«Que otros se jacten de las páginas que han escrito;
a mí me enorgullecen las que he leído».
Jorge Luis Borges.
“Escritor” o “periodista” como ocupación principal –esto es, la actividad de cuyo ejercicio se (mal)vive, la que figura en el padrón municipal y cuyos resultados vertebran la condición de contribuyente en la Declaración de la Renta que estos días presentamos los ciudadanos a Hacienda– es profesión prácticamente inédita en el campo religioso, sobre todo entre las confesiones minoritarias.
Ejecutivo de entidad religiosa, médico, pastor, empresario, directivo de oenegé, teólogo, bancario, profesor, ejecutivo de empresa, gestor de espectáculos religiosos, diplomático, funcionario eclesiástico… sí son algunas de las profesiones que en realidad ejercen quienes, además, esto es, al margen de la ocupación principal de la que viven, están metidos también en “esto” de escribir artículos en los medios o incluso publicar libros en el mundo religioso que se expresa en español.
Afición vs. oficio
Vaya por delante esta consideración previa para situar en su justo lugar la flagrante desigual relación entre oficio y afición en el campo de la literatura y el periodismo religiosos. Una cosa es la natural honrilla profesional de estar trabajando en aquello para lo que uno se ha preparado y sabe hacer, y otra cosa bien distinta, la plusvalía extraprofesional del reconocimiento social en otro campo ajeno al propio como es el mundo de la comunicación para quien incursiona en el periodismo o la literatura; esto es, realiza “una actividad distinta de la habitual” (DRAE).
Acertaste, oh lector o lectora. En las Asociaciones de la Prensa no tenemos otra opción que llamarlo por su nombre: intrusismo profesional.
Para el escritor vocacional que hace sus pinitos como periodista amateur, la incursión en el mundo de las letras o el periodismo es la no muy recomendable pero en modo alguno ilegítima culminación del narcisismo y la vanidad que indefectiblemente están presentes el doble acto de escribir y verse publicado con la firma de tu nombre ahí estampada para la posteridad en letras de molde.
Dentro de este grupo ha de distinguirse al colaborador de prensa, articulista o columnista, del que, además, está involucrado en las tareas de producción o edición del medio.
En el primer caso, el retrato del triunfador social salta por sí solo, tanto si se trata de quienes ejercen profesiones afines al medio religioso –pastor, funcionario eclesiástico, empresario religioso…– como para un cirujano plástico o un ejecutivo de empresa que publica artículos no relacionados con su ocupación principal en un medio ajeno al colectivo profesional al que pertenece.
Siempre y cuando la presencia de firmas de colaboradores no entre en conflicto directo con los intereses de los profesionales de verdad que viven del periodismo, este intrusismo de baja intensidad puede decirse que es en principio incluso beneficioso para el desarrollo de la propia prensa –dependiendo lógicamente de la calidad de las colaboraciones, claro está–. Abrirse a la sociedad para retroalimentarse es un imperativo capital del buen periodismo.
Otra cosa es cuando el trabajo del periodista en la “fabricación” de un medio es ejercido en plan amateur por profesionales de otros oficios. Aquí radica el endémico desencuentro radical entre aficionados y profesionales. En realidad, se trata de competencia desleal en toda regla, la que provoca el intruso que hace gratis et amore un trabajo para el cual quien se ha formado y no sabe hacer otra cosa se ve así desplazado, puenteado y finalmente excluido.
“Panderetología” vs. autocrítica
Las religiones en general y las iglesias muy en particular tendrían que mirarse por qué se sienten mas atraídas hacia ellas profesionales de campos como la salud, la empresa, la promoción inmobiliaria o las finanzas que del mundo del periodismo, la comunicación, la cultura y el arte.
El ego del escritor suele ser inversamente proporcional a su pulsión a la autocrítica. Cierto que “Escribir es soñar / y que otros lo recuerden / al despertar”; la vanidad y el narcisismo no son en modo alguno ajenas al oficio del escritor. Pero para que los lectores recuerden los textos que un escritor o un periodista escribe, éste debe pagar el doble peaje de la crítica y la autocrítica. Y en el mundo de la religión, señoras y señores, de las doce acepciones que el Diccionario da de la palabra “crítica” los despachos religiosos solo quieren ver las dos últimas.
Salvo contadas excepciones, así les va a la literatura y la comunicación religiosa con el registro de piñón fijo de la “panderetología” y la proliferación de reiteraciones de lo obvio en forma de sermones ora escritos, ora radiados o televisados, en lugar de una literatura creativa y un periodismo creíble de atrio laico.
Jesús de Nazaret sí que era un comunicador fuera de lo común.
Continuará.
Manuel López
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