Posted On 22/02/2011 By In Opinión With 1144 Views

El 23-F, 30 años después

 

Manuel López, por aquellas fechas miembro de la Delegación en Madrid de El Periódico de Cataluña, estaba en la tribuna de la prensa gráfica del Congreso de los Diputados cubriendo la información el Pleno la tarde del 23 de febrero de 1981, en que se intentó perpetrar un golpe de Estado. Tras contar su experiencia con un comentario a su foto de Tejero en El Periódico, y toda vez que viene compatibilizando desde hace más de cuarenta años su trabajo en la prensa secular con la colaboración con los medios evangélicos, contó también su experiencia como profesional creyente en Restauración, la revista de Monroy de la que era colaborador habitual.

Fotografía: Manuel LópezDespués de su publicación en Restauración, 20 años después, en 2001, el articulo fue publicado de nuevo en icp-e.org –precursora de Protestante Digital–. En 2006, al cumplirse los 25 años también volvería a ser publicado en la sección del autor “La lupa” en Lupa Protestante. “Escritos como éste”, comentaron ambos medios, “tienen un gran valor testimonial y sólo se producen, afortunadamente, en muy raras ocasiones”.

Manuel López es uno de los periodistas que estaban el 23-F en el Congreso, por lo que participará mañana en el acto del Congreso de los Diputados. Diputados que estuvieron aquel día allí y sigan siendo diputados solo quedan cuatro. Periodistas que fueron testigos directos del 23-F y sigan en activo, unos pocos más. Uno de ellos es Manuel López, colaborador de primera hora de Lupa Protestante.

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Oración a punta de metralletas

por Manuel López Rodríguez

 

Manuel LópezDe repente, voces, gritos, ráfagas de tiros, silencio sepulcral. «Se acabó lo que se daba», pienso, cuando en un puro sobresalto, me veo tirado en el suelo en uno de los palcos de la prensa gráfica, en el hemiciclo del Congreso de los Diputados. La historia la conoce ya el lector de «Restauración». Efectivos de la Guardia Civil asaltaron el pasado 23 de febrero el palacio del Congreso de los Diputados en Madrid. Con su demencial intentona, los sediciosos pusieron a la joven democracia española contra las cuerdas, a punta de pistolas y metralletas. Felizmente, la enérgica intervención del rey don Juan Carlos, la eficacia del improvisado «Gobierno paralelo» de subsecretarios, el buen sentido común de los ciudadanos de este país y la profesionalidad de los medios de comunicación social ahorraron a España un triste retorno a la noche de los tiempos, a la dialéctica de los tanques y fusiles.

Nos salvamos también, pienso yo, gracias a Dios. Sí, gracias al Dios de la Biblia.

Personalmente, creo que jamás había sentido tanto miedo, pero tampoco tan cerca de mí la presencia del Dios en quien creo. Mi reacción cuando las botas cuarteleras irrumpieron con chulería sobre las alfombras del Congreso fue la de agacharme y tomar rápidamente fotografías de lo que estaba allí ocurriendo. Obviamente pensé que iba a ser mi último trabajo. Recuerdo haber sentido un tremendo frío en la espalda.

Tras los primeros momentos de confusión generalizada, una vez que las metralletas callaron, entendí que no podía seguir haciendo fotos. Con las manos en alto, por imperativo de los asaltantes, empiezo a orar.

Generalmente, rara vez puedo asistir a la iglesia a los cultos de oración de entre semana. Pero esta vez, la comunicación con Dios fue instantánea. Por lo que veo, no hay metralletas capaces de secuestrarnos el amor de nuestro Dios. «Salva a este país de la locura de estos hombres armados, Señor», murmuro una y otra vez entre labios. Me alegra comprobar que al menos no ha habido la temida masacre.

No obstante, la pesadilla parece no acabar nunca. Veo, sí, algunos números de la Guardia Civil no del todo fuera de sus cabales, pero los oficiales, sobre todo uno de paisano, con un cigarro puro entre los dientes y la metralleta en ristre, como los malos de las películas, están bastante exaltados.

¡Qué terrorífico, Señor! Tener callados al Gobierno de la Nación, al Parlamento y a los periodistas parlamentarios a punta de metralletas y pistolas. «Si salimos con vida de esto, habrá que volver a las catacumbas, ¿no, Manolo?», me dice en voz baja un periodista demócrata colega que está a mi lado.

Al cabo de tres horas largas, interminables, los golpistas nos dejan salir. ¡Milagro!, algo es algo. Camino de la redacción del periódico, que imagino tomada militarmente, voy repasando los hechos, sin dar crédito a lo que acabo de pasar. La locura de unos hombres armados, el miedo inmenso de pensar que no ibas a poder contarlo, los cruces de miradas trascendentales con diputados que conoces, tu total impotencia ante la fuerza de las armas…

Repuesto del susto, aunque no del todo, vuelvo a la puerta del Congreso, de madrugada. Sigo suplicando a Dios que salve el país, ya que considero que mi petición no ha sido satisfecha con mi liberación particular. Cuando, al filo de las doce del mediodía, rendidos los golpistas, veo a los diputados salir a la calle libres, me tranquilizo. ¡Dios nos ha salvado! Mi oración, unida a la de millares y millares de creyentes en España y en el mundo entero, ha resultado eficaz.

La soberanía en la Historia del Dios de la Biblia en el que creo firmemente la puedo contemplar con diáfana claridad a la vista de esta página siniestra en la Historia de España que me tocó vivir de cerca.

Manuel López
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