El dolor es una experiencia sensorial y emocional. Ningún dolor se parece a otro dolor. Los dolores son nuestros por muy comunes que parezcan y por muy naturales que aparenten ser. Pero nadie puede decirme en medio de mi dolor: te acompaño. Nadie. Y es que mis dolores son míos. Y de nadie más. Sólo yo puedo gemir con ellos. Sólo yo puedo retorcerme entre ellos. Sólo yo los puedo llorar. La ciencia que estudia el dolor se llama algología. Pero hay más. Y es que me estoy volviendo sensible al dolor lejano. Al que no tiene que ver conmigo. Y lloro. Desconsoladamente lloro. Deben ser los años. Debe ser la pena. Deben ser las guerras.
Al principio no vi la foto en el periódico. Pero estaba allí. Era una foto premiada. Y es que quizás ya no busco imágenes que me rompan el corazón tan fácilmente y sólo pretendo estar informado de lo que pasa en mi mundo para que cuando suba al púlpito mis oyentes tengan pruebas de mi contemporaneidad. Pero hay imágenes que tienen más poder que mis apariencias; que mis deseos; que mis conocimientos.
La foto me cogió por el cuello y tuve que mirarla sin respirar. Un anónimo hombre de Dar El Shifa, en Siria, sostenía en sus brazos a su hijo muerto después de una explosión. Eran las cuatro de la tarde. Estaba sentado sobre sí mismo y con el rostro inclinado hacia el pecho del muchacho. Mordiendo su camiseta. Y es que el dolor nos hace apretar los dientes. El padre está solo en medio de la calle. Y llora. Desconsoladamente. Nadie se acerca. Nadie le pone una mano en el hombro. nadie le seca las lágrimas. Sólo el padre, el hijo y el dolor. Y recordé La Pietâ que hay en el Vaticano. Pero la foto que tengo delante es la versión masculina. Es la versión pobre. Es la versión sucia. Es la versión humana del hombre frente al sufrimiento.
Frente a la estatua de mármol miré y pasé, y seguí caminando por la basílica abarrotada de belleza. Frente a la foto del periódico, me detuve, como hizo Jesús frente al cortejo fúnebre que salía de Naín y bajé la cabeza. Y apreté los dientes. Se me hizo un nudo en la garganta y algo salado inundó mis ojos.
Si, ya sé que no tengo un hijo que me pida un beso ni que juegue con mis cabellos mientras se duerme en mis brazos; pero me estoy convirtiendo, con los años, con la muerte y con las guerras, en un hombre al que el dolor, venga de donde venga, no le es ajeno.
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