Hay una canción de Joan Manuel Serrat que empieza con los siguientes versos: “De vez en cuando la vida/nos besa en la boca/y a colores se despliega/como un atlas/nos pasea por las calles en volandas/y nos sentimos en buenas manos.”
Y acaba diciendo: “De vez en cuando la vida/nos gasta una broma/y nos despertamos/sin saber qué pasa, chupando un palo sentados/sobre una calabaza.”
Estos versos siempre me han recordado el relato que nos encontramos en el profeta Jonás, cuando al entender éste que las cosas no habían salido de acuerdo con sus expectativas, decide retirarse de la escena simplemente para esperar acontecimientos: “Y preparó Jehová Dios una calabacera, la cual creció sobre Jonás para que hiciese sombra sobre su cabeza y le librase de su malestar; y Jonás se alegró grandemente por la calabacera. Pero al venir el alba del día siguiente, Dios preparó un gusano, el cual hirió la calabacera y se secó.
Y aconteció que al salir el sol, preparó Dios un recio viento solano, y el sol hirió a Jonás en la cabeza, y se desmayaba, y deseaba la muerte, diciendo: Mejor sería para mí la muerte que la vida.” (Jonás 4,6-8).
Tal y como yo lo entiendo, muchos de los personajes del texto bíblico, como la mayoría de nosotros, se enfrentan a la singularidad de una experiencia de vida que se mueve entre las luces y las sombras; entre el éxito y el fracaso; entre un beso de la vida en la boca y levantarse un día sin saber qué esta pasando en realidad y por qué.
Uno de esos personajes, y yo creo que el más emblemático es Job. Si hacemos un poco de memoria, la historia de Job comienza con una especie de juego macabro entre dos dioses: un Dios mayor (Yahvéh) y un dios menor (Satanás). Nuestro hombre era una persona, según se nos dice “intachable, recto, temeroso de Dios y apartado del mal…el hombre más poderoso del oriente.”, disfrutando de buena salud, una vida próspera y una familia envidiable (Job 1,1-3). Pero, un día –debido, según el texto a una especie de apuesta entre esos dos dioses a los que me he referido- la vida de Job sufre un cambio radical. En un abrir y cerrar de ojos se queda sin bienes, sin familia, sin salud… en fin, sin nada.
Y Job se levanta un día “sin saber qué pasa”: solo, pobre, excluido y enfermo. No entiende nada, se lamenta y empieza a cuestionarse muy seriamente el sentido de su vida, al mismo tiempo que alberga serias sospechas de que nada mejorará: “¿Por qué dar luz al hombre cuyo camino está escondido y a quien Dios ha cercado?
Porque al ver mi alimento salen mis gemidos, y mis clamores se derraman como agua.
Pues lo que temo viene sobre mí, y lo que me aterroriza me sucede.
No tengo reposo ni estoy tranquilo, no descanso sino que me viene turbación.” (Job 3,23-26).
Pero, supuestamente, Job tiene amigos. Amigos de esos que han conseguido mantener el estatus que él mismo tenía cuando las cosas iban bien. Y esos amigos van a verle, y en lugar de solidarizarse con él, de ser sensibles, abrazarle, o simplemente comprenderle, empiezan a parlamentar utilizando una serie de discursos aprendidos que no sirven para nada en momentos como ese.
Elifaz, Bildad y Zofar se sientan enfrente de su amigo (yo diría que adoptando una especie de postura teológica) y, en lugar de ayudarle y consolarle se limitan a juzgarle y a hacerle responsable de su situación. Y utilizan la coartada de un discurso muy elaborado y supuestamente muy profundo sobre el conocimiento del carácter y la actuación de Dios. Sin duda, son discursos teológicamente impecables, pero absolutamente ajenos a la realidad de su amigo. Y a so es a lo que yo llamo el síndrome de los amigos de Job.
Job les escucha, les deja hablar, pero llega un momento en el que entiende su propia necesidad de aclarar, sin trampa ni cartón y con todas las consecuencias, su posición: “He aquí todo esto han visto mis ojos, lo ha escuchado y entendido mi oído. Lo que vosotros sabéis yo también lo sé, no soy menos que vosotros.
Pero quiero hablar al Todopoderoso, y deseo argumentar con Dios.
Mas vosotros sois forjadores de mentiras; todos vosotros sois médicos inútiles.
¡Quién diera que guardarais completo silencio y se convirtiera esto en vuestra sabiduría!
Oíd, os ruego, mi razonamiento, y prestad atención a los argumentos de mis labios.
¿Hablaréis por Dios lo que es injusto y diréis por Él lo que es engañoso? ¿Mostraréis por Él parcialidad? ¿Contenderéis con Dios? ¿Os irá bien cuando Él os escudriñe, o le engañaréis como se engaña a un hombre?
Ciertamente Él os reprenderá, si en secreto mostráis parcialidad.
¿No os llenará de temor su majestad, y no caerá sobre vosotros su terror?
Vuestras máximas son proverbios de ceniza, vuestras defensas son defensas de barro.
Callad delante de mí para que pueda hablar yo; y venga sobre mí lo que venga.” (Job 13,1-13).
En este punto de su vida, Job no necesita discursos; él sabe todo lo que necesita sobre el carácter y la actuación de Dios; los ha experimentado en su propia existencia. Tiene todo el conocimiento que necesita y no está dispuesto a dejarse manipular por unos supuestos amigos que, más que ayudarle, pretenden justificar lo injustificable. Lo único que él quiere es hablar con Dios, ha descubierto el síndrome y no va a permitir que nadie le engañe con meras palabras absolutamente vacías de realidad, y comprende que en ese momento sólo Dios será capaz de entenderle, comprenderle y ayudarle.
Pero, ¿En qué consiste el síndrome de los amigos de Job? Hagamos algunas sugerencias:
- Utilizar un discurso que, en lugar de promover un cambio real, se convierte en una gran mentira (“forjadores de mentiras”, 4). Si lo pensamos bien, las ideas bonitas y bien elaboradas sirven de muy poco si, en realidad, no son capaces de llevarnos a actuaciones concretas, en situaciones concretas. En realidad, no se trata sólo de la verdad conceptual del discurso –con todo y lo importante que es-, sino de su efectividad en la experiencia existencial de las personas para conseguir su bienestar y recuperar su dignidad: “Pero el que tiene bienes de este mundo, y ve a su hermano en necesidad y cierra contra él su corazón, ¿cómo puede morar el amor de Dios en él?” (1 Jn. 3,17), nos dirá el apóstol Juan.
- Utilizar un discurso que, no sólo no cura, sino que se convierte en una medicina inútil (“médicos inútiles”, 4). Muchas veces se utiliza todo aquello que se ha aprendido sobre Dios y su carácter para intentar ocultar nuestra falta de compromiso real con las personas que sufren. Se utilizan las palabras como si ellas, por sí solas, tuvieran la capacidad de curar cualquier dolencia, sin que haya una disposición sincera de involucrarse realmente en hacer efectivo lo que se está diciendo en la vida de aquellos a los que se les está diciendo. Esto, más que una medicina es un veneno, puesto que, lejos de curar, se aplica únicamente para eludir la propia la responsabilidad y culpabilizar a esas personas que, por diferentes causas, no están en su mejor momento.
- Utilizar el discurso y las palabras para que parezca que el que en realidad es injusto es Dios (“¿hablaréis por Dios lo que es injusto? ¿mostraréis por él parcialidad?”, 7-8). Muchas veces, más de las necesarias, utilizamos las palabras de tal manera que parece que el único responsable de nuestras miserias y desgracias sea Dios, al mismo tiempo que es el que les procura a otras personas los múltiples beneficios de los que disfrutan. ¿No es esto promover una idea de Dios como alguien, que siendo todopoderoso, es parcial e injusto?
Sin embargo, Job, mucho más conocedor del verdadero carácter y actuación de Dios, nos ofrece las alternativas a esos síntomas del síndrome de sus amigos:
- Cuando las palabras no son absolutamente necesarias es mucho más recomendable y sabio guardar silencio: “¿Quién diera que guardarais completo silencio y se convirtiera esto en vuestra sabiduría?” (5). En muchas ocasiones, la verdadera sabiduría no está en las palabras, sino en guardar silencio ante lo que no podemos explicar ni justificar.
- Practicar la virtud de una escucha activa: “Oíd, os ruego, mi razonamiento y prestad atención a los argumentos de mis labios.” (6). A veces, las personas están tan cansadas de palabras, de soluciones fáciles y manoseadas, que prefieren, más bien que simplemente se las escuche; que se oigan sus razones, sus sentimientos, sus miedos, sus dudas, su sufrimiento…
- Ser conscientes en todo momento de la propia vulnerabilidad: “¿No os llenará de temor su majestad, y no caerá sobre vosotros su terror?” (11). La conciencia de la propia vulnerabilidad, de que en cualquier momento se puede perder la situación de privilegio y experimentar la desgracia que se observa alrededor, podría resultar un buen antídoto para desarrollar una sensibilidad activa y efectiva ante el sufrimiento de los que nos rodean.
Estamos tan acostumbrados al síndrome de los amigos de Job que casi nos hemos hecho inmunes. Muchas veces somos nosotros los contaminados y nos empeñamos en dar lecciones inútiles; y otras, somos las víctimas y nos sentimos culpables; sabemos que no hemos hecho nada malo, pero lo que nos pasa parece apuntar a lo contrario. Deseamos respuestas, justicia, reivindicación… pero no llegan. Este texto de Job se convierte para nosotros en un ejemplo a seguir. Puede que la vida nos esté besando en la boca, o puede que nos hayamos levantado sin saber qué pasa, pero sea cual sea el papel que nos toque desempeñar en los diferentes momentos de nuestra vida, nunca deberíamos utilizar lo que sabemos de Dios para forjar mentiras, para envenenar al prójimo o para hacer a Dios injusto.
Lo que sabemos de Dios, lo que hemos experimentado en nuestras propias vidas de Él, debería ayudarnos a guardar silencio cuando la situación lo requiere, a escuchar teniendo en cuenta las razones, los argumentos, los sentimientos y la experiencia de nuestro interlocutor y, sobre todo, debemos ser conscientes de que nosotros somos igualmente vulnerables y que en cualquier momento podemos encontrarnos en situaciones tan desagradables como las que están padeciendo los que nos rodean y a los que pretendemos dar lecciones.
Acabar con las palabras del propio Job: “Aunque Él me mate, en Él esperaré, pero defenderé mis caminos delante de Él.
Él también será mi salvación, porque un impío no comparece en su presencia.
Escuchad atentamente mis palabras, y que mi declaración llene vuestros oídos.
He aquí ahora, yo he preparado mi causa, sé que seré justificado.” (Job 13,15-18).
Cuando nos encontremos con supuestos amigos o hermanos que pretendan juzgarnos desde una posición de privilegio, utilizando palabras bonitas y discursos vacíos, no tengamos ningún miedo de exponer de forma clara y sincera nuestra causa delante de Dios, y eso con la absoluta certeza de que saldremos justificados.
Nota: Este es un sermón compartido en la Església Evangélica Betel, en la Església Evangèlica de Barcelona Centre (en català) y en la Església Evangélica de Rubí.
- Spiro: Dolor, duda, esperanza fe y lucha - 20/05/2015
- La banalización de las promesas - 07/07/2014
- El síndrome de los amigos de Job - 09/05/2014