba su amigo. Ante la tragedia no llegó a las hermanas y les dijo que Lázaro era alguien afortunado, que no estuvieran tristes, que no pasaba nada. El mismo Hijo de Dios se estremeció, se emocionó profundamente y rompió a llorar. Tal era su dolor que impresionó a los allí reunidos de tal forma que reconocieron el gran aprecio que Jesús tenía por Lázaro. Otra versión bíblica presenta esta traducción: “Los judíos comentaban: ¡Cómo lo quería!”.

Cuando aquél ser querido falleció perdí además a un amigo. Tenía todo el derecho de estar estremecido, profundamente emocionado y de llorar sin que ningún cristiano de corte gnóstico viniera a decirme que toda aquella escena se trataba realmente de algo afortunado. También vale esto para mi mujer y para todo aquél que haya pasado por algo similar.

Pero qué ocurre con los temores. ¿No es también lo lógico y normal temer que no podamos ver crecer a nuestros hijos?; ¿Que nuestro padre pueda fallecer en cualquier momento por una enfermedad grave que se le ha diagnosticado?

El que nada teme es que nada ama. El que ama teme perder al ser amado. No existen más opciones.

Acerquémonos ahora a la depresión en la cual cayó Jesús en Getsemaní. La escena se conoce sobradamente por lo que voy a escribir únicamente los versículos que interesan. Se dice en Marcos 14:32-35:

Llegaron al huerto llamado Getsemaní, y dijo a sus discípulos: ‘Quedaos aquí mientras voy a orar’. Tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y comenzó a sentir terror y angustia; y les dijo: ‘Me muero de tristeza; quedaos aquí y velad conmigo’. Avanzó unos pasos, cayó de bruces y pidió que, si era posible, pasara lejos de él aquella hora.

Quiero destacar las palabras terror y angustia, y las frases me muero de tristeza y cayó de bruces. Tenemos aquí todos los elementos de lo que se llama una depresión clínica.

¿De verdad un creyente no puede estar aterrado, angustiado, lleno de tristeza hasta tal punto que le falten las fuerzas para mantenerse en pie? A Jesús le ocurrió. Decir lo contrario es negar la humanidad de las personas, su capacidad de amar a otros, de amarse a sí mismas.

Sin duda no faltarán los que digan que sí, que esto es lo que hay que esperar ante una situación difícil, pero cuán escasos son los estudios, las predicaciones de estos mismos que hablan a este respecto. Casi todas van dirigidas a presentar al creyente victorioso, o sobre la fe que mueve montañas, o de que Jesús decía que no temamos ante la vida. Es una especie de religión placebo, un escape de la realidad.

Por supuesto que Jesús dijo a sus discípulos que no temieran y, por extensión a todos los creyentes de todos los tiempos. Pero lo que él quería transmitir era esperanza, una salida para cuando este temor apareciera. Por tanto se trataba de proveer una luz al final de las gruesas tinieblas del dolor. Al Galileo lo que le hizo no quedar paralizado fue la fe en su Padre; lo que provocó que no quedara sumido en la tristeza de forma indefinida por la pérdida de su amigo fue que existía la esperanza de la resurrección.

Cada día que me levanto tengo que luchar con mis miedos. Podría ser que no volviera a ver más a mis hijos, a mi esposa. Podría ser que a un amigo le diagnosticaran una enfermedad terminal, pero lo que intento es no dejarme dominar por este miedo, ya que ello significaría la muerte en vida. A esto me ayuda Jesús. Otros creyentes tendrán que luchar con sus propias problemáticas familiares, laborales o de cualquier otra índole. Para ellos también es motivo de consuelo saber que el propio Hijo de Dios se sintió tan triste que lo comparó con morirse. Cuando ese momento llegue, si es que no se ha producido ya, lo que hará que podamos volver a ponernos de pie será nuestra fe en que existe un Padre que nos provee una esperanza que va más allá de esta vida. Algo muy distinto a las mentiras repetidas por todos lados de que un cristiano no puede estar triste, temeroso, angustiado o en profunda depresión.

Como decía, el que sabe lo que es amar, conoce el temor a la pérdida. Esto también le proporciona a la vida, al día a día, un valor incalculable. Es curioso, pero estar conscientes de los propios miedos hace que la vida en todas sus facetas tenga otro color, que realmente llegue a disfrutarse cada momento. Esto también me lo enseñó Jesús.

Se me ha ocurrido que también el dolor y la alegría forman parte de la polifonía de toda la vida y que ambos pueden subsistir independientes.

Dietrich Bonhoeffer

Crédito / fuente de la ilustración del artículo

Alfonso Pérez Ranchal

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