Me seréis testigos (Hch. 1, 8 RVR60)
Conversando el otro día con unos creyentes muy preocupados por la más que evidente (y escandalosa) pérdida de identidad del protestantismo en muchas de las iglesias que hoy se llaman evangélicas, surgió de pronto “la pregunta del millón”: ¿qué es el protestantismo en realidad? O mejor aún: ¿qué ha aportado en verdad el protestantismo al mundo cristiano? Hubo, como es lógico, diversas aportaciones, algunas puramente apologéticas, otras más teológicas, más profundas, si se quiere, pero todas ellas harto interesantes. Luego, en la quietud de nuestro hogar y nuestro despacho, volvimos a reflexionar, esta vez a solas, sobre todo cuanto se había aportado al asunto, y llegamos a la siguiente conclusión:
El protestantismo, entendido como tal es el movimiento religioso iniciado por la Reforma del siglo XVI y continuado por aquellas iglesias o denominaciones que se reclaman de su corriente histórica, se puede condensar en la siguiente fórmula:
Un libro. El protestantismo no “inventó” la Biblia. Las Sagradas Escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento ya circulaban por las congregaciones cristianas desde los primeros siglos. Ni siquiera las “descubrió”, pese a lo que ha afirmado una cierta apologética de andar por casa en algunas iglesias. En tiempos de los Reformadores toda la liturgia de la iglesia y la instrucción religiosa del pueblo (cuando la había) estaban cimentadas en las Escrituras, que se leían o se repetían en los distintos servicios religiosos, y de las que todo el mundo conocía la existencia. Lo que realmente hizo la Reforma Protestante fue devolver al pueblo cristiano aquellas antiguas y venerables Escrituras que la costumbre y tal vez un exceso de celo o piedad mal entendidos habían salvaguardado en una lengua culta inaccesible a los legos. Nadie había prohibido jamás al conjunto del orbe cristiano su lectura —excepción hecha de las versiones realizadas por herejes—, pero de hecho no se leían porque una aplastante mayoría no las podía entender. El protestantismo puso en manos de los creyentes una Biblia en lengua vernácula, accesible, que invitaba a ser leída. Más aún, la estableció como única Palabra de Dios autorizada, base y fundamento de toda la instrucción religiosa cristiana, porque sólo en ella se encuentra la revelación suprema del Señor en la persona de su Hijo Jesucristo.
Una teología. Los Reformadores hicieron tanto hincapié en las doctrinas de la Gracia, vale decir, aquéllas en las que se hace énfasis en la obra redentora de Cristo, entre ellas la justificación por la sola fe (Lutero) o la seguridad de la salvación basada en una inapelable e inmovible elección divina (Calvino), que más de un creyente sencillo contemporáneo nuestro ha llegado a creer sinceramente que fueron ellos quienes realmente comprendieron por primera vez en la historia estas verdades. En realidad, tales formulaciones, en todo o en parte, se hallan ya en algunas figuras destacadas de siglos pasados, la más importante de todas la de San Agustín de Hipona, que se fundamentaron en lo que leían en las Escrituras, especialmente en San Pablo. El gran acierto del protestantismo fue saber sintetizar todas esas enseñanzas genuinamente bíblicas en un corpus doctrinal coherente y bien ensamblado, fruto del cual han sido obras como la Institutio Christianæ Religionis de Calvino y todas las grandes dogmáticas que le han seguido desde el siglo XVI hasta hoy. Pese a las discusiones y disensiones que han tenido lugar en el seno de ciertas comunidades en relación con estos asuntos desde el siglo XVI hasta el día de hoy, lo cierto es que la llamada Teología de la Gracia —formulada y enunciada de múltiples maneras más ajustadas a los tiempos y los lugares— sigue siendo uno de los distintivos de las grandes confesiones protestantes históricas por su enfoque exclusivamente cristocéntrico.
Un método. Trabajar y elaborar una teología y una praxis cristiana en base a un material escrito de larga y venerable antigüedad conlleva la necesidad imperiosa de desarrollar ciertas técnicas de lectura e interpretación, y más aún, de toda una ciencia textual que permita establecer cuáles son los documentos o manuscritos más fiables, más ajustados a los autógrafos originales, y cómo se fueron elaborando con el paso de los siglos. De ahí que una de las mayores aportaciones del protestantismo al pensamiento cristiano general haya sido la génesis y el progreso del método histórico-crítico (no sólo histórico-gramatical) aplicado a las Escrituras, sistema de trabajo que tiene sus raíces y sus precursores, no en la ilustración del siglo XVIII, como algunos apuntan, sino en la misma Reforma, y de forma muy concreta en figuras tan señeras como Calvino y Zwinglio, que fueron para su época y su momento exegetas de talla, y cuyos trabajos aún en nuestros días han de ser tenidos en cuenta. Pese a las discusiones y apasionadas (¡a veces irracionales!) controversias que suscitara en su momento, a lo largo de los siglos XIX y XX especialmente —inevitables, como todas las crisis que padece cualquier organismo vivo en sus etapas de crecimiento—, hoy presenta este método histórico-crítico áreas en las que sus postulados son ya adquisiciones permanentes. Nos ha permitido, por ejemplo, delimitar unidades de sentido en los libros bíblicos mucho más exactas que la división tradicional en capítulos y versículos; nos ha mostrado documentos de base que subyacen al material que las tradiciones judía y cristiana primitiva nos habían legado, y que nos permiten conocer un poco mejor cuáles eran los intereses teológicos, las preocupaciones, y a veces hasta algunos de los cánticos litúrgicos de aquellos creyentes de siglos pretéritos; y en definitiva, nos ha abierto la mente para vislumbrar un poco mejor —no nos atrevemos a decir comprender— la manera en que el Espíritu Santo de Dios ha llevado a término esa magna gesta que ha sido la inspiración de las Escrituras de tal manera que nos conduzcan indefectiblemente al Redentor.
Un diálogo. Finalmente, el protestantismo ha legado al mundo cristiano algo que, por desgracia, ni fue bien aceptado en su momento (como evidencian las condenas y la prístina repulsa de la Iglesia Católica Romana), ni sigue siéndolo hoy entre muchos de los que se llaman creyentes. Nos referimos al diálogo ecuménico. No es un “invento” católico, como se escucha en ciertos medios de gente mal informada, sino que parte de una clara iniciativa testimonial protestante: la así llamada Conferencia Misionera Mundial de Edimburgo, que tuvo lugar en 1910, pero que ya contaba con antecedentes en el mundo episcopal (anglicano) de los Estados Unidos e incluso en la propia Reforma: no hay que olvidar que Lutero y los Reformadores desde un primer momento anhelaron y pidieron un concilio universal (¡ecuménico!) en el que plantear sus postulados y dialogar en aras de una mejora del conjunto del Cuerpo de Cristo. El protestantismo ha sido el primero en percatarse del escándalo que supone la división de los cristianos, así como del deseo expresado por Jesús en Jn. 17, 11b.20.21: Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros […] Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste (RVR60). La superación de las barreras históricas y denominacionales que propugna el ecumenismo, de clara raigambre e inspiración protestante, como ha quedado bien patente en las declaraciones de muchas de sus personalidades más representativas, no puede consistir en una simple unión administrativa entre organismos eclesiásticos, ni por supuesto en un “regreso” o una “sumisión” a Roma, que estaría completamente fuera de lugar, sino en un diálogo interconfesional que sepa aceptar las diferencias distintivas (teológicas fundamentalmente), pero que no impida una labor testimonial conjunta de todos los que nos llamamos discípulos de Jesús.
En definitiva, el protestantismo, vale decir, el protestantismo histórico, enraizado en los postulados de la Reforma, puede muy bien definirse por estos cuatro elementos que hemos enunciado: un libro, una teología, un método y un diálogo, dado que la suma de todos ellos nos conduce a un único Señor y Salvador, el Hijo de Dios hecho hombre, roca firme y fundamento indiscutible de nuestra fe cristiana.