Hace dos años y medio nació Santiago. Nació con severas malformaciones congénitas. Su primera cirugía mayor la tuvo a las 24 horas de nacido. Ese día nos dijeron que lo bautizáramos porque habían muy pocas posibilidades de vida. Estos párrafos que comparto hoy se enmarcan en ese contexto. Es un diálogo interno (imaginario o real) que brota en medio de una situación límite.
Hace muy poco recibimos una lamentable noticia. Muchos leímos con estupor que un hijo del pastor Rick Warren se había quitado la vida. Algunos aprovecharon la ocasión y se expresaron con sarcasmo haciendo alusión al libro de Warren “Una vida con propósito”. Pero yo intuyo que Rick Warren no es el primer pastor que llora.
Según Peter Drucker, un gurú de liderazgo a nivel mundial, los cuatro trabajos más duros en Estados Unidos son: Presidente de Estados Unidos; Presidente de una Universidad; CEO de un hospital y Pastor.
¿Por qué lloran los pastores y profetas de Israel en la Biblia? Es una pregunta que quise responderme a mí mismo. Todas las vías me llevaban siempre a otra pregunta, quizás, más relevante: ¿Por qué lloró Jesús?
Los pastores lloramos por muchas razones. Lloramos por las personas que aún no han encontrado descanso y esperanza para sus vidas, por esas personas que se sienten desesperadas, abandonadas y sin pastor. Esas lágrimas también las lloró Jesús (Mt. 9:36).
En un artículo recientemente publicado por Phillip Wagner encontramos datos sumamente llamativos: el 70% de los pastores dice tener la autoestima más baja ahora que cuando iniciaron su ministerio, y el 90% afirma que el ministerio es muy diferente a lo que se imaginaban o a lo que estudiaron en los seminarios.
Las lágrimas de un pastor por el sufrimiento de la gente son lágrimas conocidas y deseables. Y todos nos sentimos compelidos a mostrar ese tipo de lágrimas, tal como lo hizo Job (Job 30:25). Pero los pastores lloran mucho, a escondidas y en silencio. Lo confieso abiertamente. Y no solo me pasa a mí, sé que miles de pastores derraman lágrimas silenciosas mientras continúan animando a otros incansablemente. Lloran como Jesús, por la ingratitud de la gente que hace daño al ministerio (Mateo 12:1-12), llora por esa gente que está dentro de su iglesia y que la hiere constantemente (Josué 7). Los pastores lloran de alegría cuando ven el resultado de la obra de Dios en la vida de las personas a través de su Palabra (Nehemías 8:1-10). Los pastores lloran por las críticas despiadadas, las divisiones de la iglesia, las luchas de poder, la falta de compromiso, la deslealtad, la falta de recursos y la soledad.
Según una encuesta realizada a pastores por The Barna Group: el 40% dice tener un conflicto importante con un miembro de su staff al menos una vez al mes; el 85% dice que sus problemas más importantes los tienen con el liderazgo de la iglesia; el 40% dice haber considerado abandonar el pastorado en los últimos 3 meses; el 70% dice no tener un amigo de confianza; unas cuatro mil nuevas iglesias nacen cada año en Estados Unidos, pero siete mil se cierran en el mismo periodo; 1700 pastores abandonaron el pastorado cada mes durante el año 2012.
El 21 de mayo del 2011, a las 10:20 de la noche, yo publicaba en mi cuenta de Facebook una frase. Me encontraba acostado en un sillón incómodo, al lado de la camilla de mi esposa, que recién había dado a luz a nuestro primogénito. Estábamos en la clínica, acababa de nacer nuestro hijo, pero él no estaba con nosotros. La frase en cuestión era esta: «A veces la vida nos pone cara de seria, pero los que tenemos fe le hacemos muecas hasta que suelte una sonrisa…»
De inmediato inicié una larga conversación con Dios como nunca antes la había tenido. Discutimos largamente y ese día se abrió un diálogo que aún no acaba.
– Eso no fue lo que te pedí -me dijo- Te pedí que mostraras tus lágrimas.
Y la verdad es que no estaba mostrando lo que realmente había en mi corazón. Estaba devastado, llorando como un loco y sin esperanza. No estaba siendo sincero con la gente. Me sentía enojado, sin saber a quién endosarle mi furia y sin sentir el derecho a mostrarme débil.
-Enséñale a tu iglesia que los pastores se sienten solos, muy solos. Enséñales que los pastores se sienten abandonados y se deprimen. Enséñale a tu iglesia que los pastores siguen a Jesús, pero no son Cristo.
– Pero Señor -le reclamé- van a creer que soy un mal pastor, que no tengo fe. Ya me ha costado mucho que algunos crean en mí, si me muestro débil, lo perderé todo.
– Deja que en tu debilidad yo pueda crecer y me gloríe (2 Cor. 12:9). Muestra tu corazón tal como es , enséñales que los pastores también se asustan, tienen miedo, se esconden y quieren salir huyendo. Quiero que tu iglesia sea diferente, que todos se vean como humanos. Enséñales que los pastores también vuelven a ver a su alrededor y se preguntan lo mismo que ellos: ¿Quién podrá ayudarme?
Desde entonces he tenido que acostumbrarme a llorar en público. No guardo mis lágrimas, mi dolor, mi quebranto, mi cansancio ni mi desesperación. Me he ido acostumbrando a llorar mientras predico, cuando tomo un café, camino por el pasillo de un mall o cuando conduzco. Más de una persona me habrá visto llorar en un semáforo. La mujer china del restaurante, al lado de mi oficina, ya me ha visto llorar muchas veces, sin preguntar nada. Y he aprendido a matar mi orgullo mientras recito el estribillo “Hay un tiempo para llorar, un tiempo para reír; un tiempo para estar de luto y un tiempo para saltar de gusto. ” (Eclesiastés 3:4).
-¿Y tu matrimonio? -me increpó hace un par de días- No intentes mostrar un matrimonio perfecto. No lo tienes. No mientas. Muestra lo que tienes, nada más que eso. Yo me encargaré de mostrar el resto.
«Hoy ha sido un buen día para Santiago. Vuelve a respirar sin máquinas, vuelve a tomar leche y ya no está hinchado. Los doctores no se explican por qué no aparecen bacterias en los exámenes… Yo si sé por qué.»
Una y otra vez, él se ha encargado de mostrar el resto. Su amor, su fidelidad, su gracia, su poder. Me ha hecho entender que llorar abiertamente realmente nos hace bien (Eclesiastés 7:3) y que las lágrimas sinceras son semillas que germinan en primaveras de alegría (Salmo 126:6). He aprendido que somos dichosos los que lloramos (también en público) porque recibimos consuelo (Mateo 5:4).
Cuando llora el pastor suceden muchas cosas buenas. En su vida, en su familia y en su iglesia.
Cuando llora el pastor, más le vale tener una iglesia que haya aprendido que los pastores lloran. Y yo he tenido la suerte de pertenecer a una comunidad que ha aprendido que la familia de sus pastores lleva dos años llorando abiertamente. Una iglesia que ha tenido la paciencia de cedernos el tiempo, la comprensión; de darnos esperanza y apoyo, de acompañarnos y abrazarnos sin pedirnos nada a cambio. Hemos sido bendecidos porque nuestra iglesia sabe que los pastores también lloran, porque cuando el pastor ha llorado, toda la iglesia se ha convertido en nuestra pastora. Nada más bello, nada más grande, nada más sublime en esta tierra para una familia pastoral: ser pastoreada por su propia iglesia.
Quiero terminar esta sincera nota de confesión, con un pasaje que me llena de esperanza. Si has trabajado en el ministerio y lloras en lo oculto, si has servido en la iglesia y estás solo y herido, en Isaías 38:5 podemos encontrar una verdad que nos puede sanar: Dios ha escuchado tu oración y ha visto tus lágrimas. ¡Animo!
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