El Dios de nuestra fe se revela en lo nuevo, en lo sorprendente y en lo paradójico, pero siempre enmarcado en lo cotidiano. El acontecimiento de la Navidad es el momento sublime en que se manifiesta dicha novedad: Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre nace como un niño, imagen sugerente que expresa la sorpresa y la novedad.
El tiempo del Adviento y la preparación a la Navidad, nos ubica como creyentes frente a un escenario radical: Dios se hace hombre, se hace debilidad y muestra su rostro en un niño recién nacido. El misterio de la Encarnación, realidad paradójica pero fundamentalmente salvadora, se expresa en términos de sorpresa y novedad. En esta reflexión, queremos comprender cómo aquello que celebramos en estas semanas, nos exige ponernos en sintonía con Aquél que es el eterno joven, con este Dios que llena de sorpresas la existencia, con este Hijo Encarnado que es siempre sorprendente.
“Y María dio a luz a su primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre” (Lc 2,7) ¡Dios se reveló de manera fundamental en el rostro de un niño! Los niños son los necesitados de todo, dependientes de sus padres y de aquellos que les cuidan. Son criaturas frágiles y potencialmente vulnerables. ¿Por qué el Dios en quien creemos quiso revelar su rostro en el de un niño galileo? Porque ese rostro define lo que Dios mismo es. Es un Dios humilde, pobre y nacido entre los pobres. ¡Fue puesto en un pesebre, en una cueva oscura que era refugio de animales! ¡No tuvo un hogar propio para nacer! La Encarnación nos pone, por tanto, en la línea de un Dios que nace en la marginalidad tomándola como su propia casa… ¡Felices los pobres! ¡A los pobres se les anuncia la Buena Noticia! Esto es sorpresa y novedad.
“En esa región acampaban unos pastores, que vigilaban por turno sus rebaños durante la noche. De pronto, se les apareció el Ángel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su luz. Ellos sintieron un gran temor, pero el Ángel les dijo: «No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2,8-12). ¿Pastores? Si, pastores. Eran los marginados del sistema político, económico, religioso y social de Israel. En el tiempo de Jesús eran vistos como sujetos peligrosos. El Padre de Jesucristo opta por manifestarse primero a los pobres. ¡No teman! La experiencia de Dios invita a la alegría, a lo nuevo y a lo sorprendente. Exige del creyente la acogida del Evangelio, de las Buenas Noticias de salvación. Podemos escuchar a los ángeles en esa noche de gracia: ¡Hermanos! – les dicen – El Dios a quien ustedes esperaban nació en un pesebre, en el lugar en el que guardan sus animales, en el lugar de los excluidos de Israel, del mundo y del Chile de hoy. ¡En medio del olor de los animales, de los fardos, de los bichitos, ahí Dios está salvando!
“Y junto con el Ángel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él! Después que los ángeles volvieron al cielo, los pastores se decían unos a otros: Vayamos a Belén, y veamos lo que ha sucedido y que el Señor nos ha anunciado. Fueron rápidamente y encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre” (Lc 2,13-16). Lo nuevo y lo sorprendente son motivos de alegría. En la Misa del Gallo volveremos a cantar el Gloria después de haberlo silenciado durante el Adviento. El creyente se regocija en su Señor. Los pastores, los pobres de todos los tiempos, de espíritu y de lo material, viven en sus corazones una nueva esperanza. Una nueva y sorprendente luz ha brillado y la señal que la acompaña es un recién nacido, un rostro necesitado y frágil. Sólo queda ir y buscarlo.
“Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban quedaron admirados de lo que decían los pastores. Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón. Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido” (Lc 2, 17-20). La admiración va unida indisolublemente con la novedad y con la sorpresa que provoca el Dios Encarnado. Los pastores, aquellos que en el tiempo de Jesús no podían ser testigos fiables en un juicio, ahora estaban dando público testimonio del Dios que nació. La historia se subvierte y los pobres tienen voz que les viene de los llantos, gritos y balbuceos del Hijo de María. La madre, por su parte, medita, escucha y calla. Es el signo de fidelidad del buen discípulo/discípula (ver Is 50,4). El creyente debe adoptar esta bendita actitud. ¿Y qué pasó con los pastores? Volvieron, pero lo hicieron alabando a Dios por lo que habían experimentado con este Dios siempre nuevo, cada día sorprendente y siempre salvador. Como Iglesia y en estos días de Adviento y Navidad debemos mantener estas dos últimas actitudes: Escuchar y acoger la Palabra de Dios como María y también anunciar con alegría las maravillas de Dios, así como lo hicieron los pastores, los pobres de Dios.
¡Feliz Navidad!