Posted On 31/05/2014 By In Biblia, Ética, Opinión, Teología With 1960 Views

Jornada de reflexión

Él muda los tiempos y las edades; quita reyes, y pone reyes; da la sabiduría a los sabios, y la ciencia a los entendidos. (Dn. 2, 21 RVR60)

Nadie se asuste. El título de este breve artículo no tiene nada que ver con los asuntos políticos que agitan estos días nuestro país y el resto de la Unión Europea. Ni siquiera el texto bíblico que citamos para encabezarlo. Simplemente hace referencia a dos hechos, el primero de ellos, puramente casual, es cronológico (lo redactamos el sábado 24 de mayo, la así dicha “jornada de reflexión” ante las elecciones europeas del domingo 25); y el segundo, el que más nos interesa, consiste en un llamado al pueblo de Dios a algo tan sencillo y tan simple como el constante replanteamiento de su fe en aras de un mejor servicio al Señor, al prójimo y a la Iglesia. Una apuesta personal, podríamos decir.

Sinceramente, nos preocupa y mucho la ausencia casi total de reflexión que hallamos por doquier entre nuestros contemporáneos de todas las edades. A nadie se le oculta que el deponer la actividad cerebral —pensar, dicho de manera más clara— y dejar que otros hagan ese trabajo por nosotros resulta mucho más cómodo que gastar esa preciosa materia gris que hemos recibido como un don del Creador para ser ejercitado. Cualquier ciudadano de a pie con dos dedos de frente es consciente de que mucho de lo que se ve y se escucha en TV tiene como única finalidad, no confesada pero sí manifiesta, el aborregamiento colectivo. La prensa escrita y la radio, dicen, no tiene tanto poder en este sentido, pero no carecen completamente de él. Y además, ahí están las redes sociales, que coadyuvan en no pequeña medida a la paralización masiva del pensamiento en nuestra especie. Manipulan de esta manera los partidos políticos a los conglomerados amorfos que les dan su voto casi con mistificación; se embrutecen los colectivos humanos con los deportes de masas que suscitan todos los apasionamientos posibles y desvían la atención de problemas reales a los que debiera hacerse frente; y, por no extendernos en exceso en ejemplos que están al alcance de todos, la demasiado finamente llamada “telebasura” emboba a grandes sectores poblacionales robándoles descaradamente un tiempo que muy bien podría ser dedicado a labores más productivas.

Si fuera éste un mal sólo de ciertos sectores en exclusiva, otro gallo nos cantaría a todos. El problema es que se ha convertido en universal, y desde luego, el mundo cristiano no se libra de ello. Al contrario, parece haber caído en la trampa como aquellas moscas de la fábula en el panal de miel.

No deja de resultar altamente preocupante que, dentro de todos los tipos de cristianismo que existen en la actualidad (la triste e innegable realidad de la división de los creyentes en denominaciones a veces opuestas entre sí), sea precisamente el mundo evangélico, que se supone entronca con la Reforma Protestante del siglo XVI, el que más evidencias muestre en nuestros días de un desarrollo progresivo de la irracionalidad, el aborregamiento y la manipulación de masas, entregando en manos de personajes de muy dudosa integridad moral en ocasiones algo tan precioso como la capacidad de raciocinio, de reflexión, de dar gloria a Dios con el desarrollo de esas facultades mentales extraordinarias que Él ha dado a nuestra gran familia humana. La Reforma, como sabe hoy por hoy cualquiera que haya cursado la Escuela Secundaria y el Bachillerato con cierto grado de aprovechamiento, impulsó la lectura y la reflexión sobre la Biblia, reconociendo a las Escrituras el status de fuente única y norma suprema de la fe cristiana, para lo cual era preciso disponer de buenas traducciones y también de personas adecuadas que supieran enseñar a los cristianos lo que el tesoro de la Palabra de Dios contenía. De ahí, andando el tiempo, el desarrollo de los métodos críticos y literarios de estudio de las Escrituras, que tanto han contribuido al conocimiento de las Sagradas Letras[1]. Desgraciadamente, lo que se vive en el día de hoy en muchas congregaciones evangélicas[2] está en las antípodas de aquel espíritu reformador. El lugar central de la Palabra y su exposición, acompañada del Sacramento, lo ocupa hoy eso que llaman “alabanza” y que en demasiadas ocasiones —no siempre, gracias a Dios— podría muy bien designarse como “ruido”, “estruendo” o simplemente “jolgorio desacompasado e irritante”. Por otro lado, la autoridad de la Biblia ha pasado a un segundo o un tercer lugar en beneficio de supuestas “revelaciones”, “visiones” o “comunicaciones celestiales” y “milagros” que no tienen nada que envidiar a la santería, al vudú y a otras manifestaciones de religiones primitivas. Y por no cansar al amable lector, la figura del siervo de Dios que la Reforma propiciara, es decir, el pastor o el clérigo bien formado, bien preparado en las instituciones adecuadas, amén de agraciado con una piedad personal y una clara vocación divina, aparece demasiadas veces sustituida por el embaucador de turno, que funciona más como un simple charlatán de feria, y que en ocasiones es “profeta”, “apóstol” o “siervo ungido”, bien pertrechado de las visiones, profecías y fenómenos paranormales concomitantes, todo ello bien orquestado y bien montado para, digámoslo claro, esquilmar a gentes ignorantes bien intencionadas, vehiculando evangelios falsos y doctrinas espurias, sea de palabra, por medio de programas televisivos ad hoc o por escrito[3].

¿Los culpables de esta situación? Digámoslo claro: los propios creyentes. Si un embaucador religioso profesional se topa con congregaciones y denominaciones enteras en las que todo el mundo está predispuesto a digerir lo primero que se le dé, hará su agosto; si no encuentra público para sus parafernalias, habrá de marcharse. No tiene nada de extraño: si un lobo se topa con un rebaño de ovejas indefensas, se encarnizará con ellas; pero si se hallan presentes pastores y mastines, habrá de retirarse por la cuenta que le trae. Los creyentes estamos llamados a ser reflexivos. No nos pueden bastar las buenas intenciones (aparentes) de quienes dicen que traen mensajes de Dios o que han recibido comunicaciones celestiales para la Iglesia. Si Dios nos ha dejado su Palabra para que en ella encontremos a Cristo, nuestro deber es escudriñar esas Escrituras para ver el testimonio que ellas dan de Él, así de simple. La Iglesia no está llamada a ser escenario de espectáculos decadentes ni receptáculo de movimientos paganizantes explotadores y alienantes de la persona humana que entran de lleno en el campo de lo delictivo.

Se nos está diciendo desde hace tiempo, hablando de cuestiones políticas, que un pueblo que elige a corruptos no es víctima, sino cómplice. Y es cierto. Pues una iglesia que no busca siervos auténticos de Dios que la instruyan en lo único que es verdad, es decir, Cristo, el Hijo de Dios, tal como nos lo muestran las Escrituras, sino que prefiere por pura pereza intelectual ser dirigida (y saqueada) por profesionales del emocionalismo, del marketing sectario “made in USA” y de la milagrería, no es víctima, sino cómplice. Es decir, culpable ante Dios y ante la sociedad. Puede llegar a tener que pagar una cuenta que no espera.

¿La solución? Hacer uso de esos grandes dones de Dios que son nuestro cerebro, el conocimiento y la ciencia de que habla el texto de Dn. 2, 21, y finalmente el Espíritu Santo, que según Nuestro Señor Jesucristo nos es dado, no para representar espectáculos ni para descubrirnos misterios y arcanos ocultos, sino para guiarnos a toda la verdad (Jn. 16, 13) que es el mismo Hijo de Dios entregado por nosotros.

Invitamos a toda la Iglesia universal en sus distintas denominaciones a pensar y razonar muy en serio sobre estos asuntos. Que sea hoy, y siempre, un día de reflexión para el pueblo de Dios.

[1] Pese a lo que algunas instituciones fundamentalistas de nuestros días se empecinan en enseñar en contra.

[2] No en todas, naturalmente, pero sí en número creciente.

[3] El gran negocio editorial que ha supuesto para muchas sectas norteamericanas pretendidamente continuadoras, restauradoras o ejecutoras del verdadero evangelio desde el siglo XIX hasta hoy, vale decir, la publicación de las presuntas visiones y comunicaciones celestiales de sus profetas, apóstoles y videntes fundadores, produce unas ganancias que se cuentan por miles de millones de dólares en la actualidad. Estas sectas tienen buen cuidado de que tales engendros sean rápidamente traducidos a las lenguas mayoritarias, naturalmente. En este mismo saco pueden incluirse tantos relatos de sueños o experiencias cercanas a la muerte, presuntamente vividos por creyentes, que diestramente publicados hoy se distribuyen a centenares de miles por todo el mundo.

Juan María Tellería

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