1. Testigos en continuidad
Se impone, por tanto, que alguno de los hombres que nos acompañaron durante todo el tiempo en que Jesús, el Señor, se encontraba entre nosotros, desde los días en que Juan bautizaba hasta que fue arrebatado de nuestro lado, se agregue a nuestro grupo para ser con nosotros testigo de su resurrección (mártura tes anastáseus). Hechos 1.21-22
Sobre la historia y el desarrollo del cristianismo en el mundo ha habido muchos intentos por establecer con claridad cuáles han sido los resultados de sus múltiples procesos de adaptación para mantener su fidelidad al mensaje de Jesucristo y sobre cómo conseguir que la esencia del mismo siga vigente después de tanto tiempo. Lo que ha llegado hasta nosotros es una versión filtrada y actualizada de la fe antigua, por lo que es necesario revisar constantemente sus fundamentos para situarnos en una relación de continuidad (o eventualmente discontinuidad) con algunos o la totalidad de los elementos de la experiencia y la espiritualidad que hemos recibido. No se trata de una tarea sencilla, pues la transmisión de creencias y valores es parte de procesos muy amplios de formación, convivencia y socialización que se realizan consciente e inconscientemente en la vida de las personas. Una exigencia de la fe cristiana es que se debe participar de ella siempre históricamente y en respuesta a las coyunturas o situaciones individuales o colectivas. Por eso es preciso y hasta urgente acercarse a los textos bíblicos que dan cuenta de las transiciones históricas que permitieron el avance del testimonio cristiano fuera de sus “territorios originarios”. En suma, debemos responder seriamente la pregunta: ¿el cristianismo que hemos recibido está en continuidad histórica con el mensaje anunciado por el propio Jesús según las Escrituras?
“Testigos de la resurrección”: ésa es la manera en que el libro de los Hechos de los Apóstoles define al grupo que, después del martirio y glorificación de Jesús de Nazaret, toma nuevos bríos y bajo la conducción del Espíritu Santo, decide retomar el camino para dar continuidad a lo iniciado por su maestro, Señor y salvador. En ese recuento de sucesos que posicionaron a los seguidores de Jesús como un alternativa que, saliendo del judaísmo, alcanzaría un nuevo rostro, es la voluntad del Resucitado la que tendrá que cumplir el movimiento que se conocería después, genéricamente, como la “iglesia”, aunque en el libro como tal no se le denomina así, puesto que inicialmente se utilizaron otros nombres (nazarenos, los del Camino). Posterior al gran acontecimiento de la resurrección, Jesús se aparece en medio de ellos y determina los pasos a seguir en la nueva estrategia de dar a conocer su obra de redención en todos los confines de la tierra (1.8). En sus apariciones, el Jesús resucitado vuelve a colocar en el centro el mismo mensaje que había anunciado antes: el Reino de Dios (1.3), con lo que la primera nota de continuidad es el apego a la enseñanza y la esperanza fundamental. La otra instrucción consistió en esperar la “promesa del Padre” (1.4), esto es, el bautismo del Espíritu Santo (1.5) para que, en continuidad con el anuncio antiguo del profeta Joel, la nueva comunidad mesiánica pudiese despegar hacia los nuevos rumbos señalados como el nuevo proyecto de Dios en el mundo.
En el proceso de nueva ubicación visible de la comunidad de seguidores/as de Jesús, una etapa insoslayable fue la redefinición del grupo para otorgar continuidad a lo hecho por Él para que se cumpliese su mandato de expansión anunciado antes de su ascensión a los cielos. Ante la impaciencia e incomprensión sobre la venida del Reino de Dios (1.6-7), Jesús coloca el designio de “ser testigos en el mundo” como la única prioridad. En esa línea, el grupo de 12 apóstoles había quedado incompleto y debía recuperar su sentido e identidad comunitaria simbólica. Esta tendencia permanente por sentirse “incompletos” marcaría para siempre el celo evangelizador, misionero y de acercamiento a las personas para sumarse al proyecto salvador de Jesús. De ahí que, a la hora de seleccionar al duodécimo integrante del grupo de apóstoles, se determinaron los criterios específicos para dar cumplimiento a ese propósito, pues a la enumeración por nombre de cada discípulo y el reconocimiento de la presencia y actuación de las mujeres, le siguió la búsqueda. La nueva persona debía haber acompañado al grupo todo el tiempo de la manifestación del Señor, desde su bautismo hasta su ascensión, es decir, ¡tenía que haber recorrido la ruta completa de seguimiento y discipulado! O como diríamos en nuestro tiempo: ¡no debía haber faltado a ninguno de los cultos o reuniones! ¡Y quién puede lograr algo así!
De modo que la demanda para la integración era la constancia que produce continuidad y auténtica comprensión de lo que se hace y para qué se hace en la comunidad de seguidores/as de Jesús. La continuidad histórica de la fe y de la iglesia ha estado bajo el resguardo del Espíritu, sin duda alguna, pero requiere la participación activa y autocrítica de los integrantes históricos del pueblo de Dios para que su testimonio se ubique siempre en el marco de la situación que le corresponda vivir. No se puede renunciar al conocimiento de las raíces históricas de la fe y actuar como si se estuviera comenzando desde cero, pues cientos y cientos de generaciones nos han precedido, aunque por otro lado, la experiencia de la fe debe ser fresca y vital, y no se debe vivir únicamente de las supuestas glorias del pasado. Venimos de un pasado lleno de circunstancias positivas y negativas, estamos en un presente con nuevas exigencias, y nos dirigimos hacia un futuro en el que nos está esperando siempre el Señor de todos los tiempos. De su parte viene el llamado para estar a la altura de sus designios y de las nuevas condiciones que hemos de enfrentar con esperanza y confianza en sus planes, siempre perfectos. Él siempre nos acompañará en el camino iluminando nuestra oscuridad y desafiándonos con nuevas exigencias.
2. Promesas divinas y orígenes históricos de la fe
El Señor dijo a Abraham: —Deja tu tierra natal y la casa de tu padre, y dirígete a la tierra que yo te mostraré. Te convertiré en una gran nación, te bendeciré y haré famoso tu nombre, y servirás de bendición para otros. Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan. ¡En ti serán benditas todas las familias de la tierra! Génesis 12.1-3, La Palabra (Hispanoamérica)
Todo comenzó en la ciudad de Ur de los caldeos, muy cerca de Babilonia, en lo que ahora es Irak, y en Jarán (en la actual Turquía). Algo más de 3 mil años antes de Cristo, un beduino de 75 años, cuya vida al parecer transcurría ya sin posibilidades de alguna sorpresa, escuchó la voz de Dios quien le ordenó dejar su ciudad, su familia y su patrimonio para ir a una tierra diferente, lejana, para hacer de él “una gran nación” y “ser bendición” a muchos pueblos. Así comenzó la aventura de la fe de Abram, a quien hoy cientos de millones de personas reconocen como su “padre en la fe” y cuyo nombre llevan tres de las principales religiones (judaísmo, cristianismo e islamismo, por orden de aparición). La primera remite sus orígenes a esa llamada ancestral que se pierde en la bruma de los tiempos. La segunda, siguiendo también los textos del Génesis (12-25), los reinterpreta a la luz de Jesús. Y la tercera, a partir del Corán. “Singular destino el de este hombre cuya historia.se pierde en la noche de los tiempos y que es para todos los que creen en un solo Dios el antepasado y el modelo de su fe”.[1] Las divergencias en la interpretación de su legado “están ahí para recordarnos que no llegamos a nuestros orígenes religiosos e históricos más que a través de la larga cadena de nuestras tradiciones respectivas”.[2]
La llamada divina y la respuesta positiva de Abram dieron inicio a una historia de fe que sigue hasta nuestros días. Sus condiciones vitales (anciano, sin hijos, alejado de su tierra, en medio de situaciones sociales muy complejas), tan lejanas a un ideal humano en el que supuestamente podría relacionarse mejor con Dios, hicieron de él un patriarca cuya autoridad moral y religiosa se acrecentaría con el tiempo, con todo y las enormes pruebas y conflictos que vivió. La respuesta de fe que el texto bíblico muestra como algo muy natural, representó un cambio radical de paradigma puesto que tuvo que abandonar las ideas y prácticas politeístas, además de que su concepción de los sacrificios también tuvo que cambiar profundamente. Abram se convirtió en un migrante que sigue un camino donde se mezcla lo espiritual con un cambio radical en su vida y en el que va descubriendo nuevas facetas de Dios como en el episodio en que le pide a su hijo prometido en sacrificio (Gn 22), tan profundamente analizado por Søren Kierkegaard en Temor y temblor. Además, la apertura a otras tradiciones de fe y la afirmación de que los demás pueblos del mundo serían objeto de la bendición divina, no deben soslayarse. Collin hace un retrato magnífico con estos y más elementos:
Abrahán se presenta además como el hombre de la intimidad con su Dios. El Señor lo llama a Jarrán para que parta hacia otro país, se le aparece en Siquem, le habla en Betel, se compromete con juramento con él en Mambre, los tres mensajeros divinos se detienen en su casa y comen a su mesa. Abrahán, frente a Dios, se sitúa siempre en la obediencia y en la fe, parte sin vacilar basándose sólo en la palabra de su Dios (12.4). Y Dios mismo subraya y reconoce su fe (15.6). Puede decirse que este éxito, tan manifiesto en adelante en la dinastía davídica, se basa por entero en la docilidad y en la fe. Abrahán es también el hombre del culto, del servicio de Dios, constructor de altares, en donde Dios se le revela.[3]
La vida y experiencia de Abraham serán, también, un vehículo para la revelación divina:
Puede decirse igualmente que a través de Abrahán es como mejor se revela el rostro de su Dios un Dios que ya es un padre a quien hay que glorificar, según el significado probable del nombre mismo del patriarca Es Señor y actúa entre los hombres de manera soberana, pero también muy personal, en un dialogo incesante, es el Dios de la fecundidad que cierra y que abre el seno de la mujer y asegura la descendencia prometida tal como el la entiende, es el Dios de la promesa, el que conduce a Abrahán como conduce a Lot, el que da la tierra y la quita, es un Dios que ama a sus servidores.
Su vida cotidiana, como hoy lo puede estar la nuestra también, se “enredó” con los planes de Dios y fue capaz de vislumbrar, incluso en medio de la conflictividad familiar, cómo debía conducirse para ser fiel a las promesas divinas: “Se presenta finalmente a Abrahán como un jefe de familia, pensando una vez mas en David, podría decirse de él que es el antepasado de una dinastía, se muestra lleno de solicitud por su sobrino Lot y defiende a Ismael contra los manejos de Sara”.
La tradición antigua llegó al extremo de asociar su nombre al del propio Dios para referirse a Él como “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, como una muestra del valor que se le asignó a la manera en que siguió la voz divina. El Nuevo Testamento habla de él en 75 ocasiones, casi tanto como de Moisés (80) y el propio Jesús se refirió al decir: “Abrahán, el padre de ustedes, se alegró con la esperanza de ver mi día; lo vio y se alegró” (Juan 8.56). El contexto de estas palabras es muy complicado, pues Jesús relaciona su mensaje directamente con la fe de Abraham y cuestiona la forma en que se vivía e interpretaba su legado: “Ya sé que ustedes son descendientes de Abrahán. Sin embargo, quieren matarme porque mi mensaje no les entra en la cabeza.[…] Si fueran de verdad hijos de Abrahán, harían lo que él hizo. Pero ustedes quieren matarme porque les he dicho la verdad que aprendí de Dios mismo. No fue eso lo que hizo Abrahán” (8.37, 39b-40).
San Pablo lo presentó, en su carta a los Romanos, como un modelo de fe a seguir: “Hemos dicho que la fe le valió a Abrahán para que Dios le concediera su amistad. […] De esta manera, Abrahán se ha convertido en padre de todos los que creen sin estar circuncidados, por cuanto también a ellos Dios los restablece en su amistad. […] Por eso, la promesa está vinculada a la fe, de manera que, al ser gratuita, quede asegurada para todos los descendientes de Abrahán, no sólo para los que pertenecen al ámbito de la ley, sino también para los que pertenecen al de la fe de Abrahán que es nuestro padre común” (Ro 4.9, 11b, 16).
La carta a los Hebreos interpreta su historia en trazos ágiles y audaces: “Por la fe Abrahán obedeció la llamada de Dios y se puso en camino hacia la tierra que había de recibir en herencia. Y partió sin conocer cuál era su destino. Por la fe vivió como extraño en la tierra que Dios le prometió, habitando en cabañas. Y otro tanto hicieron Isaac y Jacob, herederos de la misma promesa juntamente con él, que había puesto su esperanza en una ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (13-8-10).
Ésa es pues, la raíz originaria de la fe bíblica con la que se conecta y de la que debe beber todo aquel/la que se acerca a la fe a través de Jesucristo al contenido de las Escrituras antiguas. El Antiguo y el Nuevo Testamentos se unifican al evaluar la herencia espiritual de alguien como Abraham, que fue capaz de escuchar, con unos oídos dispuestos y sensibles la llamada de Dios en la historia, en medio de una historia personal llena de monotonía y frustraciones, la posibilidad de una vida nueva y transformadora para él, para la gente cercana y para la posteridad, de la cual ahora formamos parte. Los lazos espirituales rebasan las fronteras espaciales y temporales, y guiados por el mismo Dios de Abraham pueden seguir teniendo relevancia en nuestro tiempo.
3. Dios se encuentra con su pueblo en las encrucijadas históricas
Lo hemos escuchado con nuestros oídos, oh Dios;/ nuestros padres nos han contado/ lo que tú hiciste en sus días,/ en los días del pasado./ Expulsaste naciones para asentarlos a ellos,/ oprimiste a pueblos para que ellos crecieran./ No conquistaron la tierra con la espada/ ni fue su brazo quien les dio la victoria;/ fue tu diestra y tu brazo,/ fue la luz de tu rostro/ porque tú los amabas. Salmo 44.2-4, La Palabra (Hispanoamérica)
El encuentro de Dios con su pueblo en la historia siempre ha estado lleno de vicisitudes, aunque su fidelidad al pacto es indiscutible. El desarrollo histórico del pueblo antiguo se expresó de diversas maneras a la hora de redactar los textos históricos y poéticos. Entre éstos, el salmo 44 es uno de los que da fe de ella con mayor intensidad porque muestra una acumulación de experiencias, ni todas buenas, ni todas malas, en el camino histórico, donde el rostro del Dios antiguo se va mostrando en nuevas e impredecibles circunstancias. Hubo claros y notables intentos por mantener viva la tradición de fe y así seguir en conexión directa con los grandes antecedentes de la obra de Dios en medio del pueblo, desde su irrupción en medio de circunstancias muy negativas, hasta la obtención de la libertad después de un largo periodo de esclavitud. Podría decirse que la construcción del pueblo también fue la construcción de la fe en el Dios liberador que se les reveló en un ambiente de opresión. De ahí que la marca de esas acciones tenía que ser imborrable para la existencia del pueblo en sus diversas etapas.
Este salmo practica una suerte de autocrítica que incluye, en primer lugar, el reconocimiento, para las antiguas generaciones, de haber transmitido adecuadamente el mensaje del pacto de Dios con ellas (v. 1). Este esfuerzo implicó la necesidad de elaborar tradiciones, actos simbólicos y una liturgia completa que produjera la anamnesis (recuerdo, memoria, lucha contra el olvido) para que las nuevas generaciones refrescaran el contacto con Dios y actualizaran su fe ante las nuevas circunstancias. La celebración de la pascua, la práctica de los sacrificios rituales, las exhortaciones verbales y todas las acciones religiosas tenían el propósito de hacer presentes las acciones de Dios en medio del pueblo. Éste tenía la obligación permanente de caminar en la fidelidad de la enseñanza e interpretación nueva de las mismas.
Inmediatamente después, se afirma que las grandes acciones épicas del pueblo fueron realizadas en el poder de Dios (vv. 2-3): fue Él quien expulsó a las naciones que ocupaban la tierra prometida, y fue Él quien realizó todas esas obras de construcción de un pueblo que prácticamente no existía. Reconocerlo de esta manera es remitir todos los méritos al Dios liberador, creador y sustentador que el pueblo aprendió a conocer en situaciones amargas. Ni la espada ni la fuerza física los libró, fue el brazo de Dios el motivo fundamental de las gestas de libertad del pueblo, el cual ciertamente se esforzó también, esa era la consigna, pero la razón de ser de todo fue la intervención divina, la presencia de su luz.
La supremacía divina hace que el pueblo lo afirme como rey (v. 4a) y no algún ser humano que pudiera ejercer esa función política y espiritual. Él tendría que seguir siendo el centro de la vida del pueblo, la principal referencia de vida, el origen único del poder. Sólo Él será capaz de “enviar salvación a Jacob” (4b) y a Él deberá dirigirse el pueblo en demanda de nuevos actos liberadores, pues si el enemigo era externo la mayor parte de las veces, también dentro habría situaciones que exigirían su apoyo y dirección. El hablante poético del salmo subraya que no confiará en la fuerza humana, militar o de cualquier otro tipo (v. 6) sino en Dios, en quien se alegrará el pueblo permanentemente (v. 8).
La autocrítica reaparece a partir del v. 9 y se monta en una serie de lamentaciones que destacan el aparente abandono de que son objeto por parte de Yahvé: la vergüenza por ello es total y el pueblo está al borde de la apostasía, del abandono de la fe antigua. Hay saqueos, ofensas, muerte. Parecería que Dios mismo ha vendido a su pueblo a los enemigos (v. 12). Las circunstancias son lamentables y la voz de los enemigos es de burla y desprecio. Hay una gran crisis en medio de la nación. En medio de todo, el salmo afirma que el pueblo no ha olvidado a su Dios ni su pacto (vv. 17-19), lo cual al ser contrastado con diversos momentos históricos parecería una justificación y autodefensa. Pero nuevamente se insiste en esa fidelidad, en ese recuerdo constante del nombre de Dios (v. 20), pues de lo contrario Él mismo habría actuado en consecuencia contra ellos (v. 21). Se expresa amargamente que Él es la causa de todos sus pesares (v. 22a), acaso porque las exigencias espirituales y éticas tan altas contrastan rotundamente con los países y culturas de alrededor. La muerte estaba instalada entre ellos (v. 22b).
El salmo concluye llamando a Dios a despertar (v. 23), con un lenguaje atrevido y audaz que no vacila en sugerir semejante despropósito, motivado por la angustia y la necesidad, pero también por la certeza de que Yahvé responderá a tales súplicas. El agobio y el dolor pueden extraer semejantes expresiones de fe (v. 25). Existe una profunda nostalgia por todo lo que se espera que haga Dios en medio de su pueblo. Esa esperanza se atisba para que Dios nuevamente lo libere como lo hizo tantas veces, pues en la historia debía probarse nuevamente su cercanía y fidelidad.
4. La fe se prueba en medio de los tiempos
El año primero de Darío, hijo de Asuero, de ascendencia meda y rey del imperio caldeo, el año primero de su reinado, yo, Daniel, estuve investigando en las Escrituras sobre los setenta años que tenía que permanecer Jerusalén en ruinas, según la palabra dirigida por el Señor al profeta Jeremías. Daniel 9.1-2, La Palabra (Hispanoamérica)
Hubo una vez un hombre llamado Daniel (“Dios es mi juez”), profeta apocalíptico, perteneciente a la elite intelectual de su país, que fue llevado por los invasores del mismo a la metrópoli, Babilonia, a fin de aprovechar sus conocimientos y visión en las artes adivinatorias e interpretativas, además de su amplia comprensión de la política internacional. Fue parte de lo que hoy llamaríamos una “fuga de cerebros”, pues los babilonios reconocieron que les sería útil como alguien tan versado en esas materias. Estando allá, sin abandonar nunca la fe que recibió de su familia, enfrentó una serie de circunstancias que pusieron a prueba su temple y sus convicciones más profundas. En todas salió adelante, especialmente en las que estuvieron cerca de acabar con su vida. Después de experimentar semejantes dificultades, y de ser anunciador y testigo de la sustitución, incluso violenta, de imperios y dinastías, concentró su atención y su sensibilidad religioso-teológica y hermenéutica en el mensaje profetizado por un antecesor suyo, Jeremías, quien predijo que su pueblo y su ciudad más importante terminarían en ruinas. Su investigación, cuenta él mismo, se basó en un estudio minucioso del libro sagrado judío, lo que lo obligó a utilizar las herramientas históricas y religiosas de su época para afrontar semejante tarea (9.1-2).
Como parte de sus devociones personales y de su tradición espiritual, este hombre oró, rogó y ayunó en medio de un acto de contrición y tristeza (v. 3). En su oración expresa la certeza de que Yahvé ha guardado su pacto y de que el pueblo se rebeló y falló al apartarse de sus ordenanzas (vv. 4-5). Inmediatamente, ubica la problemática en el marco social y cultural de la presencia de profetas que hablaron a los reyes, a las clases dirigentes, a las tribus y a todo el pueblo en su nombre (cuatro sectores bien definidos de la población, por niveles “jerárquicos”, políticos), pero que no fueron escuchados (v. 6), y de la monarquía que, como un “accidente histórico” (¿un mal necesario?) se vició en el antiguo Israel. Paso a paso, este profeta apocalíptico va relacionando su vida de fe con los acontecimientos históricos acumulados.
Enseguida afirma que, sobre todas las cosas, está la justicia de Yahvé y, al mismo tiempo, la “confusión de rostro” (estar “cubiertos de vergüenza”) de su generación en el exilio (v. 7) por causa de la desobediencia de épocas pasadas. No hay nostalgia por el reino, por las o por sus dimensiones, ni mucho menos orgullo por el templo de Jerusalén. Tampoco la idea de reconstruirlo, sino algo más relevante todavía: entender la forma en que la fue probada en medio de tiempos variados, de coyunturas diferenciadas, de contextos cambiantes. Así, surge otra afirmación ejemplar, que mezcla la espiritualidad personal y familiar, íntima, con los “grandes sucesos nacionales”, pues para él no podía existir separación entre ambas: “Señor, tanto nosotros como nuestros reyes, nuestros príncipes y nuestros antepasados estamos cubiertos de vergüenza, pues sabemos que hemos pecado contra ti” (v. 8). Sólo un poeta como León Felipe, desde un amargo exilio también, habló de esta manera al dirigirse al dictador por cuya causa tuvo que salir de su tierra: “Franco… tuya es la hacienda…/ la casa, el caballo y la pistola…/ Mía es la voz antigua de la tierra./ Tú te quedas con todo/ y me dejas desnudo y errante por el mundo…/ mas yo te dejo mudo… ¡mudo!…/ Y cómo vas a recoger el trigo/ y a alimentar el fuego/ si yo me llevo la canción?”. Hablar en nombre de los reyes (responsables “oficiales” de la rebelión y de la decadencia) y de los antepasados, fieles o no, era una responsabilidad muy grande.
Pero Daniel también reconoce la doctrina tradicional recibida de labios de sus padres: Yahvé es misericordioso y perdonador (v. 9) e insiste en el reconocimiento de las fallas del pueblo (vv. 11-14). Yahvé actuó dentro de los límites de la alianza y su justicia descendió sobre la nación entera, en lo que no hubo ninguna sorpresa, pero sí el dolor de resistir tan enérgica disciplina: “Yahvé no dudó en desencadenar, en “velar” ese mal, esa calamidad sobre ella. Recurre ahora a la historia, a los demás episodios liberadores en la relación Dios-pueblo, no Dios-nación, Dios-monarquía o Dios-dinastías (v. 15). Y a partir de allí, la oración canaliza la prueba recibida y solicita que se aparte la ira (v. 16), que el rostro divino resplandezca sobre el santuario asolado (¡por fin!, v. 17), que mire su desolación (v. 18) y que no tarde su amor. De tal manera que la investigación se convierte en confesión de pecados, en redescubrimiento del rostro amable de Yahvé y en renovación de fuerzas, nuevamente en la experiencia de circunstancias dificilísimas: exilio, opresión, soledad, abandono y control por un imperio ajeno. La fe, cuando efectivamente se prueba en medio de los tiempos puede producir estas y múltiples experiencias más, no siempre en el mismo orden, pero con la conciencia espiritual de que Dios sigue actuando en medio de los tiempos, sometiendo imperios y confirmando la fidelidad irrestricta hacia su pueblo.
5. En el camino histórico de la iglesia
Vi entonces cómo el Cordero rompió el primero de los siete sellos, al tiempo que uno de los cuatro seres vivientes decía con voz de trueno: —¡Ven! Al mirar, vi un caballo blanco, cuyo jinete iba armado de un arco. Le dieron una corona, y salió como seguro vencedor. Apocalipsis 6.1-2, La Palabra (Hispanoamérica)
La literatura bíblica apocalíptica fue una forma de escritura hermética, misteriosa, que intentó encerrar en simbolismos y visiones toda una forma de percibir la voluntad de Dios para la vida de su pueblo en tiempos doblemente críticos, primeramente porque las comunidades enfrentaban oposición y muerte, y en segundo lugar porque era necesario reforzar la fe y resistir heroicamente y con fidelidad en las promesas divinas. En continuidad histórica, pero en una profunda discontinuidad ideológica y espiritual con los profetas, libros como Daniel, Apocalipsis y algunas otras porciones reorientaron la esperanza del pueblo, pues sus autores dejaron de creer, por ejemplo, a diferencia de aquellos, en la efectividad de las acciones humanas o de la política como medios para instaurar la voluntad de Dios en medio de los grandes conflictos y anunciaron intervenciones directas, cataclísmicas y sobrenaturales para resolver de manera inmediata los problemas y establecer el reino divino sobre la tierra. El propio Jesús (en Mr 13 y Mt 24-25) actuó y predicó como un profeta apocalíptico al anunciar grandes acontecimientos previos a su segunda venida.
La apocalíptica se pregunta por la justicia divina (con la clásica pregunta: “¿Hasta cuándo?”) y el sentido de la acción de los seres humanos, busca el origen del mal, pretende conocer y anticipar la meta final de la historia, y se ofrece ella misma como un recurso para resistir a los enemigos mortales de Dios y de su reino. Escrito desde un exilio forzado, el Apocalipsis interpreta la oposición contra el pueblo de Dios de manera paradójica, pues al mismo tiempo que “abre los cielos” para contemplar la gloria de Dios y anuncia desde ya su victoria sobre las personas e imperios que se le oponen, muestra al pueblo perseguido y asesinado por la obediencia a los planes divinos. Ampliando las visiones de Daniel, anticipa la caída del imperio romano desenmascarando sus verdaderas intenciones como parte de una “trinidad satánica” (la bestia del mar, el dragón y el falso profeta, caps. 12 y 13), caricatura del Dios trino y uno, no sin antes exhibir sus crímenes en contra de la iglesia de Jesucristo. El trasfondo histórico fue precisamente la cadena de persecuciones emprendidas por los emperadores (Nerón, Vespasiano) contra las comunidades en diversos territorios. Roma era, para el Apocalipsis, lo que Babilonia para Daniel y por eso ambas ciudades son sinónimos de violencia, injusticia y maldad.
El camino histórico de la iglesia se “enredó” con la presencia de ese imperio que masacró a miles de creyentes (6.9-11) y los obligó a dar un testimonio de fe probada (mártir significa “testigo”) a contracorriente de la obediencia que, según algunos pasajes del Nuevo Testamento, debían recibir las autoridades. Entre Jesús en los evangelios, con su crítica velada al imperio y a sus lacayos judíos y espurios, Pablo y su enseñanza sobre el sometimiento, Pedro y su afirmación de la preeminencia de los gobiernos humanos, el Apocalipsis se ubica como un duro crítico del comportamiento imperial y llama abiertamente a una rebelión espiritual con la mirada puesta en la victoria del Cordero de Dios con cuya sangre los creyentes derrotarán al acusador y enemigo de la iglesia (12.11). Los siete sellos de los caps. 6 y 8 son expresión de un conocimiento de fe vedado para la mayoría, pero que a la iglesia le sirve para explicarse la presencia mortífera del mal y el sentido del martirio por causa de Jesucristo. La caballería de muerte (6.1-8) expresa la condición de nuestra historia: el caballo y jinete blancos representan la grandeza del imperio, el rojo tiene el color de la sangre, el negro simboliza la muerte, el hambre y el control económico (la balanza), y el amarillo, las enfermedades mortíferas y la violencia por todas partes.[4]
Esta experiencia de fe fue la marca radical con que prácticamente comenzó la historia de la iglesia y es una señal del grado de exigencia que en todas las épocas recibirán las comunidades que reivindiquen la fe y obediencia al evangelio de Jesucristo. No se propone un amor al sufrimiento o un martirologio masoquista que busque la muerte a toda costa. Lo que se sugiere y advierte continuamente es que tal fidelidad es un requisito para participar de la victoria e instalación del Reino de Dios en el mundo y que toda esa desdicha, sufrimiento y muerte no quedarán impunes pues el Señor y Dios de la iglesia se encargará de hacer caer todo el peso de su ira y justicia sobre los criminales y asesinos, incluyendo a quienes han violentado y destruido la creación divina (11.18 y cap. 18), es decir, la naturaleza explotada indiscriminadamente por afán de lucro.
El clamor de los asesinados con la exigencia tradicional delante de Dios se eleva frente a las razones de los violentos y solicita el juicio definitivo de Dios sobre todas esas fuerzas y realidades de injusticia. La historia de la iglesia forma parte de la totalidad del drama humano y unirse a su devenir en una continuidad espiritual lleva a que los creyentes de todos los tiempos se ubiquen dentro de ese drama, pero con una mirada de esperanza, tal como lo propone el texto bíblico.
[1] M. Collin, “Abrahán, nuestro padre”, en Abrahán. Estella, Verbo Divino, 1987 (Cuadernos bíblicos, 56), p. 5.
[2] Idem.
[3] Ibid., p. 29.
[4] Xabier Pikaza Ibarrondo, Apocalipsis. Estella, Verbo Divino, 1999, pp. 93-103.
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