Hoy celebramos el Día de la Reforma Protestante. Cuando digo celebramos me refiero a unos pocos que aún consideramos que lo ocurrido aquel 31 de octubre de 1517 tiene vigencia para el cristianismo de hoy. Son pocos; es la verdad. Las mayorías evangélicas —me refiero a las que llenan los estadios con predicadores entusiastas o conconciertos musicales multitudinarios— no participan de esta celebración. Algunos desconocen ese evento histórico y se preguntan desconcertados: ¿Lutero? ¿Quién es Lutero? Otros discuten su vigencia: ¿la Reforma? ¿Qué tiene que ver ella con el siglo XXI? Y hay también quienes la celebran sin comprender su significado; confunden protestantismo con fanatismo: ¡Somos protestantes, somos anticatólicos, combatimos el humanismo, abajo el ecumenismo!
Ser protestante, digámoslo de una vez, es dejar que corra por las venas de la fe sangre radical para no dejar que ninguna institucionalidad religiosa o política atrape esa fe y la reduzca a un simple atavío piadoso al servicio de intereses mezquinos. Ser protestante es caminar por esta vida con la alegría insolente con la que anduvo Jesús a quien no le importó tanto el dictamen de los poderosos como sí la voluntad de su Padre; quien sirvió sin interés y reprobó los intereses encubiertos de los religiosos de su tiempo; quien amó más allá de las normas y perdonó más allá de las leyes. Ser protestante es una manera de vivir la fe, libre de ataduras oficiales y expuesto a la condena de quienes no soportan «la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Romanos 8:21).
¿Por qué no recordar en este día al poeta y teólogo (exteólogo, dice él) brasileño Rubem Alves, quien refiriéndose al protestantismo lo describe así, haciendo uso de su pluma maestra:
«El protestantismo es un sueño para mí… Amo el recelo calvinista hacia todas las formas de idolatría…Amo el cuidado calvinista por la creación de Dios…Amo, además, la belleza de la soledad profética…Ustedes saben: estos no son hechos; no son pedazos de la tradición o de las instituciones protestantes. Son visiones, símbolos de los objetos de nuestro deseo, nombres de nostalgias…Si el protestantismo aún es joven, si aún tiene el poder deseducir, si es tan fuerte como para poseer cuerpos y hacerlos bailar, volar y luchar. Todo depende de su poder para hacer que otras religiones y tradiciones sueñen. Tal vez no se conviertan al protestantismo, pero es seguro que se volverán más ligeras».
Esto es protestantismo; es nombre de nostalgias y de anhelos reprimidos, es sed de justicia y hambre de vida plena. Por eso, por ser talante de vida (antes que dogmas asfixiantes), puede pertenecer por igual a protestantes, evangélicos y católicos. El protestantismo, entendido así, traspasa las fronteras confesionales y une a todos los que sueñan con el evangelio justo, misericordioso, pacificador y alegre de Jesús de Nazaret.
La rebeldía de Lutero, la insubordinación de Calvino y la radicalidad de Zwinglio resuenan como ecos necesarios al rescate de esta fe de hoy convertida en espectáculo de multitudes, desinteresada en las injusticias del mundo, amoldada a los placeres efímeros del poder terrenal, que confunde piedad con fanatismo, éxito con fidelidad y lealtad con intolerancia. ¿Se entiende ahora porque somos tan pocos los que celebramos este día?
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