(2 Cor 5:21; Gal 3:13)[1]
Con razón dijo Pablo que la cruz es una locura y un escándalo (1 Cor 1:18-23); si su «irracionalidad» no nos escandaliza, no hemos comenzado a entender su significado. La tradicional teoría de «substitución» (yo debo dinero en el almacén pero un amigo lo paga en mi lugar; estoy preso bajo sentencia de muerte, pero un amigo me visita en la celda, cambiamos de ropa, yo salgo libre y el amigo muere en mi lugar) es una simplificación que traiciona los datos bíblicos, y hace de la muerte de Jesús una crasa injusticia (Camus, Bernard Shaw, Domenic Crossan). La muerte de Cristo no puede entenderse como una transacción externa y objetiva, una especie de intercambio o trueque.
Sin pretender «explicar» la cruz, dos puntos importantes pueden por lo menos comenzar a aclarar su sentido. Primero, nunca debemos olvidar que en el plano humano e histórico, la muerte de Jesús en la cruz no fue un mero episodio desconectado de toda su vida sino que fue la consecuencia inevitable de su manera de ser y de vivir. Polemizaba osadamente con los líderes y toda la «buena gente», y defendía a los que eran «mala gente» ante los ojos de la sociedad. Comenzó la semana final de su vida con una marcha pública, seguida por un violento acto de protesta en el mismo templo. Su manera de ser y su conducta eran insoportables para las autoridades. Así entendido, lo mataron por subversivo.
La segunda pista, que ayuda aun más, nos la proporciona Juan Calvino, junto con otros. Calvino introduce el tercer libro de Institución de la religión cristiana, precisamente sobre la salvación, con un párrafo muy importante:
Ante todo hay que notar que mientras Cristo está lejos de nosotros y nosotros permanecemos apartados de él, todo cuanto padeció e hizo por la redención del humano linaje no nos sirve de nada, no nos aprovecha en lo más mínimo. Por tanto, para que pueda comunicarnos los bienes que recibió del Padre, es preciso que Él se haga nuestro y habite en nosotros. Por esta razón es llamado «nuestra Cabeza» y «primogénito entre muchos hermanos»; y de nosotros se afirma que somos «injertados en Él» (Rom 8.29; 11. 17; Gál 3.27); porque, según he dicho, ninguna de cuantas cosas posee nos pertenecen ni tenemos que ver con ellas, mientras no somos hechos una cosa con Él (Calvino Inst 3.1).
Resulta interesante notar que sólo en la última edición de su magnum opus Calvino introdujo este fuerte énfasis sobre la identificación solidaria de Cristo con nosotros como clave a su obra redentora.[2] Parece que le fascinó tanto el tema, que acuñó una serie muy rica de expresiones latinas al respecto («nostrae cum Deo coniunctionis» 3.6.2; «cum ipse in unum coalescimos» 3.1.1; «in Christi participatione» 3.16.1; Cristo «se nobis agglutinavit societatem» 3.2.24 etc.). Para Calvino, el Cristo que nos justifica y redime no es un «Christus extra nos» sino que nos redime en «la más íntima coalescencia» con nosotros (3.11.10), en un «sagrado matrimonio» (3.1.3 «sacrum coniugium«) entre él y nosotros. No debemos considerar a Cristo «como separado de nosotros» (procul stantem) sino «más bien habitando en nosotros» (3.2.24). Por la » habitatio Christi in cordibus nostris» (3.11.10) compartimos «vita in consortio» (3.8.1; cf. 3.6.5). Esta relación es una especie de amalgama aglutinada, en que el Espíritu Santo es el «vinculum» (3.1.1). «Incorporados nosotros a su cuerpo, nos hace partícipes, no solamente de sus bienes, sino incluso de sí mismo» (3.2.24).
Todo eso puede entenderse como lo que hoy llamamos «solidaridad». Cristo se hizo carne y uña con nosotros, y nos hizo a nosotros carne y uña con él. Puede verse como una especie de «trasplante total». Cristo tomó nuestro pecado porque nos tomó a nosotros dentro de sí y entró él dentro de nosotros, en un mismo cuerpo solidario. El fue más que un «representante» y mucho más que un «sustituto». Su solidaridad llegó a tal grado de identificación, que sería más fácil para dos gemelos siameses separarse que para él separarse de nosotros.[3]
Jesucristo manifestó y practicó esta solidaridad en su nacimiento, en su estilo de vida y en su muerte.
Cuando el Verbo fue hecho carne, identificándose así con toda nuestra fragilidad, pasó también, como todos nosotros, sus nueve meses como feto pre-natal. Es más, fue concebido en el vientre de una madre soltera, lo que a los y las vecinas seguramente no les parecía un milagro sino un escándalo. Por eso después sus enemigos se lo echaron en la cara diciendo, «nosotros no hemos nacido de fornicación» (Jn 8:41), y posteriormente algunos rabinos lo llamaban «el bastardo de Nazaret». Al octavo día Jesús fue circuncidado (sin duda sangraba, como cualquier niño) y después sus padres ofrecieron dos tórtolas para la purificación del niño y su madre (Lc 2:21-23; el padre no tenía culpa en el asunto y no necesitaba purificación). Como joven, Jesús tuvo ciertos roces con sus padres (Lc 2:48-49) y trabajó unos dieciocho años de carpintero como uno más de la clase obrera. Al iniciar su ministerio, se sometió al humillante «bautismo de arrepentimiento» de Juan el Bautista, «para cumplir toda justicia». Aunque él no tenía pecados de que arrepentirse, en esto también se identificó con nosotros los pecadores para nuestra redención («toda justicia»).
En su conducta y su estilo de vida también Jesús se identificaba con los pecadores; los fariseos le condenaban por ser amigo de pecadores (Lc 15:1-2; 5:29-32; 7:33-39). Extendió su mano para tocar a los enfermos, los leprosos y los muertos, lo que le contaminaba ceremonialmente y le incapacitaba para entrar al templo. Era amigo de la «mala gente», por lo que fue mal visto por la «buena gente». Fue tierno y compasivo con los pecadores, pero muy severo con los hipócritas, agresivo e insultante; hasta afirmó que los publicanos y las prostitutas entrarían al reino de Dios antes que los fariseos (Mt 21:31). En todo eso, ante los sacerdotes y maestros de la ley, él fue «hecho pecado» por la vía de su solidaridad inseparable con pecadores.
Esa clase de solidaridad con los marginados y los desvalidos de la sociedad nunca está bien vista por los poderosos. No sorprende en absoluto que muy pronto comenzaran a confabular para matarle. Y mucho menos cuando se dejaba llamar «Rey de los judíos», defendía siempre a las víctimas del sistema, entró en la ciudad capital en una marcha triunfal y trastornó el sucio comercio de los poderosos en la misma casa de Yahvé, denunciándoles a ellos por convertir el templo en una cueva de ladrones. Toda esa solidaridad profética le granjeó la muerte. La cruz fue instrumento de ejecución pública de los enemigos del sistema. Fue el precio de su solidaridad con nosotros, en servicio osado al Reino de Dios y su justicia.
Finalmente, la misma muerte fue la expresión definitiva de esa solidaridad que comenzó con su nacimiento. Al asumir la condición humana, lo hizo incondicionalmente, sin reservas en su solidaridad («Acepto nacer y vivir en carne, pero no morir, porque soy Dios y Dios no muere, mucho menos puedo hacerme pecado y maldición». ¿Cómo es posible eso para Dios mismo?). Ahí podemos ver la locura y el escándalo de la cruz.
Pero en Cristo la cruz tiene también su lógica, y es la lógica de la solidaridad incondicional. Humanamente hablando, esa muerte violenta fue la consecuencia lógica e inevitable de una vida que los poderosos jamás iban a tolerar. Pero evangélicamente hablando, Cristo hizo suyos nuestros pecados para hacer nuestra su justicia; hizo suya nuestra muerte, para liberarnos de ella. Cristo fue desamparado por su propio Padre (de nuevo, lo incomprensible para el entendimiento humano; «¡Dios desamparado por Dios! ¿Cómo puede ser?», exclamó Lutero. «No lo puedo entender»). Pero él fue desamparado por su Padre, para que nosotros nunca lo seamos. Y en esa muerte solidaria, «Dios mostró su justicia, para que él [Dios] sea justo y el que justifica a los injustos», con los que se ha solidarizado (cf. Rom 3:25-26).
«Oh Cristo», dijo Lutero, «Yo soy tu pecado, y tu eres mi justicia» (2 Cor 5:21). Y eso, no por alguna transacción externa y abstracta, sino por su solidaridad hasta las últimas consecuencias. «Fue obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil 2:8). Habiéndonos amado, nos amó hasta el fin (Jn 13:1).
[1] La traducción de 2 Cor 5:21 en la Nueva Versión Internacional, «Dios lo trató como pecador», no refleja del todo el sentido del texto griego, huper hêmôn hamartian epoiêsen; «por nosotros lo hizo pecado».
[2] El primer capítulo del Libro III (3.1) es completamente nuevo en la edición de 1559, como es también el lugar definitivo asignado a la unión con Cristo en todo el tercer libro (Barth, Church Dogmatics, IV/3: 552-3).
[3] Sin duda estas formulaciones pueden prestarse a exageraciones o malos entendidos, pero captamos mejor su fuerza y su profundo sentido, según Calvino mismo, si lo sobreformulamos.
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