Posted On 03/12/2013 By In Biblia, Opinión, Teología With 1995 Views

Ese Dios que tanto molesta

Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más (Is. 45, 22)

Allá por los años en que, en tanto que joven seminarista, iniciábamos nuestros estudios teológicos —la penúltima década del siglo pasado, ni más ni menos—, uno de nuestros profesores afirmó de forma rotunda en clase que la idea de Dios resultaba sumamente molesta a los incrédulos por dos conceptos fundamentales: la creación del mundo y el juicio final. Para combatir la primera, proseguía, ateos como Darwin (!) habían “inventado” las teorías evolucionistas, que eliminaban a Dios de nuestros orígenes y nos reducían a los seres humanos a la categoría de meros “monos con un cerebro más desarrollado”; para hacer frente a la segunda, añadía, incrédulos como Bultmann (!) se habían “sacado de la manga” historias como la “desmitologización” de la Biblia, que hacían de las enseñanzas de las Escrituras un motivo de burla al reducirlas a la categoría de mitos, entendidos como “cuentos para niños”. En conclusión, pontificaba aquel profesor, la especie humana se liberaba de un Dios terrible que le exigía una vida moralmente íntegra y le pediría cuentas por sus pecados.

Obviando las evidentes exageraciones y distorsiones de tales asertos —pues ni Darwin era ateo ni Bultmann incrédulo, precisamente—, aquellas declaraciones cuasi-lapidarias venían a incidir en aquel tipo de apologética al uso en ciertos medios religiosos de finales del siglo XX, que aún se cultiva en algunos círculos restringidos del XXI, a lo que parece, pero que hoy por hoy se nos antoja completamente trasnochada, amén de pésimamente informada.

Sin embargo, la idea de que Dios resulta molesto no es algo pasado de moda o perteneciente a otra época. El Dios que habla a través de las páginas de la Santa Biblia sigue molestando, sigue perturbando la tranquilidad del ser humano; el problema es que hoy por hoy constatamos de continuo que ese incordio divino se genera precisamente, no tanto en “los de fuera” o “los del mundo” (¿por qué será que no me gusta nada esta última expresión?), sino en un buen número de personas que se dicen creyentes y que, en tanto que miembros de diferentes congregaciones y denominaciones, se consideran fieles seguidores del Evangelio de Cristo. Y dicho sea con toda franqueza, una situación tal da mucha lástima.

Venimos constatando desde hace ya bastantes años, tantos como tres décadas grosso modo, que hay dos puntos esenciales de la enseñanza bíblica en los que muchos cristianos “hacen agua”, y no sólo a niveles teóricos o intelectuales, sino en su propia praxis vital y eclesiástica. No únicamente miembros de iglesia laicos, sino también pastores y predicadores profesionales.

El primero es lo que de forma genérica llamamos la Teología de la Gracia, es decir, la comprensión de las Escrituras enfocada y exclusivamente centrada toda ella en la obra suprema de Dios en Cristo, jamás en el propio ser humano, ya sea el Israel del Antiguo Testamento o la Iglesia del Nuevo. Esta manera de entender los escritos bíblicos, que no obedece al capricho de ciertos lectores o intérpretes actuales o de siglos pretéritos, sino que se cimenta en infinidad de declaraciones de los mismos textos y en el hilo conductor que atraviesa el canon desde el Génesis hasta el Apocalipsis, viene a hacer polvo literalmente cualquier pretensión humana de mérito alguno ante Dios. Es cierto que esta discusión suena a Reforma Protestante del siglo XVI, y que hoy en día a ningún supuesto creyente evangélico se le ocurriría pensar en adquirir indulgencias plenarias previo pago, pongamos por caso, o acudir en peregrinación a ningún santuario para obtener el perdón divino por sus pecados. Sin duda que así es. Pero también es demasiado evidente que son demasiados los creyentes actuales que colocan todo el peso de su salvación personal en sus propias decisiones o en su obediencia estricta a los mandatos divinos (o a lo que algunos “iluminados” y “líderes” van diciendo por ahí que son mandatos divinos, que ésta es otra), decisiones y obediencias en definitiva que con excesiva frecuencia no obedecen sino a estados emocionales muy concretos y hasta hábilmente manipulados por profesionales de la verborrea religiosa —me resisto con todas mis fuerzas a llamarlos ministros de la Palabra, que es algo sagrado—, y que en cualquier caso hacen del ser humano el centro indiscutible de todo, destronando y desplazando a Cristo. El Dios de la Biblia que toma la iniciativa de la Redención del hombre y que elige, llama, dirige la vida de sus hijos, los salva y los santifica porque así lo quiere, es decir, por pura misericordia, molesta a quienes, consciente o inconscientemente, se creen demasiado buenos o piensan ser mejores que el resto porque han sabido responder positivamente a los llamados divinos, o porque han tomado la buena decisión cuando correspondía. Hemos constatado de forma directa que son demasiados los creyentes ofendidos (a veces con notoria agresividad) por la idea de que es Dios quien decide redimir y salvar, no ellos mismos; de que es Dios quien da el primer paso, no ellos; de que es Dios quien concede sus dones por puro amor, no porque ellos los merezcan; de que Dios abre sus puertas a todos y derrama bendición sobre todos, no sólo sobre los obedientes; y de que finalmente Dios recibe en su presencia a muchos que más de uno rechazaríamos. La Teología de la Gracia nos hace añicos, literalmente. Nos muestra quiénes y qué somos en realidad, o sea, nuestra total dependencia del Dios revelado en Cristo. Este Dios molesta.

El segundo es el compromiso que nos exige el Reino de Dios inaugurado por Jesús. Hablar de compromiso hoy en muchos ambientes cristianos tiene una amplia gama de significados, un variado espectro semántico: se entiende por él desde la asistencia regular a los cultos dominicales o a las reuniones de entre semana hasta la participación en ciertas actividades de la congregación, sean sociales internas, solidarias, evangelizadoras, testimoniales, pasando por la contribución generosa en las ofrendas de la iglesia y tantas otras cosas de igual calibre. Y nadie tiene nada que decir en contra. El cristiano, se supone, adquiere un compromiso con su congregación y es su deber (su privilegio suena mejor) hacerle frente. No cabe duda de que tales compromisos, si bien en ocasiones puedan resultar gravosos en tiempo y en dinero, a la larga o a la corta generan en el creyente un cierto grado de satisfacción nada desdeñable: es muy positivo poder colaborar en las actividades de la iglesia y hasta resulta educativo frente a los propios hijos o los demás niños y jóvenes de la congregación respectiva. Pero nos referimos a otra clase de compromiso que no anula nada de lo dicho, por cierto, pero es un tanto diferente. El Reino inaugurado por Jesús, según leemos en los Evangelios, no se limita a las parroquias o congregaciones locales. Su proclamación, que va más allá de lo que entendemos por “testimonio” o por “evangelización”, implica una denuncia abierta de las injusticias sociales y de quienes las provocan. No basta con organizar repartos de comida o de ropa entre los menos favorecidos; no es suficiente con participar en campañas para que niños de familias depauperadas tengan regalos o juguetes en Navidad. Todo esto está muy bien y es necesario que se haga, naturalmente, pero Dios exige de su pueblo algo más: una protesta firme y una denuncia sin paliativos —profética en el más puro sentido de la palabra— de todo aquello y de todos aquéllos que mantienen a las gentes en la pobreza y en la ignorancia. La redención de Cristo no sólo implica la expiación de los pecados de la humanidad; también conlleva una re-dignificación de la persona, una revaloración de los seres humanos, creados todos ellos sin excepción a la imagen y semejanza del Creador, y quienes viven en este mundo deben saberlo. Dios quiere que seamos nosotros quienes proclamemos estas cosas. Para algo nos ha elegido en Cristo por pura Gracia y nos ha puesto en esta tierra como un pueblo sacerdotal. No basta con participar en labores de las que llamamos sociales, muchas de las cuales se efectúan (¿y por qué no?) con ayudas de fondos públicos. Hay que levantar la voz alto y claro denunciando la injusticia, la corrupción, la podredumbre de quienes ejerciendo el poder de forma indigna y amparándose en siglas políticas de todos los tamaños y colores (y siempre engañosas) aplastan a los pueblos y deshonran así a todo el género humano. Dios quiere que ejerzamos este ministerio. Por eso molesta. Molesta y mucho a quienes se conforman con creer que somos un pueblo aparte —“pequeñito y muy feliz”, se cantaba hace años—, impermeable a las influencias de este mundo (?) y debemos vivir separados de todo y de todos preparándonos para un apocalipsis devastador que tendrá lugar en un futuro más o menos lejano.

La realidad es tan distinta…

Dios molesta. Molesta a los incrédulos y a los ateos, naturalmente (no a los pobres Darwin y Bultmann, que quede claro). Pero también molesta a muchos cristianos de profesión y de profesión cristiana. La Gracia molesta porque no nos permite creernos más de lo que somos. El compromiso del Reino molesta porque nos enfrenta a realidades incómodas.

Ojalá siga molestándonos hasta el fin de los tiempos.

Juan María Tellería

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