Hablar sobre el Dios de los ateos supone asumir que los ateos son creyentes. Los ateos son creyentes en, al menos, dos sentidos: por una parte tienen sus creencias como cualquiera; y por creencias no me refiero a opiniones o a conocimientos (científicos o de cualquier tipo), sino a una manera de comprender el mundo y habitarlo.
Desde la perspectiva occidental y (pos) moderna siempre es más fácil pensar que las creencias forman parte de otras culturas (creencias en la magia, en el animismo, en dioses, etc.), pero en todos los colectivos las creencias coexisten con los conocimientos (un autor que ha mostrado la simetría entre ambas cosas es Bruno Latour, y también la filósofa Isabelle Stengers). En este sentido, los ateos son tan creyentes como cualquier persona.
Pero, por otra parte, los ateos también son creyentes en Dios (o Dioses), sólo que son creyentes al revés. Se trata de una creencia en sentido negativo: afirmar (y habitar) la no existencia de Dios o de los Dioses. Y a partir de esa creencia formulada negativamente se pueden advertir los diversos dioses o los diversos rostros de Dios, con los cuales brega una persona atea.
Y aquí es donde yo veo una valiosa aportación del discurso ateo hacia quienes nos confesamos creyentes en Dios, puesto que el discurso ateo realiza, desde su negatividad, una tarea crítica necesaria, semejante a la crítica profética y apocalíptica que hallamos en la Biblia.
Efectivamente, los profetas bíblicos tienen un discurso y una práctica atea, en cuanto denuncian la opresión y critican a los líderes que se someten al Dios–ídolo. Los profetas criticaron duramente a los dirigentes sometidos a sistemas político–religiosos que oprimían a los débiles, afirmando que estaban siguiendo a dioses falsos, a ídolos o fetiches: “Venid ídolos {Dioses}, a presentar vuestra defensa; /venid a defender vuestra causa –exige el profeta Isaías, que luego añade– ¡Pero vosotros no sois nada / ni podéis hacer nada!” (Isaías 41:21, 24).
El ateísmo de los profetas consiste en la polémica contra los ídolos, es decir contra la poderosa imagen del Dios (o los Dioses) de un sistema dominante e injusto. Enrique Dussel compara este ateísmo de los profetas con la crítica que realiza Karl Marx contra el ídolo del Dios–dinero en la sociedad capitalista (cf. “Las metáforas teológicas de Marx”, pp. 235 – 255). El ateísmo de Marx, afirma Dussel, era contra el Dios de Hegel, contra el Dios de la Europa moderna, cuya cara luminosa tiene, como su reverso, la cara oscura del colonialismo y la explotación de sus trabajadores pobres.
También los cristianos de los primeros siglos, bajo el imperio romano, fueron acusados de “ateos”, porque se negaban a adorar y reconocer la divinidad del emperador y a los otros dioses. Esto no era una cuestión limitada al ámbito religioso, sino que implicaba una forma de subversión contra el poder del emperador y su imperio. Además, dicho “ateísmo” afectaba la vida cotidiana, puesto que la fidelidad al imperio era necesaria para poder comerciar y subsistir en la sociedad romana. Juan Stam dice que el Apocalipsis, con su extraño lenguaje simbólico, hace una dura crítica contra la idolatría del control y dominio comercial del imperio romano, desde la perspectiva de los cristianos marginados, pero esperanzados en su fe: “Además hizo que todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, les pusieran una marca en la mano derecha o en la frente. Y nadie podía comprar ni vender si no tenía la marca o el nombre del monstruo {bestia}, o el número de su nombre.” (Ap. 13:16, 17). Frente al texto apocalíptico del Nuevo Testamento se puede reflexionar en la afirmación de Walter Benjamin, respecto a que el capitalismo es una religión, una celebración del consumismo que no cesa jamás. Se trata de una crítica valiosa hecha desde un ateísmo que rechaza toda deidad, sea del imperio romano o del capitalismo.
En esta coincidencia entre el ateísmo de los profetas bíblicos (o del Apocalípsis) y el ateísmo contemporáneo considero posible un diálogo constructivo entre creyentes y ateos. Es cierto que hay ateos con actitudes militantes que rayan en un fanatismo fundamentalista o que se sienten misioneros llamados a un apostolado inconoclasta (semejante a los fundamentalismos y beligerancias que encontramos entre los creyentes religiosos), pero en realidad es muy importante la tarea crítica que realizan los ateos.
El ateísmo cumple, en cierto modo, el mandato judeocristiano de no hacerse imágenes de Dios, de no representarlo, porque toda imagen (idolon, en griego) de Dios, es ya un falso Dios. Y es a partir de la deconstrucción de (las imágenes) de Dios que se abre un camino hacia la vida.
Para el ateo, la vida se le abre como la responsabilidad del agnosticismo necesario para que la vida no cese de ser una búsqueda honesta de la verdad y para el creyente la vida se le presenta como el desafío de no conformarse con falsas imágenes de Dios, que acaban siendo ídolos a los que sacrifica su vida y la de los demás.
Pero, para ambos, ateos y creyentes, la vida es algo abierto, irresuelto, que jamás se puede cerrar en destinos funestos o en fórmulas que atrapan a la gente en sistemas opresivos (sean religiosos o económicos), puesto que la vida es algo más. Ateos y creyentes comulgamos en el mismo desafío: que la existencia humana en este mundo, sea cual sea su sentido, valga la pena de vivir.