Recientemente, en medio de una entrevista, el presidente del Estado de Israel, Simón Pérez, utilizó una escena de la película Titanic para describir los desafíos formidables que enfrenta su país. En una solapada crítica al gobierno, comparó al primer ministro Netanyahu con el actor Leonardo DiCaprio. Específicamente aludió a la escena en la que DiCaprio está en la cubierta del barco y grita a los cuatro vientos: ¡Soy el rey del mundo!
La metáfora de la película es de singular importancia, pues, mientras el joven actor afirma con seguridad que se siente poderoso e invencible, el Titanic está próximo a chocar con un témpano de hielo que hundió la embarcación. La imagen es relevante, pues pone claramente de relieve las preocupaciones profundas que se manifiestan en la sociedad israelí, y que se viven diariamente en medio de las dinámicas políticas de la nación.
La crítica al primer ministro ha sido clara y firme. Luego de sus discursos en los Estados Unidos, y de responder públicamente en la negativa a la iniciativa del presidente Obama, Benjamín Netanyahu está en un viaje de celebraciones y demostraciones de unidad y poder, que llegan a los niveles de euforia. La coalición política que le apoya, parece estar más unida que nunca, y ese singular contexto ideológico no le permite responder adecuadamente a los reclamos palestinos de justicia.
En ocasiones, tanto los discursos políticos como las decisiones administrativas de Netanyahu dan la impresión que se fundamentan en una sociología religiosa de secta, en la cual una vez se ha llegado a la verdad, no hay razón para diálogos o negociaciones. En momentos, parece que el gobierno israelí se siente lo suficientemente poderoso como para rechazar abiertamente las recomendaciones sabias de naciones amigas y las proposiciones prudentes de líderes internacionales que buscan la paz con justicia en la región.
Para comprender bien la crisis palestino-israelí, hay que tomar en consideración, entre otros factores importantes, por un lado, la seguridad nacional del pueblo israelí y su ocupación del territorio palestino, y por el otro, las demandas del pueblo palestino a tener un estado soberano e independiente que sea política y económicamente viable. Esas dos realidades políticas no son mutuamente exclusivas, pero deben ser coordinadas no solo con sabiduría política y virtud administrativa sino con sentido de justicia y deber.
El Estado de Israel no puede vivir de espalda a las naciones que desean la paz en la región. Tanto la Unión Europea, como la Organización de las Naciones Unidas, Rusia y los Estados Unidos, al unísono y de forma sistemática, han reclamado que Israel regrese a las fronteras del 1967 (con los cambios pertinentes que surjan de mutuo acuerdo), pero el discurso de Netanyahu ha sido firme y decidido: No, a esas fronteras del año 1967; y sí, a las construcciones en los asentamientos. Y esas actitudes no contribuyen positivamente al desarrollo de diálogos conducentes a una paz que se fundamenta en la justicia.
En ocasiones, tenemos la impresión que la imagen de DiCaprio en el Titanic es adecuada para describir a Israel, como muy bien indicó el presidente Pérez. Lamentablemente, mientras en la cubierta el barco Netanyahu declara que es el rey del mundo, la embarcación está orientada hacia el témpano de hielo, que trae al pueblo una crisis mayor.
El mayor desafío en el gobierno israelí, y también en esta sociedad que tantas contribuciones positivas ha hecho a la humanidad, es entender que el camino de la paz no va por la violencia institucionalizada, ni pasa por la represión, ni llega con la construcción de más muros de separación o seguridad. La paz es el resultado de la respuesta a los conflictos con un sentido de justicia, en que las partes entiendan que se ha respondido adecuadamente a sus reclamos.
Dr. Samuel Pagán
Profesor de Biblia en Belén
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