La religión debe quedar reducida al espacio privado. Así piensan algunos de aquellos que se declaran defensores de una sociedad secularizada. En las sociedades democráticas, argumentan, donde se propicia la libertad de conciencia, la religión debe ser un asunto privado que, en manera alguna, invada el ámbito público. Quienes defienden esta idea arguyen que los creyentes de cualquier religión deben reservar para el espacio íntimo no solamente los signos externos que muestren su religiosidad, sino que consideran de mal gusto que un ciudadano que sustenta una determinada fe religiosa haga manifestaciones públicas tendentes a dar testimonio de sus convicciones religiosas.
Es evidente que la religión está en exceso politizada y su injerencia en la vida pública, especialmente en países como España, con resabios cesaropapistas, sigue siendo excesiva. La sociedad tiene que seguir avanzando en el desarrollo del mandato constitucional de conseguir una verdadera separación de la Iglesia y el Estado. Este problema se vive, con mayor intensidad, en los países islámicos, por lo que es de desear que también en ellos se siga avanzando en ese sentido hasta lograr sociedades en las que se respete la pluralidad religiosa y la autonomía de la religión con respeto al Estado, con el fin de facilitar la convivencia y la paz universal; y, por otra parte, necesario es que se defienda la independencia del Estado para legislar y gobernar en un plano de igualdad para todos los ciudadanos, tomando como referente, no tanto la moral específica de una u otra religión, sino el marco ético de la Declaración de los Derechos Humanos.
La vida pública, sea en el plano educativo, en el ámbito judicial, en el Ejército o, sobre todo, en el ejercicio de la función gubernamental, no solamente debe ser neutra desde el punto de vista religioso, sino que ha de ser escrupulosamente imparcial. No hay lugar para signos o símbolos procedentes de cualquier religión ni para ningún tipo de ritual en forma de oraciones o actos litúrgicos; ni son admisibles declaraciones y actos públicos de los gobernantes que polaricen o pongan de manifiesto sus preferencias o prácticas religiosas. El gobernante sí que está obligado, de forma especial, a reservar sus creencias y prácticas religiosas al ámbito privado. Otra cosa es que, como tal cargo público, asista protocolariamente a determinados actos promovidos por las religiones, sin discriminar a unas con respecto a otras, buscando siempre un equilibrio que ponga de manifiesto la equidad de un Estado no confesional.
Ahora bien, dicho lo que antecede, hay que matizar todo cuanto tiene que ver con la expresión pública de la fe. La religión, para el creyente, en manera alguna forma parte únicamente del ámbito privado; al ser un valor que informa su condición esencial como ser humano, le acompaña tanto en la vida privada como en la pública y se supone que determina su conducta; y esto le dota del derecho a dar testimonio de su fe y a compartirla, llegado el caso, con otras personas que voluntariamente estén dispuestas a escucharle, y no solamente como individuo, sino como colectividad. Tanto el creyente por serlo, como el agnóstico o el no creyente, tienen derechos individuales y, por extensión, derechos colectivos que una sociedad democrática debe garantizar, proteger y promover; derechos que le facultan para expresar su fe o la carencia de ella en todos y en cada uno de los espacios en los que discurre su existencia, sin olvidar, en cualquier caso, que el derecho que le asiste y protege es extensivo al resto de los ciudadanos y, consecuentemente, su libertad termina, por decirlo en forma coloquial, en la punta de la nariz de su prójimo. Los diferentes estamentos del Estado tienen la obligación tanto de garantizar la libertad individual y colectiva como de poner los medios necesarios para evitar que el ejercicio de esos derechos se convierta en un atentado contra los del resto de ciudadanos.
En la recomposición de ese espacio de convivencia común no solamente tienen que avanzar los poderes públicos, despojándose de atávicos tics heredados de conductas y vicios preconstitucionales, sino que también deben hacerlo las diferentes confesiones religiosas, tanto la mayoritaria, por unas causas, como las minoritarias, por otras. Ninguna religión está capacitada para esgrimir derechos, sean históricos o devenidos por mor de la democracia y la libertad religiosa o de conciencia, que la faculten para exigir un trato distintivo de favor, que redunde en detrimento de otras religiones o, en su caso, que discrimine a ciudadanos que no practican ninguna.
Diciembre de 2010