Muéstrales el camino por donde deben andar (Éx. 18, 20)
Podríamos muy bien haber titulado esta reflexión, remedando a cierta serie de la BBC que tuvo gran renombre en su momento, Caminando entre monstruos, o incluso Caminando entre bestias. Y es que los acontecimientos de esta última semana, tal como se han presentado en los noticiarios, se prestaban perfectamente a ello. A nadie se le oculta que ha generado cierta desazón —por no decir disgusto y decepción— entre muchos de nuestros conciudadanos la decisión de las altas esferas norteamericanas, con su presidente Obama a la cabeza, de emplear la fuerza militar contra el régimen del mandatario sirio Baschar Al-Assad. La verdad es que no ha gustado demasiado. Por si fuera poco, en el mundo entero se han alzado voces contrarias a esta al parecer clara determinación intervencionista, desde el mundialmente conocido y controvertido lingüista judeo-estadounidense Noam Chomsky (no tanto por sus teorías lingüísticas como por su ideología política izquierdista) hasta ciertos dirigentes políticos, pasando por el común de muchos pueblos, norteamericanos incluidos. Y es que son demasiadas las paradojas que están sobre el tapete: Baschar Al-Assad es un dictador que masacra a su pueblo, a los que él llama “rebeldes”, con (dicen) armas químicas si se tercia; pero por otro lado, esos rebeldes, de mayoría islámica fanáticamente integrista, no tienen escrúpulo alguno en masacrar a todo el que se les ponga por delante, sean soldados del ejército nacional o sacerdotes y religiosos cristianos, como no han dejado de difundir con todo lujo de detalles ciertas noticias; en el otro frente está Barak Obama, premio Nobel de la paz (parecería que a su pesar, según él), liderando una intervención que muchos no ven como una guerra de liberación de un pueblo oprimido, sino una cuestión de intereses políticos, militares y sobre todo económicos del mundo occidental, y más específicamente de los Estados Unidos. Vamos, el cuento de nunca acabar.
El gran desafío que nos plantean estas situaciones a los creyentes no es, pese a lo que algunos pudieran creer, saber a quién hay que dar apoyo en estas escaramuzas internacionales. Ni Barak Obama representa los valores tradicionales cristianos y civilizados de Occidente frente a la dictadura y la crueldad del déspota sirio y musulmán Al-Assad, ni tampoco se trata de que en Siria haya “buenos” y “malos”. Si finalmente la comunidad internacional da el visto bueno a la intervención occidental en ese país, se repetirán acontecimientos y condiciones que ya se han dado en otros momentos recientes de la historia y en la misma zona geográfica. En este tipo de casos es muy difícil ver quién es realmente el bueno y quién es el malo, quién el vencedor y quién el vencido. Lo único cierto es que cuando se desencadenan hechos de tal envergadura, el ser humano, ya sea oriental u occidental, cristiano o musulmán, queda desastrosamente envilecido.
En tanto que discípulos de Jesús no podemos tomar la postura cómoda y escapista de considerar que todos estas situaciones son “cosas del mundo” y que por lo tanto no nos conciernen; que estamos aquí para otros asuntos más importantes, dado que acontecimientos de esta clase no son sino claras “señales de los tiempos” y “anuncios del fin”, al estilo de la prédica de ciertas sectas religiosas. Pero tampoco podemos caer en la trampa de una implicación total en políticas cuyo sustento ideológico real y cuya finalidad son demasiado evidentes como para que nadie sea engañado. Y desde luego, a la luz de las Sagradas Escrituras no tiene justificación alguna que los creyentes sigamos ciegamente a supuestos “líderes” nacionales o internacionales con mayor o menor carisma en la idea de que tienen en sus manos la clave para arreglar todos los desaguisados que se han producido en este mundo. Carece de sentido que haya cristianos que se sientan profundamente decepcionados, casi hasta las lágrimas —así lo hemos constatado in vivo y más de una vez—, por la actuación de presidentes, mandatarios y figuras relevantes de sus países respectivos o de otros. Los dirigentes políticos no son más que eso, por muy buenas intenciones que tengan (y en principio no hay por qué negárselas), por muy acertados o inteligentes que parezcan sus programas de gobierno.
No resulta fácil ser cristiano en un mundo que constantemente parece exigir tomas de postura radicales —y maniqueas, dicho sea de paso, aunque no se quiera reconocer— sobre ciertos sucesos o acontecimientos ampliamente difundidos por los medios de comunicación. Y no se trata de misticismos mal entendidos. La cuestión es que el creyente seguidor de Jesús está llamado a ser pacificador en medio de sociedades radicalmente violentas, a proclamar la justicia en entornos a todas luces injustos, y a dar valor a la persona humana en ambientes ferozmente hostiles y despersonalizadores, en Oriente y en Occidente, en el Norte y en el Sur. Digámoslo alto y claro: los discípulos de Cristo hemos sido llamados a ser, como dicen las Escrituras, luz en medio de las tinieblas, es decir, equilibrio en el desequilibrio, razón en la sinrazón. O sea, a caminar con paso firmes entre contradicciones que asemejan arenas movedizas. Tarea ardua, no se puede poner en duda, y destinada al más rotundo de los fracasos a ojos vistas, pero cuyos alcances en este mundo escapan por completo a nuestro control. Nadie que sea humano puede realmente comprender el alcance del testimonio de los creyentes.
Finalmente, y nunca hay que olvidarlo, el camino del cristiano no se lo marca él mismo. Es algo que le viene dado de lo Alto.