«La educación no consiste sólo en aprender de los libros memorizando algunos hechos, sino también en aprender a mirar, a escuchar aquello que los libros dicen, tanto si lo que dicen es verdadero como si es falso. Todo eso es parte de la educación. La educación no es un mero pasar los exámenes, conseguir un título y un empleo, casarse y establecerse, sino también saber escuchar a los pájaros, ver el cielo, la extraordinaria belleza de un árbol, la forma de las colinas; es sentir todo eso, estar realmente, directamente en contacto con ello, cosa factible a cualquiera que puede leer…» (J. Krishnamurti)
Cualquier proceso educativo se desarrolla siempre en escenarios socioculturales móviles y cambiantes. La educación teológica no está exenta de esta exigencia. Cualquier fenómeno educativo se sitúa permanentemente buscando equilibrios, por lo general inestables, entre fuerzas de adaptación y fuerzas de cambio. De un lado la educación no es otra cosa que un amplio proceso de transmisión de la cultura dada y heredada de antemano, de aquí que posea una importante función conservadora. Pero al mismo tiempo la educación es también el instrumento mediante el cual se estimula el cambio, se facilita la innovación, se crean en definitiva nuevos procesos culturales de transformación individual y colectiva, de aquí que la educación se constituya así en un factor de desarrollo, en un factor de cambio social y personal. La educación en consecuencia, posee una naturaleza crítica, dialéctica y compleja, dado que se mueve entre los límites de la conservación y la innovación y está sujeta a interacciones, retroacciones y recursiones. Tener presente este postulado es de suma importancia para hacer una aportación en la renovación de la educación teológica.
Tanto desde un punto de vista ontológico como epistemológico, los saberes educativos son necesariamente saberes críticos, tanto por el carácter inestable e incierto de los procesos educativos en relación a los contextos sociales de cambio y conservación, como por la naturaleza de los sujetos que hacen y participan en la educación. Pero además, este carácter crítico, que procede de la complejidad de los contextos y de los sujetos que participan, posee a su vez un carácter práctico. Un carácter práctico, porque educar es ante todo y sobre todo un hacer en, con, para los sujetos que se educan, por lo que exige continuas acciones y reflexiones de recreación, reconstrucción y reorientación. Decir por tanto que la educación está en crisis, es algo obvio, porque su propia naturaleza es de por sí crítica. Esto es algo importante en cuanto a la educación teológica ya que tanto en la vertiente católica como en la protestante las instituciones que la imparten vienen y son sostenidas por los sectores más conservadores. Asumir en esos estamentos una actitud crítica muchas veces es ir en contra de lo establecido.
La particular situación de inestabilidad de la educación ocasionada por sus tendencias estabilizadoras y por su necesidad de incorporar y provocar cambios, unido al hecho del importantísimo papel que juega en los cambios sociales y personales, han hecho que cada vez se vayan depositando en los estudiantes nuevas competencias y responsabilidades. Sin embargo, este hecho ignora, que escolarización y educación son procesos de naturaleza diferente, además de que adolece de un optimismo exagerado en las posibilidades de las instituciones escolares y/o educativas. De este modo, se oculta y exculpa la incapacidad o ausencia de voluntad de los gestores políticos y sociales para hacer frente a los factores y causas sistémicas que están en la base de los grandes desequilibrios e injusticias sociales del planeta. Pensar por tanto que únicamente mediante educación formal o informal seremos capaces de resolver todos los problemas sociales de nuestro siglo, no deja de ser una ingenuidad e incluso una irresponsabilidad. No obstante, creer que estos problemas pueden afrontarse sin educación es un error fatal. Como dijo alguien: “La teología no va a cambiar el mundo, pero sin teología no cambiará”. La educación teológica por tanto, es condición necesaria e indispensable para el cambio social, pero en ningún caso resulta suficiente y mucho menos cuando ésta se reduce a determinados espacios de tiempo que los individuos utilizan para obtener titulaciones. Atribuir entonces a los sistemas y procesos educativos la culpabilidad de todos los males sociales, sería una manera de ocultar la falta de voluntad política o de capacidad gestora para hacer frente a los mismos. Sería en suma ignorar el componente educativo y pedagógico de toda praxis social o política y el componente social y político de toda práctica educativa o pedagógica.
Más allá de las tensiones entre conservación e innovación, tensiones que forman parte de la naturaleza intrínseca de los procesos educativos, cuya dinámica oscila permanentemente entre lo nuevo y lo viejo y entre las ideas previas y los nuevos conceptos, lo que aquí intentamos mostrar, es que la educación teológica está en crisis porque sus estructuras, sus funciones, sus procesos y sus productos no tienen la capacidad de responder a la realidad cultural y social del siglo XXI, no son capaces de afrontar las contradicciones y problemas surgidos con la crisis de la modernidad. Pero hay más. Ni incluso las competencias que la vieja sociedad industrial exigía de los sistemas educativos han podido materializarse, de tal modo que en la segunda década del siglo XXI, tenemos aun 69 millones de niños y 774 millones de adultos sin acceso a la educación y otro tanto analfabetismo funcional, como demuestran los informes internacionales de evaluación. Y todo ello unido a la permanencia de unos seminarios e edificios que permanecen en su mayor parte anclados en el arcaico, académico y libresco tradicionalismo pedagógico de las sociedades agrarias, aunque al mismo tiempo se pretenda disfrazar la modernización con novedosos recursos tecnológicos.
Nuestro seminarios e instituciones teológicas, nuestras concepciones de la educación miran excesivamente al pasado, añoran un sistema educativo que tenía su utilidad de cara a la formación del ser humano moderno e industrial.
Un sistema que en la actualidad se muestra simplemente incapacitado para hacer frente a la crisis y a la sociedad del futuro. Hoy, cuando asistimos al desmantelamiento del “Estado del Bienestar” y de la “Escuela Pública” y al florecimiento de todo “lo privado” incluyendo las instituciones educativas, hoy cuando vemos como desde diversas instancias se reivindican instituciones educativas fuertemente competitivas y selectivas orientadas al darwinismo social de la excelencia, comprobamos cómo todo el sistema en su conjunto y específicamente la vida y las prácticas educativas cotidianas de nuestras aulas, no responden a las necesidades de una sociedad de cambios acelerados y en la que aparecen cada vez nuevos problemas y contradicciones.
Asistimos a una especie de nostalgia por aquellos sistemas en los que había que atiborrarse de conocimientos inútiles suministrados por la figura de un profesor autoritario al que había que obedecer sin rechistar y en los que necesariamente había que pasar exámenes mensuales, trimestrales, finales, etc, que únicamente superaban una minoría de estudiantes obedientes, atemorizados y de las clases medias urbanas. Sin saber qué hacer con las nuevas posibilidades de autonomía y flexibilidad que brindan muchas de las leyes y normas educativas, se siguen añorando aquellos diseños centralizados y homogéneos para los que se contaba con un rol docente claro, preciso y dotado de poder. Si en la década de los sesenta las acreditaciones académicas contribuían de forma importante a la promoción social para la minoría que estudiaba, hoy asistimos en las sociedades supuestamente desarrolladas, a un panorama desolador, mayoritariamente caracterizado por la masificación de un alumnado desmotivado y obligado a soportar la carga de una escolarización no deseada, en el que las titulaciones ya no tienen el peso específico de promoción social que antaño ofrecían.
A todo esto, hay que añadir también, la delicada y especial situación de un profesorado angustiado, desmotivado, subordinado a exigencias burocráticas y de todo tipo. Un profesorado, que al perder su prestigio social, ve al mismo tiempo como se le castiga recortando sus salarios y empeorando sus condiciones laborales, al mismo tiempo que le multiplican sus competencias profesionales y todo ante unas administraciones educativas que hacen muy poco o nada por evitarlo. Pero además, tenemos que sumar a unas familias en gran parte desestructuradas o en su defecto, desorientadas para hacer frente a las necesidades educativas de sus hijos. Un panorama que se presenta con una especial gravedad, cuando lo inscribimos en una gigantesca crisis de civilización que pone en peligro el planeta entero. No podemos olvidar que nuestros sistemas educativos surgieron precisamente con el industrialismo y bajo su modelo y concepciones organizativas.
La idea de concentrar grandes masas de alumnos en un edificio para ser trabajadas por unos operarios denominados profesores y bajo una dirección centralizada y profundamente burocrática, es sin duda una concepción netamente industrial. Se trataba de conseguir unos productos o titulaciones intercambiables en el mercado, para cuya obtención era necesario superar una serie de controles especializados y disciplinarios. Dicho con otras palabras: la escuela era la institución por antonomasia que se encargaba de producir y reproducir técnica e ideológicamente la fuerza de trabajo.
Todo estaba subordinado a las finalidades explícitas e implícitas del industrialismo ya fuese en su forma capitalista o socialista-soviética: espacios, edificios, horarios, reglamentos, normas disciplinarias, estandarización, eficacia, rendimiento, programas, metodologías, mitos, estereotipos, inculcación ideológica, titulaciones, ciclos, etapas, cursos y niveles. Las finalidades fundamentales consistían en la capacitación de los individuos para comprender e interiorizar conceptos, así como para manejar una reducida gama de procedimientos indispensables para la industria, al mismo tiempo que un breve y compacto núcleo de creencias. Unas creencias que básicamente consistían en:
1. Habilidades instrumentales básicas: lectura, escritura, cálculo, nociones matemáticas elementales, etc., habilidades que irán en aumento en función del nivel alcanzado en las etapas, niveles y grados que conformaban la estructura de cada sistema educativo. Una estructura, que fue y sigue siendo terriblemente selectiva y destinada a seleccionar a los más capaces, es decir, a los que mejor supieron adaptarse y obedecer a las exigencias del sistema.
2. Creencias sólidas acerca del progreso, la naturaleza, la sociedad y la necesidad de selección: pura ideología destinada a aceptar que el progreso es un concepto lineal, cuantitativo e inexorable y sobre todo asociado al dominio de una Naturaleza y a la concepción de una sociedad gobernadas por el principio de evolución, en la cual, la desigualdad o la pobreza son considerados fenómenos naturalmente inevitables.
3. Concepciones unilaterales acerca del tiempo, la materia, el espacio y la causalidad. El tiempo entendido linealmente, de forma sincrónica, sometido a un escrupuloso control, rígido, parcelario, uniforme, fragmentario, lo que traducido a términos de organización escolar significaba aceptar la imposibilidad de concebir una estructura horaria que no incluyese el axioma de una hora, un profesor, una materia y un aula. Un espacio acotado, cerrado, uniformado, rígido y fragmentado con muebles situados en lugares inamovibles: un aula ocupada por alumnos que permanecen inmóviles a lo largo de toda la jornada. Un alumno considerado esencialmente como un ser individual, como un átomo social que se define frente a los demás, puesto que la sociedad se concibe como naturalmente competitiva y selectiva.
4. Concepciones acerca del cambio y la causalidad puramente mecanicistas, de modo que la explicación de los hechos naturales, sociales o escolares se realiza generalmente basándose en causas externas fácilmente identificables y medibles, de control sencillo y manejable. Si el alumno es evaluado negativamente, las causas serán siempre externas a los procesos de enseñanza-aprendizaje, la culpa será siempre del alumno como individuo, de su familia, del ambiente social, de las leyes o del gobierno de turno, pero en ningún caso de los procesos de interacción de profesor-alumno, del ambiente escolar o del aula, de los recursos materiales, de los procedimientos de tratamiento del currículum utilizados o de la idoneidad del programa, o de la habilidades y capacitación del profesor.
Sin embargo, la sociedad industrial no solamente necesita de las instituciones educativas que le proporcionen individuos formados con un repertorio de habilidades, creencias y conceptos, sino sobre todo un cuerpo de principios. La sociedad industrial exige también a los la instituciones educativas que los individuos sean instruidos en un conjunto de axiomas, que al estar situados más allá de la realidad, que al ser considerados como indiscutibles, garanticen el sustrato cognitivo-afectivo necesario para hacer funcionar el sistema social en su conjunto y regular así el comportamiento de los individuos y los posibles conflictos y disfunciones.
Mientras que las creencias se presentan con más base afectiva que racional y por tanto pueden estar sujetas a variabilidad, a discusión e incluso a crítica, los principios se nos aparecen como grandes síntesis axiomáticas, como dogmas, producto de juicios racionales e incluso de descubrimientos científicos y en consecuencia son más difíciles de cuestionar hasta que no aparecen nuevos hechos que aportan razones para su discusión.
Dos alternativas que han nacido en el ámbito de los sectores protestantes en el sur de América Latina, para responder a esta crisis, son el Centro de Estudios Teológicos Interdisciplinarios (CETI) y el Servicio de Estudios de la Realidad (SER). Estos dos programas de estudios caminan con los estudiantes por un tiempo ayudando a encontrar respuestas a los desafíos que la sociedad de hoy plantea al ser humano. Los temas del medio ambiente, el trabajo, la educación, la ciencia, la filosofía, la sociología, el tiempo, las familias, las iglesias, el diálogo interreligioso, la política, la economía, la literatura y el arte el general son parte de la malla curricular que el alumno puede seguir. Estos programas se adaptan a los tiempos de los estudiantes y la interacción intercultural que se produce hace que el espacio sea de una riqueza que no se encuentra en una institución tradicional. Otra aportación es la libertad que el alumno tiene para emitir sus apreciaciones en las cuales nadie está obligado a aceptar sus planteamientos. La experiencia ha demostrado que el estudiar por un tiempo limitado con otros estudiantes de diferentes países hace al alumno más tolerante, más creativo, menos discriminador, y más incluyente. Al final cada grupo de estudio se transforma en una comunidad de amigos donde juntos buscan respuestas a las preguntas de hoy y pautas para vivir con una cosmovisión cristiana renovada. El universo de cada uno se expande y esto se traduce en una caminata académica y espiritual. El alumno toma conciencia de que el futuro se construye en comunidad y ayudado de las ciencias, las artes y en general de la cultura creada por el ser humano.
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