Posted On 20/06/2014 By In Biblia, Opinión With 3007 Views

El gran jubileo

Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros (Lc. 4, 21 RVR60)

De entre las celebraciones sagradas del antiguo Israel, tal como nos han sido transmitidas por los libros del Pentateuco, reviste una particular importancia el jubileo, lo que los hebreos llamaban en su idioma yobel, y que, según las descripciones de Levítico 25 (y del tratado talmúdico llamado Shebiith), consistía en un año de descanso del trabajo, de remisión de deudas y de manumisión de los esclavos, vale decir, un año de liberación de las cargas conforme al orden prescrito por Dios. No hay constancia de que se observara jamás a lo largo de toda la historia bíblica, salvo quizás lo que leemos en Neh. 5, 1-13, aunque no todos los exegetas lo consideran así[1]. Lo cierto es que la institución del jubileo, como cualquier otra celebración de la antigua ley mosaica, apunta a una realidad muy superior a su cumplimiento literal. Por decirlo con total claridad, apunta y señala a Cristo y su ministerio redentor.

Por eso, cuando leemos en el capítulo 4 del Evangelio según San Lucas cómo Jesús se levantó a leer en la sinagoga de Nazaret y cómo, al entregársele el libro de Isaías, leyó el pasaje que reza El Espíritu del Señor está sobre mí, etc., entendemos que estaba haciendo una proclama del gran jubileo, del definitivo, de aquél al que dirigían las miradas de los hijos de Israel el capítulo 25 del Levítico y la profecía de las 70 semanas de Daniel 9[2]. La lástima es que Israel no comprendió nada, no supo intuir lo que las Escrituras vehiculaban en realidad. Por eso se limitó a meras observancias externas de aquellos ritos y ceremonias prescritos, explicándolos y ampliándolos por medio de una profusa casuística de manos de los doctores de la ley. Por eso no entendió a su Mesías. Lástima.

Y la gran lástima es que la Iglesia cristiana, a lo que se ve, tampoco parecería haber entendido demasiado. Por lo menos, un amplio sector de ella.

La elección de aquel pasaje de Is. 61, 1-2 por parte de Jesús no fue al azar. Nuestro Señor sabía bien lo que tenía que leer y por qué. El texto citado y leído, tal como nos lo presenta la recensión de San Lucas constituye todo un programa que se resume perfectamente bien en la expresión A predicar el año agradable del Señor (Lc. 4, 19. Cf. Is. 61, 2a). Porque dar buenas nuevas a los pobres, sanar a los quebrantados de corazón, pregonar libertad a los cautivos y vista a los ciegos, y finalmente poner en libertad a los oprimidos, son los hechos concretos que perfilan la plasmación de ese año agradable, de ese jubileo permanente y definitivo que sólo puede ser realidad por medio de Aquél a quien Dios ha ungido, o sea, por medio de Cristo. Lo que en otros versículos de los Evangelios Sinópticos se llama la proclamación del Reino de Dios (o del Reino de los Cielos, especialmente en San Mateo), en este pasaje de Isaías citado por Jesús es el año agradable del Señor.

Sin intentar perdernos en laberintos interpretativos sobre si las expresiones contenidas en este texto han de ser tomadas en su sentido más literal o sólo figurado —quede tal labor para exegetas y especialistas que diserten o comenten en profundidad el texto lucano y el isaiano—, lo cierto es que las palabras leídas por Jesús en Nazaret implican una plenitud de la redención, de la salvación del hombre, tanto del poder del pecado como de sí mismo, de sus atropellos, de sus injusticias para consigo mismo, es decir, para con sus semejantes. No se limitan a una mera proclama revolucionaria anti-imperialista, anti-romana en el caso concreto de los judíos palestinos del siglo I d.C., pero tampoco se ciñen a una situación puramente espiritual. Jesús de Nazaret, al proclamar la llegada del Reino de Dios y del Año agradable del Señor, pisaba tierra. Finalmente, las cuestiones puramente espirituales muy difícilmente se deslindan de la realidad material y terrenal del hombre. De ahí que la redención que anuncia y proclama Jesús de Nazaret, el Ungido de Yahweh, ostente un amplio alcance y pueda muy bien ser definida en nuestra lengua castellana como re-dignificación de la persona humana a todos los niveles, en la plenitud de su existencia como tal. De ahí que la verdadera libertad y dignidad de los seres humanos ante Dios y ante sí mismos como fruto de la obra del Ungido del Señor sea precisamente eso que la Iglesia está llamada a proclamar, y a proclamar a voz en cuello, sin temores. Aunque la quieran despeñar por un barranco, como le sucedió al propio Jesús en Nazaret (Lc. 4, 28-30).

Lo hemos compartido en este medio y en otros más de una vez, y no tenemos por qué permanecer en silencio ahora: nos resulta muy preocupante la situación de la Iglesia en estas primeras décadas del siglo XXI que estamos viviendo. Cada día ven la luz grupos que se autointitulan “iglesias” (pero que más bien debieran autodefinirse como sectas) y movimientos se dicentibus cristianos, a cual más pintoresco, que engrosan la lista de denominaciones existentes cual si de hongos se tratara, y que no son sino  organizaciones que funcionan demasiadas veces como meras empresas comerciales, sociedades anónimas, limitadas o de dueño único, pero siempre especializadas en la venta de productos religiosos a gusto del consumidor y en las que lo único que no se escucha, lo único que no se ofrece en realidad es el prístino mensaje de Jesús. No carece de lógica una situación semejante: resulta absolutamente incompatible la proclama de Cristo con tantos pregones catastrofistas como hoy se prodigan y cuya única finalidad es provocar en los adeptos o seguidores un estado constante de temor que conlleve una estrecha dependencia del gurú de turno. No tiene nada que ver el anuncio del Año agradable del Señor leído en la sinagoga de Nazaret con tanto mensaje de condenación como se escucha a diario en todos estos medios pseudo-cristianos de nuestros días. Poco parecido se constata entre las buenas nuevas de liberación restauradora que Cristo ofrece y las batallas apologéticas sobre la historia pasada o incluso sobre el futuro que algunas entidades supuestamente cristianas de hoy difunden sin cesar.

No puede haber cristianismo verdadero ni Iglesia auténtica de Cristo sin la proclama del mensaje liberador que el propio Jesús vehiculaba con total autoridad.

Este mundo no precisa de instituciones empeñadas en “guerras espirituales” contra supuestos demonios de película de terror, ni tampoco de discusiones sobre un “arrebatamiento secreto”. Ni siquiera tiene necesidad real de disputas estériles acerca de la por muchos venteada “inspiración” del Textus Receptus frente a las ediciones críticas (¡liberales!) del Nuevo Testamento. Y por supuesto, puede prescindir perfectamente de tanta “manifestación espiritual” y de tanto presunto “don” como se despilfarra en ciertos medios.

Lo que no puede obviar ni ignorar es que los pobres (en todos los sentidos del término) necesitan buenas nuevas (efectivas, no sólo de palabra); los quebrantados de corazón, sanidad (¡auténtica! Es decir, real, duradera, permanente, no de escenario de campaña evangelística mediática); los cautivos y los oprimidos, libertad; los ciegos, vista. Estas cosas únicamente las puede vehicular la Iglesia de Cristo, o sea, la Iglesia que hace de su púlpito y de su praxis una proclamación viva de la realidad del Año agradable del Señor.

Porque, no lo olvidemos, Jesús afirma: Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros.

[1] La alusión al año del jubileo en Ez. 46, 17 no se suele tomar en cuenta, dado que se inscribe en un contexto de profecía simbólica para un futuro escatológico. Asimismo, prescindimos también de la mención de la observancia del año jubilar hecha en los libros de los Macabeos, dado que al ser escritos apócrifos y referirse a acontecimientos posteriores al Antiguo Testamento canónico judío, quedan fuera de la historia bíblica propiamente dicha.

[2] Ningún estudioso serio de la profecía bíblica puede atribuir al período de 490 años descrito en Dn. 9, 20-27 otro significado que el más puramente simbólico de un gran jubileo, el definitivo, previsto por Dios para Israel, plenamente cumplido en la persona y la obra de Jesús. Todo el contexto general del libro de Daniel y de este capítulo en concreto, así como la cifra 490 en sí, dan la clave interpretativa de este pasaje, muy lejos de las cábalas y malabarismos historicistas y/o futuristas que tanto gustan a ciertas sectas y grupos fundamentalistas de nuestros días.

Juan María Tellería

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