El llamado de Jesús a predicar el evangelio a toda criatura sigue vigente, aunque las circunstancias socioculturales han variado de forma sustancial con el paso de los siglos. En esta breve reflexión desearía contestar a la pregunta de si se puede llevar a cabo la misión que Jesús encomendó a sus discípulos sin faltar al principio de tolerancia que mantenemos hacia las ideas, las religiones, las personas…
Evangelizar tiene que ver con anunciar buenas noticias, lo que presupone que existe una necesidad universal para cada persona, a saber, un estado de carencia que requiere la salvación y que el apóstol Pablo recogió en sus escritos: “estabais sin Cristo…, sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Ef 2.12); “todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Rom 3.23). Seguramente no ha habido una sociedad más religiosa que la que había en tiempos de Jesús y, a la vez, sus dirigentes estaban muy lejos del Dios al que decían servir. En medio de esa sociedad religiosa, Jesús y los apóstoles proclamaron la buena noticia de salvación. Esto nos da a entender que la religión no ha sido el camino idóneo para encontrar la salvación que el evangelio nos insta a proclamar.
Cierto es que las sociedades antiguas se caracterizaban por la intolerancia, por la imposición de las ideas, por la exigencia de sujetarse a ciertas creencias, ritos y normas… La historia está llena de ejemplos de esta naturaleza y el miedo ha sido el instrumento que se ha usado para extender los credos en demasiadas ocasiones. Así, quien no se sometía a la ideología o doctrina, era víctima de la marginación, la persecución, la tortura o la muerte. Las sociedades modernas no se han escapado de esta realidad; sin embargo, el evangelio nada tiene que ver con la imposición y la coacción.
Jesús encomendó a sus discípulos la misión de hacer discípulos a todas las naciones (Mat 28.19) y los apóstoles, cuando se presentaron delante de los ancianos y escribas de Jerusalén, dijeron: “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hch 4.12). Se estaban dirigiendo a judíos, conocedores de la Toráh, especialistas de la religión y, sin embargo, les hablaron de exclusividad en el camino de salvación a través de Jesús de Nazaret.
Nosotros vivimos en pleno siglo XXI, en una sociedad tolerante y, siguiendo el mandato de Jesús, transmitimos a nuestros conciudadanos la buena noticia de salvación. Entonces, ¿cómo podemos hablar de tolerancia si decimos que solo hay salvación a través de Jesús de Nazaret y excluimos las creencias de otras confesiones? Regresemos a los inicios del cristianismo para intentar dar respuesta a esta cuestión.
La iglesia primitiva, a pesar de vivir en una sociedad religiosa intolerante, entendió que el camino para llegar a Dios no era la religión de Israel tergiversada por los dirigentes judíos; el camino era Jesús de Nazaret, el hijo de Dios, que se humanó para aclarar definitivamente cómo es Dios (Juan 1.18); por eso, Jesús se dedicó a proclamar un nuevo orden, una nueva sociedad, en la que tuvieran cabida todo tipo de personas, hombres y mujeres, bajo unos nuevos principios de igualdad, solidaridad, perdón, amor, justicia, misericordia… Es lo que el Nuevo Testamento llama el Reino de los cielos: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mat 4.17).
Para entrar en el Reino de Dios es necesario el nuevo nacimiento (Juan 3.3,ss.), que tiene que ver con la obra del Espíritu de Dios en la persona que reconoce la necesidad que tiene del Salvador; al llegar a este punto, se entiende el requisito del arrepentimiento (cambio de pensamiento) y la conversión (reorientación de la voluntad humana hacia Dios), tal como el apóstol Pedro anuncia el día de Pentecostés: “Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados… Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio” (Hch 2.38; 3.19). En estos dos textos observamos que el efecto del arrepentimiento y la conversión es el perdón de pecados, tema clave en la religiosidad de Israel.
A partir de aquí, se accede a una nueva vida, la de la Comunidad de seguidores de Jesús, que intentará hacer visible el Reino de Dios y anunciar a toda criatura el mensaje de salvación a través de Jesús de Nazaret. Por eso, los apóstoles entendieron la muerte de Jesús no solamente como una consecuencia lógica de su mensaje, que hacía temblar las instituciones religiosas, sino como el cumplimiento de la ley del Antiguo Testamento para expiar el pecado y así, terminar con el ritual de sacrificios que había imperado hasta entonces y que había sustituido a la misericordia, tema que ya denunció el profeta Oseas: ”Misericordia quiero y no sacrificio, y conocimiento de Dios más que holocaustos” (Os 6.6).
Así las cosas, parece que en una sociedad atea, agnóstica o religiosa, en pleno siglo XXI, el mensaje del Nuevo Testamento sigue siendo el mismo: 1) arrepentimiento y conversión para disfrutar de la salvación y la vida eterna a través de la fe en Jesús de Nazaret (Juan 3.15-16, 36; 5.24), y 2) acceso al Reino de los cielos configurando una Comunidad regida por los nuevos valores (Rom 14.17; Gál 5.19,ss.). Estas dos líneas no se pueden separar; es más, en el Nuevo Testamento se llegan a identificar (Mat 4.17; 10.7; Mc 1.15; Hch 20.25,ss.) porque no se puede predicar el evangelio de salvación (arrepentimiento, conversión) sin acceder al Reino de Dios (la nueva sociedad edificada sobre nuevos valores); no se puede predicar el perdón de los pecados, si no se vive en la Comunidad de discípulos la experiencia del perdón; no se puede anunciar la misericordia de Dios para la humanidad si no se practica la misericordia en la Comunidad cristiana; no se puede proclamar el amor de Dios si no se ve reflejado en la iglesia de Jesucristo… Para que la iglesia crezca es imprescindible que se anuncie el evangelio de salvación y, a la vez, viva de acuerdo a los valores del Reino de los cielos en Comunidad. Sin estos dos elementos, la iglesia fracasará y, lejos de crecer, menguará. Por ello, no es solo proclamar, sino vivir; no es solo vivir, sino proclamar.
La intolerancia se demuestra en el deseo de imponer las ideas; pero el evangelio no impone, sino propone; no obliga, sino persuade; no exige, sino fascina; no manipula, sino libera. Por eso, todavía hoy es posible anunciar el evangelio de salvación y acceder al Reino de los cielos y, a la vez, ser tolerante con nuestros semejantes. Pero no nos confundamos, la tolerancia no es una actitud pasiva, sino activa; por ello, la Iglesia, no solo está interesada en el alma humana y la salvación eterna, sino en la totalidad de la persona aquí y ahora y, por eso, lucha contra la injusticia, las desigualdades, la pobreza, el abuso de poder, la violación de los derechos humanos…, y lo hace desde la convicción de que el Reino de los cielos se ha acercado y la proclamación de que la salvación se opera, solamente, a través de Jesús de Nazaret.