1. La auténtica vida comunitaria de la iglesia
Nosotros hemos conocido lo que es el amor en que Cristo dio su vida por nosotros; demos también nosotros la vida por los hermanos (1Juan 3.16).
Las cartas que llevan el nombre de Juan son un testimonio complementario de todo lo expuesto en el Cuarto Evangelio, pues se refieren a la realidad de las comunidades que seguían al “discípulo amado”, las cuales enfrentaron múltiples desafíos y conflictos que trataron de resolver mediante la apelación a las palabras y la enseñanza de Jesús. Si en el evangelio se describe la manera en que las comunidades juaninas enfrentaron el estado de cosas imperantes en el judaísmo para seguir el camino del Nazareno y fueron expulsadas para fundar una nueva existencia de fe, en las cartas se combina un planteamiento eclesiológico sumamente esperanzador, basado en la eficacia del amor, pero al mismo tiempo se presenta con bastante realismo, la situación grupal. Ambas cosas no se excluyen, puesto que la exhortación a la práctica del amor, tan reiterada en las cartas, debía producir un fuerte compromiso comunitario que permitiera, sin cerrar los ojos a la realidad del comportamiento humano, seguir hacia adelante en la búsqueda de la realización histórica de una iglesia auténtica.
El vocabulario juanino, especialmente la insistencia en el amor como razón de ser de la vida comunitaria, aparece muy al principio de la primera carta como un asunto que se considera el frontispicio de toda discusión sobre la vida de la Iglesia misma, hasta el punto de que se subraya la necesidad de “dar la vida” por los hermanos, en continuidad con las palabras de Jesús, quien se expresó de la misma manera: Él dijo que no hay mayor amor que dar la vida por los amigos (Jn 15.13). Casi podría decirse que toda la primera carta procede de Juan 15, pues desarrolla los elementos presentes allí, en la clave de la vida comunitaria, con sus aciertos y sus desaciertos. Explica Raúl que el amor al prójimo dentro de la comunidad es el eje alrededor del cual gira la exhortación en la primera carta y hace un resumen de lo que significa, en estos textos, amar al prójimo: conocer a Dios (2.3; 4.8); vivir en la luz (2.10); estar unido a Dios (1.6); estar unido a los hermanos (1,7); no pertenecer al mundo (2,15); cumplir los mandamientos (5.2); amar a Dios (3.17); practicar la justicia (3.10); ser Hijo de Dios (4.7; 5.1); obtener el perdón de Dios (1.7; 3.18-20); liberarse del temor (4.18); pasar de la muerte a la vida (3.14) y, finalmente, desprendernos de nuestra vida (3.16).[1]
Resulta muy difícil establecer cuál de estas prácticas y realidades cristianas es más complicada de realizarse en la comunidad, porque acaso el “taller de humanización” que representa la experiencia eclesial para estas cartas apostólicas exige cada vez más que las acciones hagan concreto el amor en el mundo, más allá de la retórica y los buenos deseos. El prójimo está todos los días delante de nosotros, no esperando compasión o solidaridad superficial sino acciones específicas, justamente las más difíciles de llevar a cabo. La lucha contra las tendencias heréticas que rechazaban la encarnación del Hijo de Dios no distrae al autor de la carta de la insistencia en la práctica de un amor efectivo, no “de dientes para afuera”, como ha sido siempre el más común. Este tipo de amor verdadero es capaz de empobrecernos y de reducir nuestros recursos, de ahí que “dar la vida” no significa solamente la disposición para morir por los demás sino la capacidad de entrega en la realidad cotidiana de hechos más exigentes que la mera aceptación de una doctrina correcta.
I Juan 3 se inicia con la afirmación del supremo amor de Dios que nos ha hecho sus hijos e hijas, con el cual ha borrado los pecados de la humanidad dispuesta a recibirlo. El amor fraterno debe ser, en consecuencia, resultado de ese esfuerzo divino por hacer presente su amor en el mundo, aunque la historia misma de la salvación consigna lo sucedido entre Caín y Abel, como contraejemplo máximo de la negación de esa realidad (v. 12). Ahora, el mundo seguirá rechazando ese amor (v. 13), como algo ajeno, extraño, al espíritu de competencia y de búsqueda de superioridad. Pero amar al hermano significa haber pasado de muerte a vida (v. 14) y odiar al hermano es igual que asesinarlo (v. 15), por lo que la entrega de amor es lo que se espera de los hijos e hijas de Dios, ¡siempre!, no sólo en ocasiones especiales. Los siguientes versículos son una auténtica lección de ética cristiana y humanitaria, a la luz del amor de Dios: “Hijos míos, ¡obras son amores y no buenas razones! Esta será la señal de que pertenecemos a la verdad y podemos sentirnos seguros en presencia de Dios: que si alguna vez nos acusa la conciencia, Dios es más grande que nuestra conciencia y conoce todas las cosas” (vv. 18-20). Ésa es la ley que Dios espera que se cumpla en el seno de la comunidad (vv. 21-24), la auténtica ley del amor.
“Contigo”, una canción de Joaquín Sabina practica un ejercicio que parece un juego de palabras, pero no lo es, en un texto que tampoco es una típica canción de amor. Esta letra explora justamente esa zona de la eficacia del amor que se espera, pero que no siempre se ofrece, ni mucho menos se realiza en los hechos:
Yo no quiero domingos por la tarde;
yo no quiero columpio en el jardín;
lo que yo quiero, corazón cobarde,
es que mueras por mí.
Y morirme contigo si te matas
y matarme contigo si te mueres
porque el amor cuando no muere mata
porque amores que matan nunca mueren. […]
Yo no quiero saber por qué lo hiciste;
yo no quiero contigo ni sin ti;
lo que yo quiero, muchacha de ojos tristes,
es que mueras por mí.[2]
2. La koinonía del Espíritu en un mundo dividido
Dios mismo ha organizado el cuerpo dando más honor a lo que menos parece tenerlo, a fin de que no existan divisiones en el cuerpo, sino que todos los miembros por igual se preocupen unos de otros (1Corintios 12.14b-25).
A las múltiples causas de división presentes en el mundo, dice San Pablo en I Corintios 12 que Dios responde creando, organizando, la presencia de un cuerpo social, como comunión del Espíritu, en el que las diferencias son procesadas de manera distinta que en el resto de la sociedad. Ese “cuerpo” nuevo, a contracorriente de las ideas tan negativas que prevalecían en el mundo griego sobre las realidades físicas es, además, una manifestación de la nueva voluntad del creador, sustentador y redentor por hacer nuevas todas las cosas, entre ellas, claro, la convivencia humana más allá de los condicionamientos que los poderes preservan como parte del control que ejercen sobre la vida humana. La “vida en el Espíritu” tiene una dimensión colectiva, una vida de koinonía que se realiza en medio de la cotidianidad humana marcada por tiempos, conflictos e intereses diversos. El apóstol propone a la comunidad de Corinto que las prioridades del Espíritu sean sus prioridades también, especialmente en lo relativo a la presencia de los dones con que la ha equipado para vivir y realizar su misión en el mundo.
La alegoría del cuerpo le sirve magníficamente para mostrar cómo, en los nuevos tiempos inaugurados por la venida del Mesías Jesús, la vida de la comunidad puede guiarse según criterios distintos a los del mundo. La unidad de la existencia del cuerpo se fundamenta, según explica, en la diversidad de sus miembros (méle), sus integrantes, los elementos que le otorgan la vida (v. 12). Cada uno debe encontrar y definir su función para beneficio de la totalidad, pues gracias al Espíritu se logran superar las barreras étnicas, sociales o culturales gracias al bautismo (v. 13): él funda esa nueva unidad y coloca a los miembros en la línea del “tiempo mesiánico”:
Si bien cada tiempo tiene su autoridad, sus lógicas y sus formas de construir las relaciones sociales, tenemos que notar algo que es bien evidente en 1 Corintios. En esta carta se observa que el escenario donde estos dos tiempos se encuentran y se enfrentan es en la comunidad. La comunidad de Corinto es un escenario en el cual el tiempo de este mundo y el tiempo mesiánico se ponen frente a frente. Los tiempos mesiánicos y los de este mundo no son abstractos. Son fidelidades a determinadas autoridades, obediencias y desobediencias, esperanzas y toma de decisiones. Todo esto se ve en la comunidad de Corinto.[3]
Participar en la vida del cuerpo, en este nuevo tiempo, es situarse en los horizontes del Reino de Dios, cuya perspectiva social y comunitaria no admite más divisiones puesto que el Espíritu garantiza la unidad, pero ésta debe trabajarse continuamente para consolidarla en la diversidad (v. 14). El desarrollo de la alegoría sobre la actitud de cada miembro del cuerpo (vv. 15-17) desemboca en la afirmación de que Dios es quien los ha colocado como Él quiso (v. 18) para vivir en función de la unidad corporal total. Ninguno de ellos puede imponer su visión u orientación para destacar sobre los demás: “Pues ¿dónde estaría el cuerpo si todo él se redujese a un solo miembro? Precisamente por eso, aunque el cuerpo es uno, los miembros son muchos” (vv. 19-20). Hoy podrían hacerse varias analogías acerca de lo que apunta el texto: no todo puede abarcarlo la teología, educación, alabanza, evangelización, convivencia, misión, por ejemplo, pues tiene que existir una diversidad de aplicación de los dones que, de forma plural, ha colocado el Espíritu en la comunidad. Además, la elección última, definitiva, para la composición y orientación del rumbo de la iglesia corresponde solamente al único señor de la iglesia (v. 18). Esta “anatomía y fisiología” espiritual tiene el propósito claro de redefinir el sentido de la comunidad mediante la koinonía del Espíritu.
La imagen del cuerpo en 1 Corintios 12 o las jerarquías de los dones en 1Corintios 14 son puestas en escena de un tiempo mesiánico. Un tiempo inserto en otro tiempo. Sin dudas que la imagen de cuerpo-comunidad que tenía el tiempo de este mundo no era igual a la de 1Corintios 12. Sin dudas que las jerarquías de dones del tiempo de este mundo no era igual a la propuesta de 1Corintios 14.
El tiempo mesiánico abre un paréntesis dentro de la comunidad que permite e invita a construir una sociedad diferente. Este paréntesis busca recomponer las personas que fueron descartadas por el tiempo de este mundo y sus agentes, como nos dice 1 Cor 1.26-29: “Considerad, pues, hermanos, vuestra vocación y ved que no hay muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia”. (Idem)
Los marginados/as de este mundo encuentran, por fin, un lugar en la nueva sociedad que propone Dios. La forma de elección no depende de los valores imperantes, pues las formas de atracción para la formación de colectividades manejan criterios “estéticos” uniformadores que no deben tener la misma importancia en la conciencia de la comunidad cristiana. La comunidad tiene que recorrer un camino humano de renovación, de modificación de estos criterios para subordinarse a los dictados igualitarios del Espíritu, lo cual no resulta fácil, sobre todo por la manera en que se han interiorizado los otros valores. “El tiempo mesiánico es una nueva forma de escoger. Ya no según las escalas del tiempo de este mundo. Ahora la elección del tiempo mesiánico abre un paréntesis que permite llamar y convocar a los que fueron dejados de lado en el tiempo de este mundo. Y esto, ciertamente, cuestiona fuertemente el tiempo de este mundo junto con sus esquemas, jerarquías y estrategias” (Idem, énfasis agregado).
Los vv. 22-25 retoman las afirmaciones citadas de 1.26-29, en un sentido reivindicador e igualitario, atribuyendo al propio Dios el esfuerzo compensador, social y espiritual: “Dios mismo ha organizado el cuerpo dando más honor a lo que menos parece tenerlo, a fin de que no existan divisiones en el cuerpo, sino que todos los miembros por igual se preocupen unos de otros” (vv. 24b-25). Con ello lo que se afirma nuevamente es la superación efectiva de las inequidades que desafían siempre a la comunidad cristiana y contra las que se debe luchar de manera continua.
3. La koinonía que promueve el Señor en las comunidades cristianas
Queridos, si a tal extremo ha llegado el amor de Dios para con nosotros, también nosotros debemos amarnos mutuamente. […] Amemos, pues, nosotros, porque Dios nos amó primero (1 Juan 4.11,1).
Una frase tan trillada como lo es “la unidad en la diversidad” se acerca a resumir adecuadamente la forma en que el dueño y Señor de la Iglesia promueve la koinonía en las comunidades cristianas. Las cartas de Juan, con su insistencia realista y al mismo tiempo utópica, no cejan en su intento por establecer la práctica del amor como única razón de ser de la existencia de las comunidades cristianas. Asumiendo el riesgo de sonar repetitivos, los creyentes (hombres y mujeres) de esas comunidades dejaron constancia de la claridad con que percibieron la primacía del amor de Dios para la vida comunitaria. Por ello, en I Jn 4 su pastor los exhorta como sigue: “Queridos, si a tal extremo ha llegado el amor de Dios para con nosotros, también nosotros debemos amarnos mutuamente. Es cierto que jamás alguien ha visto a Dios; pero, si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor alcanza en nosotros cumbres de perfección” (vv. 11-12). Algunas de sus conclusiones parciales son contundentes e irrefutables, además de profundamente teológicas, en el mejor sentido del término: “Dios es amor, y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios permanece en él. […] Amemos, pues, nosotros, porque Dios nos amó primero. Quien dice: “Yo amo a Dios”, pero al mismo tiempo odia a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, si no es capaz de amar al hermano, a quien ve?” (vv. 16b, 19-20). ¡Cómo resuena en estas palabras el eco de la parábola del fariseo y el publicano (Lc 18.11-12), la cual, si la adaptáramos a nuestro tiempo, sonaría grotesca y hasta vulgar por la manera en que nos expresaríamos de algunos hermanos/as, …tal como lo hacemos en ocasiones cuando no los tenemos cerca!
Dietrich Bonhoeffer, después de estudiar la realidad bíblica y doctrinal de la comunión de los santos en Sociología de la iglesia, en Vida en comunidad demuestra muy bien muchos de los sueños piadosos que pueden dar al traste con la vida de las iglesias en todos sus niveles. Así, escribe que éstos, si bien pueden ser muy elevados y edificantes, no necesariamente coinciden con los propósitos divinos, de ahí que continuamente parece que salimos decepcionados (“Ay, aquí no se canta, ni se ora, ni se predica como a mí me gusta…”). Lo bueno es que Él (y sólo Él) tiene siempre el remedio:
Sin embargo, la gracia de Dios destruye constantemente esta clase de sueños. Decepcionados por los demás y por nosotros mismos, Dios nos va llevando al conocimiento de la auténtica comunidad cristiana. En su gracia, no permite que vivamos ni siquiera unas semanas en la comunidad de nuestros sueños, en esa atmósfera de experiencias embriagadoras y de exaltación piadosa que nos arrebata. Porque Dios no es un dios de emociones sentimentales, sino el Dios de la realidad. Por eso, sólo la comunidad que, consciente de sus tareas, no sucumbe a la gran decepción, comienza a ser lo que Dios quiere, y alcanza por la fe la promesa que le fue hecha.[4]
Tres acontecimientos recientes y cercanos (aunque uno de ellos no necesariamente en el espacio) han venido a hablarnos como signo de la unidad cristiana, porque en ese sentido hay que agradecer a la globalización la posibilidad de enterarnos más rápidamente de los sucesos en el interior de la ekumene de la fe. Primeramente, la organización de la Iglesia Protestante Unida de Francia, un esfuerzo de luteranos y reformados que se remonta hasta 1973, cuando mediante la Concordia de Leuenberg ambas iglesias acordaron la plena comunión eucarística. Ahora, con esta unificación, cerca de 400 mil protestantes alcanzan una forma de unidad que puede ser ejemplo para muchas iglesias.[5] En segundo lugar, los pasos, un tanto lentos, pero que se espera sean más firmes a corto plazo, de la naciente Comunión Mexicana de Iglesias reformadas y Presbiterianas (CMIRP) están confirmando las intuiciones y propuestas de Zwinglio M. Dias, quien al afrontar la realidad de la separación y desmenuzar sus razones (“no fuimos, ni somos, ni seremos mejores que ellos”, señala en pocas palabras), también fue capaz de atisbar los caminos que podría seguir una comunidad que en espíritu de libertad reinicia su vida en nuevos espacios de fe y misión.[6]
Y finalmente, la realización de la sexta asamblea del Consejo Latinoamericano de Iglesias (CLAI) en tierras cubanas, donde se discutieron nuevamente las preocupaciones comunes y, por supuesto, se volvieron a reunir las familias confesionales, en una especie de péndulo cristiano, que va y viene de lo general a lo particular, con hallazgos intermedios de compromisos y luchas que no deben abandonarse. Otro signo de unidad y koinonía es el hecho de que el flamante secretario general es un pastor reformado argentino que es luterano desde los años 80.
Si practicamos el ejercicio de vislumbrar y valorar positivamente los dones y los carismas propios de cada familia confesional, el resultado sería, además de sorprendente, sumamente provocador para buscar la fraternidad y una koinonía efectiva, en el camino de ofrecer al mundo un testimonio común del Evangelio de Jesucristo. De esa manera, tendríamos, por ejemplo, que la piedad y la búsqueda de santidad de los metodistas y nazarenos, el celo bautista, el apego a la tradición de anglicanos, episcopales y luteranos, el entusiasmo pentecostal y las búsquedas teológicas reformadas, formarían una amalgama impresionante como muestra de la diversidad que produce el Espíritu Santo en su Iglesia, una única iglesia. De modo que promover la koinonía con gestos y acciones concretas dentro y fuera de los espacios eclesiásticos, siendo una tarea permanente del Dios-comunidad, puede y debe ser una labor creativa y transformadora de las comunidades de hoy. El lema del CLAI “Un ecumenismo de gestos concretos puede traducirse entre nosotros como: “una koinonía de gestos concretos”, pues la necesitamos estimular y practicar continuamente.
[1] Raúl H. Lugo Rodríguez, “El amor eficaz, único criterio (El amor al prójimo en la primera carta de San Juan)”, en RIBLA, núm. 17, http://claiweb.org/ribla/ribla17/9%20RODRIQUEZ.htm.
[2] J. Sabina, “Contigo”, del álbum Yo, mí, me, contigo (1998), en www.joaquinsabina.net/2005/11/05/contigo/
[3] Pablo Manuel Ferrer, “Tiempos mesiánicos: pistas para leer 1 Corintios y nuestra realidad”, en RIBLA, núm. 62, http://claiweb.org/ribla/ribla62/pablo.html.
[4] D. Bonhoeffer, Vida en comunidad. 3ª ed. Salamanca, Sígueme, 1982 (Pedal, 133), p. 17.
[5] Alfredo Abad, “La unión de luteranos y reformados, un signo para Europa”, en el sitio de la Iglesia Evangélica Española, www.iee-es.org/blog/blog/la-union-de-luteranos-y-reformados-un-signo-para-europa/
[6] Z.M. Dias, “De la separación inevitable a la unidad imprescindible”, en Lupa Protestante, 14 de diciembre de 2011, www.lupaprotestante.com/lp/blog/de-la-separacion-necesaria-a-la-unidad-imprescindible/
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