Estoy muy a gusto y muy tranquilo porque tenemos un Rey bastante republicano. (José Luis Rodríguez Zapatero, ex-presidente del gobierno español)
El estado español, salvo muy escasas excepciones, tres en concreto, de las cuales una en el siglo XIX y dos en el XX, ha funcionado a lo largo de su historia como una monarquía, absoluta hasta las Cortes de Cádiz y la proclamación de la Constitución de 1812 (“la Pepa”), y luego constitucional salvo la tristemente célebre “década ominosa” (1823-1833) del más triste aún reinado de Fernando VII. No ha sido distinto, en este sentido, a otros estados europeos que continúan ostentando regímenes monárquicos en la actualidad y que pasaron de ser monarquías absolutas a monarquías constitucionales también a lo largo de la centuria decimonónica. Pero sí resulta distinto a tantos otros de nuestros vecinos inmediatos que han llegado a ir aboliendo sus regímenes monárquicos y sustituyéndolos por repúblicas, o bien durante el siglo XIX o durante el XX. De hecho, son bastantes las testas coronadas, o mejor, sin coronar, tanto reales como imperiales (!), que viven exiliadas de sus países de origen o bien dentro de sus fronteras nacionales pero reducidas a la categoría de ciudadanos comunes. Algunas se han medio-adaptado a la situación con mayor o menor dignidad; otras, por el contrario, no dejan de llorar sus perdidas grandezas con el íntimo anhelo, a veces claramente expresado, de recuperarlas algún día en todo su esplendor.
El Reino de España se enfrenta hoy a una grave crisis de la que pretende salir a todas luces reforzando la institución monárquica. La inesperada (?) abdicación de S. M. D. Juan Carlos I de Borbón y Borbón obliga a todos los partidarios de la perennidad de la casa real a darse prisa en coronar al Príncipe de Asturias, que recibiría el nombre de Felipe VI en la lista de soberanos nacionales, a fin de evitar ese tan temido referéndum reclamado por la izquierda más radical y con el apoyo de un buen porcentaje de ciudadanos, que pondría sobre el tapete la cuestión de decidir si se desea un rey como jefe del estado o regresar a la legitimidad republicana perdida en 1939.
Que la monarquía española no cuenta con el beneplácito de la mayoría de sus súbditos es algo que hoy nadie puede negar. Y que tiene miedo a cambios que supondrían su fin como institución y modus vivendi, pues tampoco.
Esta nuestra reflexión, no obstante, no pretende ceñirse a estadísticas ni tampoco a cuestiones meramente políticas o económicas. No se trata de dilucidar si Felipe VI sería un buen rey o no, o si el mantenimiento de la familia real con todo su boato sería más o menos costoso que un gobierno republicano con un jefe del estado elegido por la ciudadanía. Otros hablan ya de estos asuntos y lo hacen muy bien, con datos interesantes que haríamos bien en aprender. Nuestro interés va por otros derroteros, mucho más allá de planteamientos legitimistas desde el punto de vista institucional o prácticos según los patrones sociales. Lo que nos proponemos es, sencillamente, expresar una convicción muy personal (lo que significa muy discutible y no forzosamente compartida por los demás) sobre la pregunta con que titulamos este artículo.
En tanto que creyente cristiano y protestante entendemos que hemos de ser forzosamente monárquicos. Así, como suena. Cada vez que leemos en las Escrituras que Cristo Nuestro Señor es Rey de Reyes y Señor de Señores, y que los creyentes estamos llamados a reinar con él por los siglos de los siglos, nos encontramos con una proclama de un tipo de monarquía frente a la cual los imperios más absolutistas de la historia humana no son sino ceniza o arena que puede ser arrastrada por el mínimo soplo de viento. Destinados a compartir con Cristo la soberanía del universo, hechos reyes y sacerdotes juntamente con él, no ha lugar plantearse cuál es el régimen para el que hemos sido creados y diseñados. He aquí la realidad escatológica pintada con sus colores más bíblicos.
Sin embargo, en esta tierra en que vivimos aún no ha hallado cumplimiento ese plan perfecto de Dios. Todavía sigue su curso la historia humana, con sus altos y bajos, aunque siempre interpenetrada —así lo creemos— por los hilos invisibles pero firmes de la Historia de la Salvación. El Reino de Dios, que es una realidad presente en el mundo desde la llegada del Mesías, no siempre resulta fácilmente discernible, ni siquiera para los creyentes (íbamos a decir “ni siquiera entre los creyentes”, pero preferimos dejarlo como está). Por decirlo con el lenguaje de los libros apocalípticos, aún siguen repartiéndose esta nuestra querida y vieja Tierra las distintas bestias de formas variopintas que representan los poderes de este mundo, siempre coloreados de injusticia, pero siempre necesarios para el mantenimiento de unos mínimos de orden. O de apariencia de orden, por lo menos. Es en este contexto donde, precisamente en tanto que cristiano y protestante, y por ende monárquico devoto en relación con el Reino de Cristo, entendemos que la forma más adecuada de gobierno terrestre es la republicana.
Las monarquías, y la española actual no constituye una excepción, se basan en presupuestos contrarios a los principios del cristianismo más elemental. Ni siquiera los monarcas más cristianos, que los hay en Europa, escapan a ello. Los regímenes monárquicos fundamentan su existencia en el reconocimiento de que hay necesariamente dos clases de personas: soberanos y súbditos; los primeros, amparados por las distintas constituciones o cartas magnas de sus países respectivos, muestran un status de absoluta superioridad que se traduce en inviolabilidad de sus personas e incluso, en los casos más extremos, en su total irresponsabilidad ante las leyes vigentes: nadie puede exigirles cuentas de sus actos, sean cuales fueren. Los segundos, por el contrario, carecen de todas estas prebendas y se ven privados por naturaleza de acceder a ellas; nadie puede optar a ser rey si no nace en una familia real y en un orden sucesorio determinado. Por otro lado, los entramados que hacen de los monarcas figuras tan distintas del resto contribuyen a su alejamiento real de la vida y las necesidades de sus súbditos: desde la cuna las figuras regias son debidamente educadas para no llegar a compartir verdaderamente nada con sus súbditos. Pese a todo el aparato mediático de que hoy se rodean las monarquías europeas y su pretendido y forzado populismo en algunas ocasiones, no deja de ser todo ello más que puro márketing: pese al oxímoron del sr. José Luis Rodríguez Zapatero que mencionábamos en el encabezamiento, el común de los mortales se halla muy lejos de los ámbitos en los que un soberano coronado puede moverse. Y en este punto, España no es diferente de otras monarquías.
Que demasiadas veces la vida de los palacios reales deviene una prisión difícil de soportar, es algo que la literatura y el cine se han empeñado en mostrar con cierta frecuencia, y sin duda no sin visos de realidad, o al menos no en todos los casos. Que todo el aparato monárquico no contribuye forzosamente a la felicidad y al bienestar mental y moral de los miembros de las familias reales, sin duda alguna resulta cierto en más de una coyuntura. Es muy posible que la abolición de las monarquías redundara en bien de los propios monarcas y su entorno inmediato. Desde luego, pese al hecho de tener sus necesidades básicas muy bien cubiertas, no resultan figuras dignas de envidia. Más bien de conmiseración en un elevado porcentaje.
Como cristiano y protestante entendemos que nadie puede ser por naturaleza súbdito de nadie; que en tanto que seres humanos somos todos iguales por nacimiento, sin distinciones de sangre azul o de cualquier otro color imaginable; que ninguna persona tiene derecho a ser considerada exenta de responsabilidad ante las leyes que rigen los países, peligrosísima puerta cuya apertura puede transformar una monarquía constitucional en autoritaria con pleno respaldo constitucional; que no hay ser humano alguno que por sólo nacer en una determinada familia deba arrogarse la autoridad de ocupar de por vida la jefatura de un estado moderno y cerrarla a los demás. Los sistemas republicanos de Occidente, basados (mal que les pese) en principios inspirados en los valores cristianos, no muestran este tipo de diferencias de suyo tan insultantes a la dignidad de los seres humanos. Ricos o pobres, con formación académica o sin ella, quienes nacen y viven en una república son por definición ciudadanos, no súbditos. Por muy corrompida o putrefacta que esté, una república tiene que mantener, al menos en teoría, este principio de la igualdad esencial de todos los que se amparan bajo su bandera. El régimen monárquico más perfecto imaginable, en cambio, se erige sobre una asunción de la desigualdad que pisotea de entrada la condición de seres humanos sobre quienes reina aunque no gobierne.
¿Monarquía o república? Digámoslo de otra manera: ¿verá España ese referéndum tan anhelado por buena parte de la población? Es muy posible que no. De hecho, son legión quienes auguran que no tendrá lugar debido a la premura de la casa real en establecer cuanto antes a Felipe VI como rey y la complicidad rastrera de quienes, pese a su prístina ideología republicana, están demasiado bien instalados en el sistema como para vivir de principios o de ética.
Ojalá llegue a ser realidad una III República Española. Porque como cristiano y protestante sólo podemos reconocer a un único Rey y Señor, de cuyo Reino nos confesamos súbditos, aunque Él nos asocia a su trono eterno para que reinemos a su lado sobre el universo entero.