La mirada constituye una mediación necesaria en el momento en que hombre y mujer quieren relacionarse con el mundo. La mirada no sólo es física, pensando en el caso de los hermanos con ceguera, sino que también puede ser de proximidad espiritual y sentimental. Mirar es contemplar, indagar, conocer y reconocer.
Con la mirada también se puede negar a Dios, es decir, vivir en el pecado. Pensemos, por ejemplo, en la actitud que Adán adoptó en el momento de cometer el pecado originario. Dice el texto del Génesis “El hombre y su mujer se escondieron entre los árboles del jardín para que Yavé Dios no los viera” (Gn 3,8). Los primeros padres rechazan la mirada de Dios (se esconden para que no los viera). No son capaces de reconocer una mirada que, al crear todo, veía que aquello que salía de sus manos era esencialmente bueno, lo cual da lugar a una negación profunda de la bondad y de la misericordia divina.
Por el contrario, la conversión al mismo Dios pasa también por la mirada, pero esta vez por una visión que es re-educada. Pensemos en lo que sostiene el Apóstol Pablo “¡Miren! Ahora es el día de salvación” (2 Cor 6,2) ¿Cuál es el llamado? Hay que levantar la cabeza y contemplar cómo Dios actúa en el mundo. Y dicha actuación tiene su clímax en la Encarnación de Jesucristo. El mismo prólogo del cuarto evangelio nos expresa que la mirada debe ser una dirigida a la misma gloria de Dios que como en el desierto, coloca su tienda entre los hombres: “Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14). Ver la gloria del Padre es mirar a su Hijo único, Jesucristo, teniendo los ojos fijos en él (Cf. Heb 12,12) y permitiendo que Él nos mire con amor (Cf. Mc 10,21).
Finalmente, la mirada tiene una connotación escatológica. Pablo en el himno al amor cristiano canta a la comunidad de Corinto: “Ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente; después conoceré como Dios me conoce a mí” (1 Cor 13,12). La llegada del Reino en plenitud necesariamente conlleva una mirada purificada con la cual nuestros ojos llegarán a ver al Dios Vivo que invita al creyente a mirar y ver cómo Él “hace nuevas todas las cosas” (Ap 21,5).