El desenmascaramiento de un poder religioso ruin, que paraliza a las gentes con el temor al castigo, acarreará a Jesús de Nazaret resistencias, que irán aumentando con el paso del tiempo: sus parientes lo querrán disuadir de su misión, los discípulos no acabarán de entenderle, los enfermos irán a él únicamente para quedar sanos de su mal, los dirigentes lo perseguirán…
¿Por qué todas estas resistencias a Jesús? ¿No es un simple e inofensivo predicador ambulante, un iletrado carismático arrebatado por el amor y la debilidad? En absoluto. Es muy difícil aceptar a una persona que puede poner en peligro la seguridad de la rutina, el dominio de las conciencias, la comodidad e incluso el futuro si la seguimos. Es más cómodo —y más rentable— seguir a aquellos que lo máximo que piden son unos ritos externos, al margen de los intereses verdaderos de la vida.
Casi todos los grupos religiosos entenderán que tienen motivos de sobra para oponerse a Jesús. Incluso el poder romano estará amenazado, aun sin saberlo. Cada uno de ellos verá peligrar sus propios intereses, e incluso su idiosincrasia. Muchas diferencias los separan entre ellos, pero esto no. Consideran a Jesús un volcán a punto de estallar:
Los saduceos (sacerdotes) verán amenazado su ejercicio omnímodo del poder religioso. En Israel en tiempos de Jesús no hay diferencias entre el poder religioso, el político y el social. Quien pone en tela de juicio aspectos importantes de la religión es un enemigo, además de en este ámbito, en todos los demás. La predicación de Jesús traza, en efecto, una imagen de poder totalmente contraria a la de los saduceos. El maestro de Nazaret considerará ese poder como perteneciente al reino de Satán, se opondrá a él, y propondrá una nueva escala de poderes, en la que el más importante será el que sirva más y mejor. Frente al afán de dominación, Jesús predicará la diaconía o disposición al servicio. Esta forma de hablar y actuar lo situará en oposición frontal con la práctica hegemónica del poder sacerdotal.
Los escribas (maestros de la Ley) verán amenazada su influencia sobre el pueblo. Aunque la forma de ministerio de Jesús se parezca mucho a la de ellos, pues lo que más hace es enseñar (por ello lo llaman rabi), critica repetidamente su afán de notoriedad, su pericia para conseguir los mejores puestos en los banquetes y en las sinagogas, su tendencia a imitar la ampulosidad vestimentaria de los sacerdotes, o su manifiesta voracidad por los bienes de sus benefactores (Marcos 12, 38-40; Lucas 20, 45-47). Pero sobre todo, lo que más critica Jesús a los doctores de la Ley es que monopolicen las Escrituras y las hagan prácticamente incomprensibles, ejerciendo ellos una función casi esotérica (Lucas 11, 52). Para ellos, el pueblo ignorante no puede captar el verdadero sentido del texto. Para Jesús, sin embargo, basta con una regla de interpretación muy sencilla: para entender las Escrituras sólo hay que leerlo todo bajo el prisma del amor y del servicio a los más débiles y necesitados, que era el grito de los profetas que ellos han enmudecido, al olvidar a los marginados y despreciarlos. Por eso, son incapaces de sostener la mirada a Jesús sin sentir todo el peso de la acusación de los enviados de Dios, a los que sus padres mataron sin vacilar (Lucas 11, 47-51). Así que la predicación de Jesús los sobresalta y los irrita.
Los fariseos (guardianes de la ortodoxia) verán amenazado su pilar más importante, que han intentado proteger de cualquier manoseo popular: la Ley de Moisés. Hay algo en Jesús que los exaspera. Mientras ellos, por su santidad forjada a base de ritos de pureza, se consideran el “verdadero Israel”, el nazareno va diciendo por ahí que el verdadero Israel son las prostitutas, los publicanos, los leprosos, es decir los impuros. Ellos son a los que ha venido a buscar y a sanar. Mientras que la gente del vulgo (am-haarets) no tiene dignidad para ellos, que se sienten superiores en todo, Jesús viene a enseñar que cualquier pecado puede aspirar al perdón de Dios, y que para ello no hace falta pasar por los mil y un ritos de pureza que ellos imponen, sino pedírselo de corazón al Padre del Cielo. Mientras que ellos protegen la Ley con un valladar, de forma que la hacen intocable y absoluta, Jesús relativiza las seiscientas treinta normas que han puesto encima de la Ley, y las supedita a la salud, la felicidad y el bienestar humanos (Marcos 2, 23-27). Esta actitud los enfrentará sin remedio con Jesús, y buscarán constantemente su desprestigio.
Los esenios (monjes apocalípticos) verán amenazada la propia razón de su existencia: la pureza. Tanto la ansían, que se segregan, y crean en Qumram una comunidad ritualmente pura. Llegan al paroxismo decretando que cualquier defecto físico es signo de impureza y, por lo tanto, de rechazo divino. Además, son los elegidos para la venganza de Dios por todos los agravios sufridos por Israel. El esenio es un creyente profundamente pesimista, pues sólo ve en el presente el acrecentamiento inexorable de las fuerzas del mal.
Sin embargo, Jesús se mezclará con la masa, a quien anuncia la liberación próxima, y anima su confianza en la fuerza arrolladora del Reinado de Dios, que llega de forma inminente. No teme rodearse de pecadores, enfermos e impuros, pues su misión no consiste en condenar al pecador, sino en salir a su encuentro para ayudarlo. Dios es el Padre de todos, y no el vengador de Israel. Jesús toca a los lisiados, leprosos, mujeres impuras por su flujo de sangre, porque la salvación o la santidad no son bienes que se puedan retener celosamente, o atribuir su usufructo a una élite de elegidos. Y tampoco se deja embaucar por el dualismo apocalíptico de los esenios. Mientras que ellos esperan la llegada del fin del mundo encerrados entre las cuatro paredes del monasterio, castigando su cuerpo para que su alma pueda ver la luz cuando llegue, Jesús ilumina la etapa presente de la historia con el misterioso avance del Reinado de Dios. Más que orientar a sus discípulos a una ansiosa espera del futuro, Jesús los llama a tomar y a reafirmar la decisión de entregarse ya, aquí y ahora. No hay que esperar, porque ya está aquí, sin rayos ni centellas en los cielos. Jesús atenta contra la médula misma del esenismo.
Los zelotes (guerreros de Dios) verán amenazada la propia tierra de Israel. Nacionalistas acérrimos, enloquecidos por la opresión romana y la traición de Herodes, quieren devolver a Israel la tierra que Dios le había dado en el pasado. Hay que purificar el sacerdocio, medio vendido al poder romano para poder continuar en sus puestos. Hay que rescatar el Templo de las manos impías que ahora lo regentan. Sin embargo, a Jesús no le interesan todas estas consideraciones. El Templo no es un absoluto. Los sacerdotes no son mediadores imprescindibles. La tierra no es un lugar sagrado. La etnia no dignifica. Ningún privilegio es concedido a Israel sólo por serlo (Mateo 12, 41-42; Lucas 11, 31-32). Los paganos no son enemigos de Dios, sino tan hijos suyos como los judíos. Las armas no son el instrumento que acercará su Reinado. Jesús supera el nacionalismo de los zelotes, y se embarca en un proyecto de mucha más envergadura: la levadura del Reinado de Dios debe leudar toda la masa, y ésta es mucho mayor que un pueblo determinado. Esta radicalidad en su universalismo, su no violencia y su predicación y práctica de la paz y del servicio le granjeará muchos enemigos entre los zelotes.
Los herodianos (lacayos del rey Herodes) verán amenazados sus privilegios cortesanos y su vida acomodada, construidos a costa de esquilmar a todo el pueblo, indefenso frente a la omnipotente maquinaria real, estrangulado por ingentes impuestos, y represaliado con extrema violencia cada vez que se echa a la calle a protestar por su mísera forma de vida. Ya Juan el Bautista había sufrido en sus carnes la política de persecución y extermino del sangriento monarca ante cualquier disidencia. Los poderes humanos soportan muy mal el profetismo, que los acorrala entre los muros de sus propias incoherencias. Llamados a servir al pueblo, tan sólo quieren servirse de él. Puestos entre la espada y la pared por las demandas de justicia y misericordia de los profetas, reaccionan como bestias acorraladas saltando sobre quien los señala con el dedo, y devorándolo. No tienen piedad. Sólo ambición sin límites. No permitirán que algo o alguien se oponga a su privilegiado destino. Tienen muchas cosas que perder. Jesús se enfrentará, y su vocación profética no le permitirá evitarlo, a este sistema imperante. Entre el Reinado de Dios, orientado por el amor y el servicio a los oprimidos, y el reino casi esclavista de Herodes, se producirá una colisión que hará saltar las chispas. Sólo la superstición del rey, creyendo que el galileo es, de alguna forma, una manifestación sobrenatural del Bautista asesinado, y también la perspicacia de Jesús al escapar siempre de sus trampas, mantendrán al maestro con vida en muchas ocasiones. Pero las palabras del nazareno se yerguen ante el monarca como llamaradas de fuego. Llamarle “levadura corruptora” (Marcos 8, 15), o simple “zorro” saqueador de gallineros (Lucas 13, 31-32), cuando el uso idiomático hace del verdadero enemigo un león feroz (1 Pedro 5, 8)) es realmente humillante para el tetrarca. Herodes no se lo perdonará, y se desquitará mofándose de él cuando se lo lleven a palacio atado de manos.
Y para terminar, los romanos (verdadero poder imperial) verán amenazado el statu quo, siempre precario en Israel. Implacables dominadores, salvadores de un mundo sumergido hasta su llegada en una densa oscuridad de incivilidad. El César romano había recibido el título helenístico de Soter, “Salvador, Benefactor”, porque bajo su imperial bota surge un mundo nuevo, moderno y pacificado, civilizado. Su poder absoluto trae la urbanidad, el derecho, las calzadas, el comercio, la luz y la grandiosidad de todo un imperio. Jesús toma posición de manera explícita sobre la manera de ejercer el poder, y su finalidad. A pesar de que cuando se le acerca algún soldado romano para pedirle ayuda el maestro se la presta, y se admira de su fe (Mateo 8, 5-13), no echa el paso atrás a la hora de criticar su manera de ejercer el poder: “Los reyes de las naciones las tiranizan, y los que ejercen el poder se hacen llamar “Benefactores”. Pero vosotros, ¡nada de eso!” (Lucas 22, 25-26). La referencia al César, que también posee el título de Benefactor de Roma, es francamente explícita. Quien quiera mandar, que lo haga para servir a sus semejantes, para ofrecerles una vida más digna. Entonces el poder sí adquiere un sentido benefactor. Lo contrario, ignorar y pisotear los derechos del más débil, es manifestar su propia precariedad.
Esta combinación de universalismo, crítica vehemente a tantas instituciones religiosas esclerotizadas, y radicalidad no violenta ante la opresión y la marginación del pueblo más débil, enfrentará a Jesús tanto al Sanedrín y a los sacerdotes, como a los romanos. Es difícil salir con vida de una conjunción de poderes tan ecléctica. Como una tormenta perfecta. Su actitud lo convertirá en disidente a ojos de todas las instituciones, religiosas y seculares. Y esa disidencia lo llevará a la muerte.
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