Posted On 21/08/2013 By In Opinión With 3098 Views

Auf wiedersehen, Moritz Erhardt

Y los mercaderes de la tierra lloran y hacen lamentación sobre ella, porque ninguno compra más sus mercaderías; mercaderías de oro, de plata… almas de hombres (Ap. 19, 11.12.13)

¿Cuánto vale la vida de una persona? ¿Qué precio tiene en el mercado? Si escucháramos preguntas de este tenor en una película ambientada en la Antigüedad o en la época colonial, no nos llamarían demasiado la atención. Nos hemos habituado a pensar en la esclavitud como algo propio de tiempos pretéritos, de manera que hasta las encontraríamos muy propias del argumento, muy adecuadas a la trama; casi nos deleitarían en ese contexto preciso, máxime si las pronunciaba algún actor o actriz de cierto renombre, de cierto glamour. Lo trágico es que situaciones como la transmitida por la prensa en relación con el joven alemán Moritz Erhardt, de 21 años, becario en el Bank of America de Londres, muerto al parecer por un ataque de epilepsia tras una sesión de trabajo de 72 horas ininterrumpidas, sin descanso, vuelven a colocarlas sobre el tapete.

Pero no es sólo el joven Moritz Erhardt. Puede ser cualquier persona, de cualquier nacionalidad, raza y edad, que en el día de hoy y en países como el nuestro (¡y en los del entorno occidental se dicente cristiano!) se ve sometida a situaciones en las que su propia integridad, su propia dignidad en tanto que ser humano, resulta minusvalorada, por no decir impunemente pisoteada, por un sistema de valores en el que sólo cuenta la ganancia (cuanto más rápida y cuantiosa, mejor), aunque ésta se consiga al margen de la ley o abiertamente en contra de ella. Ya lo había dicho la célebre Celestina de Fernando de Rojas: a tuerto o a derecho, nuestra casa hasta el techo. Eso sí, que quede bien claro: la nuestra. Los demás, pues que se j…. (con perdón de la expresión), como se oye cada vez con más frecuencia, incluso en labios de quienes pareciera que tales expresiones no debieran tener cabida. Pensamos en la cantidad de trabajadores a los que se reducen los salarios hasta extremos insultantes —eso cuando se les paga, que de todo hay— mientras se recargan sus horarios laborales; también en aquéllos a los que se obliga a ejercer tareas muy concretas de evidente riesgo físico sin permitírseles el reposo necesario; y cómo no, en quienes se ven forzados a llevar a cabo actos que violentan hasta sus conciencias si quieren permanecer en sus puestos de trabajo y sostener a sus familias. Moritz Erhardt ha fallecido por una sobrecarga física, un surmenage (en el sentido más literal de la palabra) que ha puesto fin a una tarea frenética y a todas luces inhumana, y su deceso ha hallado eco en los medios de comunicación. Pero hay muchos otros en situaciones similares, algunos ya difuntos y otros casi, que son completamente anónimos, que nadie conoce, salvo sus propias familias, sus entornos inmediatos, y que viven en un régimen de esclavitud similar al de la Antigüedad.

¿El culpable? Ya lo hemos dicho antes: el sistema de valores, un claro eufemismo de nuestros tiempos que en realidad significa lo mismo que el símbolo de la Gran Babilonia tan bien descrito por San Juan en Apocalipsis 17 y 18. O sea, seres humanos muy concretos, que detentan el poder y se declaran a sí mismos dueños de vidas y haciendas, sin escrúpulo ni remordimiento alguno. No nos ha de sorprender, por lo tanto, que la Palabra de Dios recogida en el último libro de la Biblia lance contra ellos sus anatemas más furibundos.

El Dios revelado en las Escrituras, y de forma muy especial en la persona de Cristo, no entiende de intereses de ningún tipo que pisoteen la dignidad humana. El Dios que la Biblia llama Creador y Padre Nuestro no escucha los subterfugios de los opresores ni las añagazas de quienes hacen de la vida de los hombres un simple negocio. Ni las economías antiguas cimentadas sobre la esclavitud, ni las estructuras actuales que reducen a la persona a una simple pieza de recambio en un engranaje o un simple voto en unas elecciones tienen justificación alguna a ojos del Señor. Y desde luego, la Iglesia de Cristo no está en este mundo para cerrar los ojos, desviar la mirada ante la realidad y someterse vergonzosamente a un tráfico impío e inhumano que denigre a quienes hemos sido creados a la imagen y semejanza de nuestro Hacedor.

Al igual que los antiguos profetas de Israel que en el Nombre de Yahweh alzaban su voz contra los opresores y a favor de los oprimidos, la Iglesia de hoy debe cumplir una misión similar frente a un sistema esencialmente podrido, que se descompone ante nuestros ojos, y que evidentemente sólo desea obtener en un tiempo récord el máximo beneficio ante la previsión de una catástrofe económica y política sin precedentes. Dicho de otra manera: no es de recibo que un joven de 21 años fallezca a causa de un trabajo que le impida incluso el descanso regular impuesto por la propia naturaleza; no se puede admitir que padres de familia arriesguen de continuo sus vidas en la carretera obligados a incumplir horarios legales y normas de seguridad sólo porque alguien les exige más de lo que se debe; no es tolerable que los trabajadores de las distintas áreas de servicios, públicos y privados, vivan sometidos a unas presiones y amenazas constantes de merma en sus salarios o despidos —pareciera que en estos momentos la antigua distinción entre despidos procedentes e improcedentes ya no estuviera en vigencia—. Y no basta con que los sindicatos amenacen con movilizaciones (poco se puede movilizar quien, reconózcase o no, es mantenido del erario público, las cosas como son); no es suficiente con que las redes sociales expresen la protesta de ciertos sectores (hay quien se pregunta, y con razón: ¿se protestará tanto cuando empiece la liga de fútbol?); ni siquiera con que algunos partidos políticos —la oposición, lógicamente— manifiesten de manera más o menos ruidosa su inconformidad con la situación (suelen actuar de forma distinta cuando llegan al poder, como todo el mundo sabe). No basta. La Iglesia ha de hacerse oír, porque ni es mantenida por el sistema (no debiera, en todo caso) ni depende de los vaivenes de la opinión pública para proclamar aquello que es perenne en la Palabra de Dios: el valor de la persona humana, su dignidad en tanto que imagen del Creador y su valor añadido por la redención operada en Jesucristo. El Dios revelado en Jesús no es un Dios de esclavos, sino de personas humanas libres, o mejor aún, liberadas, rescatadas, redimidas, redignificadas.

Hoy decimos adiós al joven Moritz Erhardt: Auf Wiedersehen, Moritz! Y con él decimos también adiós a tantos otros que en similares condiciones han sido víctimas de la esclavitud deshumanizadora de todas las sociedades humanas. Pero se trata de un adiós esperanzado, un adiós confiado en la misericordia del Señor, según el cual este joven de vida tristemente truncada y todos los demás hallarán su plenitud en el Reino de su Hacedor y Padre. Ninguna persona humana nace, vive o muere en vano.

Como Iglesia, como creyentes, nos sostiene la esperanza frente a quienes nos alienan. Por eso no podemos dejar de proclamar el juicio divino contra la Gran Babilonia y la liberación de los hijos de Dios.

 

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Crédito para la ilustración

Juan María Tellería

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