Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras (Lc. 24, 45 RVR60)
Si alguno de nuestros amables lectores, sobre todo aquéllos que siguen fielmente nuestras aportaciones a Lupa Protestante y otros medios, nada más leer el versículo lucano con que encabezamos esta nuestra reflexión piensa: “más de lo mismo”, pues tendrá razón. En efecto, más de lo mismo, más de nuestra gran preocupación, que se ahonda cada día a medida que vamos conociendo y encontrando por aquí y por allá nuevas gentes y nuevas realidades. Más de lo mismo, porque la constatación de hecho de que todo un mundo religioso, otrora bien cimentado (o al menos aparentemente bien cimentado), se está yendo al garete, es demasiado evidente como para “correr un tupido velo” o mirar hacia otro lado y decir que aquí no pasa nada, que todo va viento en popa, o peor aún, “que somos un pueblo pequeñito y muy feliz”.
Vaya por delante que no nos consideramos, en lo que toca a nuestro nivel exclusivamente personal, nostálgicos. Para nada. La vida nos ha enseñado a vivir el día a día ocupándonos en lo que tenemos delante, a hacer de continuo “borrón y cuenta nueva”, a no estar obsesionados con un pasado supuestamente glorioso, cuasi-mítico (y por lo general inexistente en el mundo real). No van por ahí los tiros. Lo que nos aterra —así, como suena; sin retóricas baratas ni artificios literarios de estilo romántico decimonónico— es la constatación in vivo de todo un entramado religioso que se autointitula “evangélico”, concepto éste que tiende a confundirse muchas veces con el de “protestante”, pero que se encuentra por desgracia en las antípodas de aquel protestantismo tan claramente delineado en los escritos de los grandes Reformadores y en la teología y la praxis de las iglesias históricas surgidas de aquella magna revolución religiosa.
Recibimos de continuo y por distintos medios tristes notificaciones de hermanos y amigos muy queridos procedentes de varias denominaciones harto diversas, todos ellos movidos por un común denominador, que es un servicio sincero a Dios y a su Iglesia, para lo cual —entienden, y entienden bien— han de estudiar y formarse de forma adecuada en las instituciones designadas para ello, pero que se ven literalmente vapuleados hasta desde los púlpitos de sus congregaciones respectivas por los “líderes” de turno, que los condenan abiertamente acusándolos de “poca espiritualidad”, de “intelectualismo” y hasta de “liberalismo” simplemente por entender que para prestar un servicio correcto a su Señor deben prepararse mejor y no conformarse con andar repitiendo tópicos a puerta cerrada de espaldas a la realidad intelectual y social de nuestro mundo. Nos podríamos preguntar, y con razón: ¿pero qué “herejías” dirán estos pobres hermanos y amigos para ser acusados de esta manera? Pues muy graves, desde luego, dicho sea con toda la ironía del mundo. Agarrémonos bien, que no es para menos. Herejías como, no sólo que Moisés no es el autor de todo el Pentateuco (¡por favor!), o que el profeta Isaías no escribió en persona todo el conjunto de 66 capítulos del libro que lleva su nombre (¡¿qué?!), o que el Textus Receptus no es la mejor versión del Nuevo Testamento griego (¡son más fiables las ediciones críticas, ay!), o que el centro del mensaje bíblico es el Evangelio liberador de Cristo y no el creacionismo o el dispensacionalismo milenialista (¡pero bueno!, ¿adónde vamos a llegar?), sino también de otro tipo mucho más revolucionario, como que las mujeres no deben estar en absoluto relegadas a la hora de ejercer ministerios sagrados en base a lecturas deficitarias de ciertos pasajes bíblicos (¡horror!), o que en la iglesia no se debe rechazar a nadie en principio por su tendencia sexual innata no escogida (¡Sodoma y Gomorra!), o, por no cansar al amable lector (si es que ha podido llegar a este párrafo sin hartarse), que el Dios que los cristianos adoramos es el mismo que adoran en el islam y en otros sistemas de creencias esparcidos por el mundo, por lo que el diálogo, no ya ecuménico entre cristianos, sino interreligioso, es algo aceptable y positivo en sí mismo. ¿Y quiénes son los grandes culpables que están detrás de toda esta marea impía e infernal de ideas? Pues los seminarios. O mejor dicho, algunos seminarios de nuestro país (y de otros), cuyos nombres, lógicamente, no vamos a mencionar, pero que, siempre según esos concienzudos “líderes” y “guardianes de la fe”, algunos de los cuales se autodesignan “apóstoles”, “videntes”, “profetas”, “ungidos” y demás familia, “han traicionado la fe”.
Terrorífico. Aterrador. Horrible. Espeluznante. Horripilante. Todos los calificativos que queramos darle a este hecho resultan insuficientes para definir y expresar una situación similar, que hace sufrir lo indecible a tantos creyentes sinceros cuyo único pecado consiste en querer formarse adecuadamente para servir al Señor en sus congregaciones respectivas y en algunos casos específicos ejerciendo el sagrado ministerio en este mundo en que vivimos hoy, en el real, no en el País de las Maravillas de la famosa Alicia.
Cuando Jesús Nuestro Señor capacitó a los apóstoles y discípulos que convivieron con él para ser sus testigos, retomando el texto lucano que citábamos al comienzo, les abrió el sentido para que entendiesen las Escrituras. Y en el mismo capítulo, como bien sabe el amable lector, el propio Jesús indica sin ambages cómo la antigua ley, los profetas y los salmos hablaban directamente de él, se referían a él, apuntaban hacia él, idea que siglos más tarde grandes Reformadores como Lutero retomarían y proclamarían con fuerza. Por decirlo con otras palabras, Jesús otorgó a los suyos entendimiento de las Sagradas Escrituras para que fueran capaces de encontrarlo a él en todas ellas. Ni más ni menos. Tal era el mensaje que debían proclamar, como evidencia el Nuevo Testamento en su conjunto, desde el Evangelio según San Mateo hasta el Apocalipsis. Jesús nunca pensó en una iglesia cuya misión fuera jugar con profecías redactadas en un estilo muy peculiar y muy propio de ciertos círculos antiguos que demasiadas veces nos desorienta, de manera que podemos atribuirles significados muy discutibles: no es tarea de la iglesia especular con esos textos rebajando la revelación divina a la categoría de un simple horóscopo de revista del corazón; Jesús no concibió una iglesia empeñada en una lucha a brazo partido o una cruzada declarada contra las ciencias biológicas o paleontológicas y en la que siempre saldría perdiendo y mal parada ante ciertas evidencias innegables; ni siquiera se le pasó por las mientes la posibilidad de una iglesia cuyo mayor empeño fuera lidiar batallas en la palestra de la crítica textual sacralizando versiones bíblicas muy concretas, repudiando otras y estigmatizando, condenando y demonizando estudios de tipo lingüístico o literario, en lo que, dicho sea sin ningún tipo de complejo, tampoco saldría siempre demasiado airosa. La Iglesia de Cristo, digámoslo alto y claro, estaba llamada por el contrario a dar testimonio de Jesús de Nazaret, de su persona, de su muerte y resurrección, vale decir, de su obra redentora: un testimonio que se plasmaría en una acción totalmente revolucionaria a favor del ser humano, ahora elevado a la dignidad de hijo redimido de Dios, y por ende libre y emancipado de todo aquello que lo ataba o lo denigraba. Entonces, ahora y siempre.
Cristo no estableció su iglesia como una secta más, de las muchas que existían en el mundo judío, algunas conocidas, otras no tanto, sino con una mirada y un horizonte universales. De ahí que en la Iglesia de Cristo estén de más tantas discusiones absurdas sobre temas bíblicos o no bíblicos como las que han paralizado y paralizan denominaciones enteras en el pasado y en el presente. De ahí que en la Iglesia de Cristo no pueda haber distinciones ni discriminación de ningún tipo entre judíos y griegos, esclavos y libres, hombres y mujeres, pues todos somos uno en Jesús, al decir de San Pablo Apóstol (Gá. 3, 28). Y de ahí también que en la Iglesia de Cristo, bien cimentada en el Evangelio, no haya lugar para nuevos “apóstoles”, “profetas”, “ungidos”, “visionarios” con “nuevas luces” ni “nuevas revelaciones para nuestros tiempos”, todos ellos meros empresarios religiosos de calaña muy discutible, como se ha comprobado hasta la saciedad desde los siglos más remotos hasta el día de hoy. Si algo es patente en la enseñanza de la Biblia es que en Jesús de Nazaret la revelación divina ya está completa, ha sido entregada de una vez por todas; el mensaje es muy claro: Cristo es Nuestro Señor y Redentor y nos ha hecho entrega para siempre de la salvación que viene de Dios. Ello implica que es preciso seguir estudiando esta proclama, profundizando en ella, y sobre todo, plasmándola en la realidad que nos toca vivir en esta época en la que nos encontramos.
A todos estos amigos y conocidos que nos transmiten, a veces con angustia, inquietudes como las que comentábamos más arriba, siempre les decimos lo mismo: no prestéis atención alguna a todo ese entramado de fanatismo e ignorancia anti-evangélica; formaos bien en las instituciones pertinentes o donde podáis hacerlo, leyendo las Sagradas Escrituras y tantas obras serias que se han escrito acerca de ellas, reflexionando de manera inteligente cuanto aprendéis; y, por encima de todo, vivid en este mundo como testimonios vivos de Cristo, de Jesús de Nazaret, del Hijo de Dios hecho hombre, vale decir, de una persona viva y real, no simplemente de una idea, un dogma o una institución. Hoy, como ayer y como siempre, este mundo en el que vivimos necesita saber que Dios se ha reconciliado con la humanidad caída a través de Jesús, y ha decretado la total restauración y redignificación de la persona humana creada a su imagen y semejanza.