¡Ay de los que dictan leyes injustas, y prescriben tiranía, para apartar del juicio a los pobres, y para quitar el derecho a los afligidos de mi pueblo; para despojar a las viudas, y robar a los huérfanos! ¿Y qué haréis en el día del castigo? ¿A quién os acogeréis para que os ayude, cuando venga de lejos el asolamiento? ¿En dónde dejaréis vuestra gloria? (Isaías 10, 1-3a)
Resulta casi increíble que a estas alturas haya aún ciudadanos españoles con la suficiente dosis de ingenuidad como para haber creído que la infanta Cristina de Borbón y Grecia, Sra. de Urdangarín y duquesa de Palma, se iba a ver contra las cuerdas en un juicio por su más que lógica implicación en el tristemente célebre caso Nóos que tanto ha perjudicado a la estabilidad y la economía de centenares de miles de familias de este país. De ahí nuestra estupefacción al leer estos días en ciertos rotativos los comentarios de algunos lectores que expresaban su “más profunda decepción”, su “amarga desilusión” o su “deprimente desencanto” (palabras textuales) ante el recurso del Fiscal Anticorrupción Sr. Pedro Horrach contra la decisión del juez instructor del caso Sr. José Castro de imputar a la infanta. ¿Esperaban por ventura una aplicación de la ley a un miembro de la familia real en las mismas condiciones que al resto de la ciudadanía? ¡Hay que ser realmente cándido para concebir algo semejante!
Lo cierto es que esta situación, por demás trágica, no tiene visos de novedad. Coyunturas semejantes se han venido repitiendo hasta la saciedad durante todos los milenios de historia documentada que la humanidad arrastra a sus espaldas. Lo que ocurre es que, y en principio lo comprendemos, se hace verdaderamente difícil de asumir que aún persistan en una sociedad que se pretende civilizada, democrática e incluso de raíces cristianas. Cuesta admitir que en países supuestamente modernos del siglo XXI pervivan conceptos medievales como la existencia de “casas reales” y “familias nobles”, con lo que de facto (¡y hasta de jure!) nos encontramos con la triste constatación de hecho de que en varios países de la Unión Europea, el nuestro entre ellos, hay ciudadanos de primera, de segunda, de tercera y vaya uno a saber de qué categoría más. Y en el caso concreto del Reino de España, a cada vez un mayor número de nuestros compatriotas le resulta enormemente complicado asimilar la contradictio in terminis que supone un supuesto régimen democrático —en el que, según se ha dicho hasta la saciedad, el pueblo elige a sus propios gobernantes— frente a la realidad de una jefatura del Estado hereditaria, coronada y vitalicia, constitucionalmente inviolable y exenta de responsabilidad ante la ley (????), impuesta por un dictador difunto, con lo que cunde la sospecha de que vivimos en realidad en un régimen de “democracia tutelada” y bien controlada, un simple “lavado de cara” político ante nuestros vecinos europeos y occidentales, algo que no desea nadie. Y por no alargarnos en esta pintura de tintes goyescos, como cristianos se nos hace intolerable el pisoteo constante de la dignidad de las personas humanas que conllevan estas situaciones tan sumamente injustas, en las que las evidentes desigualdades de trato sólo provocan de continuo a los más débiles insultándolos y humillándolos en el marco de la propia ley y al amparo de las instituciones públicas. Ya lo dice el refranero con su proverbial sabiduría: “Allá van leyes do quieran reyes”, “Es ley lo que quiere el rey”, o “Las leyes implanta quien más las quebranta”.
Imposible no cuestionarse una y otra vez, no sólo qué está ocurriendo, sino cuál debe ser nuestra actitud como creyentes ante estas realidades indeseables pero ciertas.
El texto de Isaías que mencionamos en el encabezamiento de esta reflexión es uno de los muchos ejemplos tomados de la Santa Biblia —podríamos haber citado otros del mismo tenor, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, e incluso mucho más radicales—, según los cuales los antiguos profetas de Israel, en tanto que voceros autorizados de Dios, protestan en contra de las desigualdades sociales “legales”, es decir, amparadas por los sistemas políticos del momento, esencialmente injustos y alienantes de la persona humana, y exigen cambios drásticos a favor de los menos favorecidos, de ese pueblo sencillo en el que había tantos pobres, viudas y huérfanos, cuyo único apoyo real era su fe en un Dios providente y misericordioso. El clamor de los profetas se eleva para reivindicar los derechos básicos de aquéllos a los que Jesús, siglos más tarde, prometería la plenitud del Reino de Dios y una justicia total, es decir, la redención, la liberación, y dicho en un lenguaje más actual, la devolución de su prístina dignidad humana, un derecho que, según las Escrituras, recibimos todos los hombres y mujeres de este mundo en tanto que creación especial de Dios, hechos a su imagen y semejanza.
La Iglesia de Cristo hoy no puede permanecer callada ante las injusticias de nuestra sociedad ni ante los escándalos que suponen el pisoteo constante de la dignidad humana y la insultante acepción de personas que practican las leyes de este mundo otorgando impunidad a algunos de alto linaje y excediéndose en castigos con los de clases más bajas. En tanto que representantes (¡se supone!) de Jesús de Nazaret, el Redentor de la humanidad, los cristianos estamos llamados a alzar la misma voz que otrora elevaran los profetas de Israel e hiciera oír el Hijo de Dios en las colinas y los valles de la Palestina de hace veinte siglos. Ni más ni menos. Y no se nos pide que improvisemos o “inventemos” un nuevo mensaje, sino que repitamos aquél tan antiguo, pero desgraciadamente tan actual, a favor de todos los que hoy se ven mermados, maltratados e injustamente agraviados por un sistema cada vez más podrido que hace agua por todas partes, pero se resiste a morir y se prepara a todas luces para fenecer arrastrando consigo a todos los que pueda.
Personalmente no creemos que a la Iglesia competa el encabezar revoluciones armadas que guillotinen cabezas coronadas o masacren aristócratas, eclesiásticos venales, banqueros o empresarios explotadores, en una orgía de sangre. En realidad, no se gana nada con semejantes actuaciones. Si un pueblo exasperado hasta el límite e injustamente provocado decidiera tomarse la justicia por su mano y eliminar físicamente a sus opresores, la Iglesia de Cristo difícilmente podría dar su visto bueno a una violencia desmedida que también acabaría tarde o temprano cometiendo injusticias y atropellos, que también perjudicaría a inocentes en cierta medida. Tendría en ese caso que tomar la palabra para exigir misericordia y hacer cuanto estuviera a su alcance para encauzar los acontecimientos por caminos de paz y de reconstrucción, aunque no se la comprendiera, aunque se granjeara la enemistad de aquéllos a quienes en otro tiempo habría defendido.
No es fácil ser Iglesia de Cristo en este mundo. No lo ha sido nunca, y si alguna vez lo ha parecido, mala cosa.
Esperamos sinceramente que cuadros de revolución drástica como los que hemos pintado no lleguen a suceder, ni en nuestro país ni en ningún otro.
Lo que sí ocurre hoy es que quienes detentan el poder en nuestro país y en otros abusan, pisotean, humillan, vejan, pervierten, maltratan, insultan a los más débiles amparados por leyes injustas que hacen acepción de personas, que no tratan por igual a todos los seres humanos, que se olvidan de algo tan fundamental como que todos tenemos la misma dignidad en tanto que hombres y mujeres. Por eso los cristianos alzamos la voz y los acusamos claramente de corrupción conminándolos a un cambio radical ante la inminencia de un juicio divino en el que nadie puede alegar impunidades, derechos ni sangre azul o de ningún otro color.
Quien ha delinquido y ha perjudicado a sus conciudadanos debe sentarse ya en el banquillo de los acusados y someterse a los dictámenes de la ley reparando los errores cometidos, sea príncipe o plebeyo, gobernante o gobernado, patrón u obrero, rico o pobre, se apellide Borbón o de cualquier otra manera.
Hay una ley suprema y eterna, muy por encima de las disposiciones humanas de suyo transitorias, y un Juez inapelable e incorruptible que finalmente hará justicia sobre todas las injusticias siempre a favor de las víctimas y los desamparados de este mundo.
Aquí estamos los creyentes para recordarlo y proclamarlo de continuo.