Siempre estaba ocupada. Ocupada con lo de otros. Su caminar era pausado y algo triste pero escondía una actividad y reflexión inmensas. Sus espejuelos escondían unos ojos de caramelo pequeños, pero alertas y vivos, siempre observando las peripecias y aventuras de la familia. La imágenes que más recuerdo de mi abuela son en la cocina, con un traje algo desteñido, los espejuelos a media nariz, saboreándose lentamente un mango; por las noches, a veces pasada la media noche, reclinada y medio dormida en el sofá con su silueta marcada en la pared por la luz del televisor, esperando que llegara el que quedaba en la calle; y cociendo de madrugada, concentrada, y sus manos fuertes y ágiles moviéndose alrededor de una aguja zumbando a toda velocidad. Estas imágenes me causan calma, consuelo y paz. Son las imágenes de Dios que cuida y preserva su creación, que la acompaña y la mima, y que la gobierna no desde el poder sino desde los linderos y escondites de la fragilidad y del amor. Son las imágenes de Dios, que puede seguir siendo Dios, en medio de la tragedia y lo inaudito porque Su presencia habita lo oscuro y lo desamable y aún lo oscuro y desamable no pueden resistirse a su bondad.
Mi abuela cuidaba de toda la familia (conservatio; gubernatio). Lavaba y planchaba sin pedir ayuda. Recuerdo que en unas madres mi abuelo le regaló una lavadora y no la usó por mucho tiempo. Decía que la tabla de lavar era mejor. Que la lavadora dejaba la ropa sucia. Nos cuidaba cocinando, cociendo, procurando que todo estuviera en orden. Su cuidado, por supuesto, pasaba desapercibido para todos nosotros. La teníamos ahí y no hacíamos preguntas. La teníamos ahí y no le prestábamos ayuda. Pero siempre, junto al plato de comida, junto a la camisa recién terminada, junto al hacerse la dormida cuando el último de la casa llegaba al filo del amanecer, había una palabra de aliento, de amistad y de amor. A veces de precaución y de pausa. Sus consejos no faltaron y parecían tediosos y trillados cuando los oí por primera vez. Pero mientras más viejo me hago más me doy cuenta de cómo han marcado mi vida. Como mi abuela, Dios preserva su creación por su presencia amorosa y constante y por Su Palabra que congrega y edifica. Con Su Palabra y Sabiduría que nos equipa y empuja a preguntar, a crear y a construir. Como mi abuela, Dios se queda dormida frente al televisor esperando que el último de la casa llegue sano y salvo. Como mi abuela, Dios nos cuida sin esperar nada a cambio y sin que lo notemos; cocina, plancha, lava, cose y aconseja dejando en nuestras vidas una Palabra eficaz que conduce a la sabiduría.
Mi abuela era pobre y huérfana (concursus). Se crió en una familia que no era la suya porque su mamá murió y repartieron a todos los hijos e hijas entre la familia y amistades. En la casa que la crió, donde la trataron bien y hasta le permitieron estudiar y graduarse de noveno grado, era la encargada de los quehaceres y del cuido de los hijos. Al crecer, los hermanos y hermanas se buscaron y re-formaron la familia, ahora con sus propios hijos e hijas haciendo un gallinero grande y ruidoso. Desde niña mi abuela acompañó a otros con más recursos, con más medios, con más cosas. De adulta acompañó a mi abuelo, un hombre fuerte y generoso, algo cascarrabias y líder nato. Mi abuelo sólo sabía mandar, y su mandar, en todos lugares menos con mi abuela, era suave y amigable. Mi abuela acompañó a mi abuelo en su éxito vocacional, en sus excesos de la condición humana, en su criar distante pero constante. Mi abuela fue su fortaleza y su aliento cuando todos le abandonaron. De la misma manera mi abuela acompañó a toda la familia. A sus hermanos y hermanas que se re-unieron en la adultez y que criaron a sus hijos unos cerca de los otros. Acompañó a su familia parida hasta el último suspiro de su ser. Mi casa era el centro de mando de toda la familia y mi abuela el centro de mando de mi casa. Su omnipresencia era el sostén de todos. Su amor la hacía estar en todas partes. Así Dios nos congrega, nos alienta y fortalece para luchar. Dios gobierna y re-une en sí misma a toda su creación.
Mi abuela era una trabajadora incansable (concursus). Trabajó en las fábricas de mattress de Caguas, mi pueblo. Trabajó de sol a sol hasta que murió cuidando de la familia que parió. Re-creando a su familia que se dispersó. Mimando a los sobrinos y a las sobrinas. Llevando caldos de pollo a las camas de los vecinos enfermos y añadiéndolos a la foto familiar. Trabajó en la fábrica y trabajó en la casa. Sin descanso. Sin reproches. Su piel negra – trigueñita oscura en la nomenclatura boricua – caminaba pausada pero sin prisa, haciéndolo todo sin aparente esfuerzo, sin demasiada fanfarria, sin ningún interés escondido. Regañaba y protestaba por compromiso. Así, Dios se solidariza y nos acompaña con Su trabajo. Nos mima y nos cuida como sobrinas queridas. Nos vela y alimenta como hijas paridas. Nos lleva caldos de pollo cuando estamos enfermas y re-crea la creación cuando se dispersa. De la misma manera que mi abuela se dejó el pellejo en la fábrica de mattress y trabajó de sol a sol en la casa proveyendo lo que necesitábamos y guiándonos a los lugares donde necesitábamos ir, Dios llega a nuestras vidas y no se quita. Como dice Santa Teresa, Dios no se muda. Mi abuela nunca se quitó. Nunca detuvo su caminar pausado. Así Dios, sin prisa pero sin pausa, sin fanfarria y con un sólo interés; nuestro bienestar y salvación, nos autoriza para preguntar, bendice nuestro trabajo, nos envía a luchar por la justicia y la paz, y nos acompaña solidariamente cada día.
Mi abuela enfermó de leucemia (crux nostra). Esta enfermedad marcó los últimos siete años de su vida. Siguió haciendo lo que hacía; ahora con menos fuerza. Coció. Cocinó. Aconsejó. Lavó y planchó. En los días buenos lo hacía tarareando. De vez en cuando tocaba una armónica a la que le sacaba algunas notas musicales. En los días malos se recostaba en el mueble de la sala y se quedaba dormida. Nunca se quejó. Nunca dejó de hacer. Asumió su enfermedad y sus últimos años de vida con una dignidad que vistió a toda la familia. Con una entereza y valor que nos sostuvo y nos dio esperanza. Con su muerte murió la pega de la familia. Quedó un hueco que todavía no se llena en nuestro quehacer y convivir. Su recuerdo es vago en mi mente. A veces me siento culpable porque tengo que esforzarme para recordar su rostro y su bamboleo lento y amable por la casa. Su muerte no redime, pero a mí me enseñó a morir. Eso espero. Me enseñó a no dar excusas, a no quejarme, a no quitarme y echar pa’lante. Su muerte no redime pero testifica acerca de Quién la salvó. Dice algo acerca de Quién la sostuvo hasta su último suspiro un lunes por la noche en el Hospital Oncológico de Río Piedras hace más de treinta años. Su vida y su muerte dicen que Dios, que espera por las noches frente al televisor encendido a quien todavía queda en la calle y se hace la dormida, también cose, plancha, lava y aconseja para que nosotras tengamos vidas dignas y plenas. Dios, que gobierna con su amor, que preserva con su dedicación y que acompaña con su gracia, también habita la oscuridad y lo perecedero de la creación. Llora y sufre – no con un estoicismo resignado, sino con un compromiso esperanzador por la vida y lo pleno – sangra y muere como una de nosotras. Uno de la Trinidad murió para que la Trinidad sea nuestra vida. Para que ella pueda asumirlo todo de modo que todo lo redima.
Mi abuela fermenta en mí una imagen hermosa de Dios. Ojalá que lo que ella despierta en mí les ayude a ustedes a ser encontrados por Dios en sus propias vidas; en sus propias historias y en el país que les ha tocado vivir. ¡Bendición abuela!