Posted On 09/10/2013 By In Ética, Opinión With 2802 Views

Ágora

Me gusta el director de cine Alejandro Amenábar. He seguido su filmografía desde el principio. Desde aquel magnífico (a mi humilde entender) experimento de su primera película, Tesis, pasando por las siguientes: Abre los Ojos, Los Otros, Mar Adentro, hasta llegar a Ágora.

Tengo amigos a los que les hizo muy poca gracia. Dicen que todo es una caricatura, hecha a trazos gruesos, y que le puede al director su ateísmo y, por ende, su anticlericalismo. Otros rescatan para bien su impecable factura, pero les chirría la supuesta crítica que hace al cristianismo. Yo les pregunto si conocen la historia de Hipatia y el contexto histórico, de una convulsión extrema, en que se desenvolvió la protagonista de este relato. Porque, mal que nos pese, ésta es una de las páginas negras del cristianismo institucionalizado.

¿Cómo se pasa de la fe al fundamentalismo? ¿Cómo se produce la deriva de un movimiento espiritual hacia el institucionalismo religioso? ¿Qué ocurrió para que un grupúsculo de creyentes fuera olvidando el mensaje de Jesús, que apostaba por la sencillez, la austeridad y la compasión, y transformaran ese legado en algo irreconocible a los ojos del maestro que lo inició todo? ¿Qué pasó entre las catacumbas y las catedrales?

Podemos encontrar muchas razones a esa deriva. La primera de todas es fácilmente comprensible, aunque no justifique nada: estaban hartos de ser perseguidos. Largo y oscuro fue el camino que los llevó hasta allí, plagado de persecución, tortura y muerte. El Imperio, ahora, empezaba a ser condescendiente con la secta judía de los cristianos, y decidieron que ya era hora de darle la vuelta a la tortilla.

Siempre soñaron con vivir su religión en paz, y ahora estaban cerca de lograrlo. Defenderían su recién conquistado espacio con uñas y dientes. Y si hacía falta la guerra preventiva así lo harían. Nunca más volverían a las cavernas. Instalados en el poder, o en connivencia con él, vivir sus creencias era mucho más sencillo. Y esa espiral de violencia, nutrida por el principio de «acción-reacción», ya no tuvo fin. Porque el poder exige muchos recursos, humanos y económicos, y una vez conseguido, por difícil que sea hacerlo, aún lo es más mantenerlo. Permanecer en él, frente a los enemigos o la competencia, exige emplear sus recursos al máximo, por lo que necesita de más fuerza, y ésta se consigue con más poder. Se cierra así el círculo vicioso. No han cambiado mucho las cosas desde entonces. De forma más sibilina pero repleta de las mismas intenciones.

Otra razón, más tenebrosa todavía y llena de locura, es el fanatismo. Perdidos los orígenes —el agua fresca del manantial de Jesús— queda la religión, el rito, la ceremonia. Y es tan pobre lo que queda, tan escaso de valores, tan poco atrayente, que es difícil de compartir por las buenas. Llenos del celo religioso, de una cierta y perversa manera de entender la evangelización, la transmisión de la —¿buena?— noticia, se lanzan a «salvar» a las almas a pesar de ellas mismas. Y con esa parcela de poder recién adquirida es mucho más fácil «convencer» a alguien de que está en el error, y de que ha de abrazar la nueva «verdad». Por el bien de los perdidos, aunque ellos no sean capaces de darse cuenta, se les impone la salvación. Como detentan y administran la sabiduría divina, todo vale con tal de «salvar». Una vida —o dos, o miles— no son nada en comparación con la preservación de la verdad. Más vale que un sólo hombre muera —o los que hagan falta, según la lógica de Caifás— antes que la institución desaparezca o se tambalee lo más mínimo. De ahí a las Cruzadas, a la Inquisición, o a pasear a dictadores bajo palio, hay tan sólo un paso. Aun así, pareciera que haya algunos que sientan nostalgia de aquellos tiempos…

Han pasado casi dos mil años desde que Hipatia sufrió el azote de la intolerancia religiosa en sus propias carnes. Pero… ¿y hoy? ¿Pueden los creyentes de nuestras comunidades tirar la primera piedra contra los que se deshicieron de Hipatia al no poder doblegarla? ¿Ocurre esto hoy entre los creyentes? Quizá no golpeemos hasta la muerte, pero podemos relegar al ostracismo, condenar a la indiferencia o expulsar a quien disiente. Efectivamente, nos hemos vuelto más civilizados y no asesinamos. ¡Alabado sea Dios! Pero podemos estar dejando, sin siquiera darnos cuenta, muchos cadáveres en la cuneta…

Ya dijo Edmund Burke que «Lo único que necesita el mal para triunfar es que los hombres buenos no hagan nada…». Sé que no es el mismo contexto histórico, ni las mismas circunstancias religiosas, pero cuando pienso en el final de Hipatia no puedo evitar que me venga a la cabeza la escena de Jesús defendiendo a aquella mujer que iba a ser apedreada. En los dos casos el denominador común es que fanáticos religiosos se convierten en jauría humana para acabar con la vida de una mujer. ¿Cómo hubiera reaccionado Jesús ante aquella masa de gente, poseída por el demonio de la intolerancia, que estaba a punto de linchar a Hipatia de Alejandría ¡en su nombre!? ¿Le hubiera servido de escudo humano, como en el caso de la mujer de los evangelios? ¿Qué habría escrito en el polvo de la tierra? ¿Qué oscuros secretos habrían quedado expuestos? ¿Intolerancia, fundamentalismo, perversión del mensaje evangélico, ambición de poder, aversión al extraño, al que no piensa como nosotros y tildamos de peligroso para la fe…?

Estoy seguro de que sí. Y lo estoy también de que hoy haría lo mismo con nosotros cuando arrinconamos a los apestados y los condenamos, tantas veces, al linchamiento social. Deberíamos haber aprendido la lección después de dos mil años. ¿Estamos a tiempo de cambiar? ¿Seremos capaces de acoger a las Hipatias que viven en nuestras comunidades? ¿O tendremos que ver cómo el maestro de Nazaret se convierte en escudo de ellas, defendiéndolas de nuestros fanatismos…?

Juan Ramón Junqueras

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