Desde el martes 1 de julio, en celebración del Ramadán, la aviación y la marina de guerra israelí iniciaron una ofensiva en la que ya se registran más de cien ataques contra los habitantes de Palestina. En ellos, han muerto cerca de ochenta personas, en su mayoría civiles, siete de ellas niños. Informes de la ONU advierten desde hace tiempo que Gaza será un lugar «inhabitable» en 2020, ya que a la escasez se unirán la contaminación de la tierra y la muerte de los recursos hídricos, tanto subterráneos como costeros [1].
Muchos cristianos piensan que Israel tiene el derecho a la tierra palestina, pues en ella radican las promesas de Dios. Más de 1.500 iglesias en los Estados Unidos y en más de 50 países extranjeros han venido dedicando sus servicios dominicales a enseñar la importancia del apoyo cristiano a Israel [2]. El pastor evangélico John C. Hagee, fundador y presidente del Movimiento Cristianos Unidos por Israel, dice que apoyar el sionismo es un mandato bíblico: “Los cristianos deberían apoyar a Israel porque simplemente es lo correcto”, comenta este líder.
Sin embargo, una mirada bíblica más detenida permite pensar las cosas de otra manera. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la promesa al pueblo de Dios puede comprenderse como una promesa de apoyo espiritual, bajo el compromiso del seguimiento de las enseñanzas de las Escrituras, las cuales enseñan el amor al prójimo, incluso al enemigo. Muchos judíos, cristianos y musulmanes han comprendido mejor este tipo de enseñanzas, y están lejos del apoyo a las incursiones violentas sobre tierras ocupadas en nombre de cualquier religión.
Un ejemplo por excelencia para hablar de la promesa y de la pertenencia a las bendiciones de Abraham, son las palabras de Jesús de Nazaret que aparecen en el Evangelio de Juan:
“Si fueran hijos de Abraham, harían las obras de Abraham. Pero ahora intentan matarme a mí, al hombre que les dice la verdad que ha oído de Dios. Eso no lo hacía Abraham. Pero ustedes obran como su padre… El padre de ustedes es el Diablo y ustedes quieren cumplir los deseos de su padre. Él era homicida desde el principio; no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él.” (Juan 8,39-42).
Desde la perspectiva de Jesús, Abraham convivió con sus vecinos y fue bendecido por Dios. Mientras que los que intentan matarlo, son catalogados como hijos del diablo, independientemente de su origen racial. Los homicidas son hijos de Satán. Por lo tanto, si Israel es el pueblo de Dios, debe hacer las cosas de Dios. Pero, al asesinar a los palestinos demuestra que está más cerca de las obras del demonio que de Dios.
Al leer el Antiguo Testamento, nos damos cuenta de que Abraham, en quien se personifica al pueblo entero de Israel, es presentado como un migrante, un forastero, un viajero, que va a una tierra extranjera a convivir pacíficamente con los moradores de aquellas ciudades:
Abraham partió a la tierra del Neguev, acampó entre Cades y Shur, y habitó como forastero en Gerar (Genesis 20,1).
El Abraham bíblico encuentra a Dios también en las tierras cananeas, descubriendo igualmente su presencia divina entre los paganos (Gen 12,7; 13,14; 15,1; 17,1; 18,1). Encuentra, por tanto, que el Dios que se revela en aquellas tierras bajo los nombres de El, El Olam, El Elyon y El Shadday es el mismo que más adelante se revelará como Yahvé. La divinidad, aunque tenga diferentes expresiones (tales como Yahvé, el Padre o Alah –Alah es un nombre bíblico correspondiente al Dios ‘El’), es una.
En Génesis, se da la promesa a Abraham de que en él “serán benditas todas las familias de la tierra” (Gen 18,8). Es decir, que el patriarca representa un modelo de convivencia pacífico con los vecinos y un centro de bendición no sólo espiritual, sino también de fertilidad (Gen 17,16), de crecimiento económico (Gen 24,35), de relaciones políticas (Gen 24,60) y de importancia social (Gen 12,2). Como señala Norman Habel:
“Los relatos de Abraham presentan al héroe relacionado pacíficamente con una serie de habitantes de diversas culturas. Él les compra tierra a los heteos, intenta salvar a los sodomitas después de rescatar su propiedad robada, paga los diezmos al rey de los jebuseos, hace un pacto con los temidos filisteos y comparte la tierra con Lot, su pariente, el ancestro de los amonitas y moabitas. Abraham es el claro mediador de relaciones pacíficas y de la bendición de la tierra. Él es el símbolo de un pueblo inmigrante que busca vivir en paz y construir enlaces con los pueblos que ya existían en la tierra anfitriona, cuyo derecho a ella es por tanto reconocido.” (Habel, 2002: 28).
Los arqueólogos judíos de la Universidad Hebrea de Jerusalén, Israel Finkelstein y Neil Asher Silvermann, han demostrado que el pueblo de israelita no se diferenciaba ni en genética, ni en cultura, ni siquiera en religión con los pueblos cananeos de la época que hoy son llamados los palestinos (“filisteos” – Nótese que Palestina es llamada así porque es la “tierra de los filisteos”).
Según estos investigadores, hacia el año 1.000 antes de Cristo, los pueblos que convivían en la tierra que hoy se llama Israel/Palestina eran pacíficos. Finkelstein señala que las aldeas no estaban fortificadas, ni se descubrieron armas en estas poblaciones, ni tampoco hay indicios de incendios o de destrucciones súbitas.
La investigación arqueológica ha concluido que tanto los israelitas como los palestinos proceden de la misma tierra cananea. La aparición del primitivo Israel fue el resultado del colapso de la cultura cananea, no su causa. La mayoría de los israelitas no llegó de fuera de Canaán, ni la posesión de la tierra fue violenta. Los textos del libro de Josué son comprendidos por los historiadores como literatura épica, al estilo de la Ilíada y la Odisea, que narran de forma imaginativa la forma en que los israelitas querían recordar su historia.
El Israel histórico es más bien la comunidad que se va formando dentro de las condiciones materiales de vida del Canaán antiguo, con muchos más detalles y mucha más concretización de vida que lo que la Biblia pueda generalizar. Este Israel indiscutiblemente ha vivido procesos más complejos, tal como la vida misma es más compleja que las descripciones que se puedan hacer de ella. Para ello es importante ir a la investigación histórica y tratar de reconstruir los procesos fundamentales de la lucha y vida del pueblo, para poder acercarse a la experiencia que van desarrollando de Dios, y a la manera como se configura el pueblo que poco a poco se va convirtiendo, para mal o para bien, en el portador de un mensaje de fe fundamental para la humanidad.
Por esto, hay que distinguir el Israel de las tradiciones culturales y el Israel histórico. El pueblo descrito en la Biblia es el pueblo idealizado, leído a la luz del presente de quienes escriben y quienes leen, quienes luchan por resistir. Es el Israel arquetípico, ancestral y simbólico que le permite al pueblo ahora disminuido tener un horizonte hacia el cual caminar y la conciencia de una procedencia pura, fuerte y combativa. Este símbolo de Israel descrito en el Antiguo Testamento es fundamental para el caminar del pueblo. Se trata no tanto del Israel del pasado, sino del Israel del futuro de la promesa, del que ve Pablo en Romanos 9-11 como el pueblo de la promesa, no por la carne sino por la experiencia de la fe que se actualiza en el presente de cada generación:
“No es que haya fallado la promesa de Dios. Porque no todos los que descienden de Israel son israelitas; ni todos los descendientes de Abraham son verdaderamente sus hijos; sino que Dios había dicho: De Isaac nacerá tu descendencia. Es decir, que los hijos de Dios no son los hijos carnales, sino la verdadera descendencia son los hijos de la promesa” (Romanos 9,6-8).
En este sentido, también la presentación de Israel como un pueblo genéticamente exclusivo es una idealización. El pueblo de Dios no es pueblo de Dios por un origen geográfico, ni siquiera religioso. El pueblo de Dios es pueblo por la promesa y la gracia divinas. Pablo tiene razón cuando dice que Israel es un Israel espiritual y no un Israel de la carne. Y el evangelio de Juan afirma que ser hijo de Dios no es asunto de carne ni de sangre ni de voluntad de varón (Jn 1,12-13), sino un asunto espiritual, proveniente de Dios.
Por lo tanto, no hay ningún argumento para decir que los israelitas que están bombardeando Gaza y asesinado a palestinos son hijos privilegiados de Dios o lo hacen en nombre del Dios de la vida (de hecho, muchos de los palestinos asesinados por los israelitas son cristianos). Porque no se reconoce a los hijos de Dios por las doctrinas que profesen o los libros que lean: “Por sus frutos los conocerán” (Mt 5,16), dijo el Maestro, justo después de haber afirmado el amor a los enemigos y la bienaventuranza para los hacedores de paz (Mt 5,9.43-48). De modo que no son los hijos de Dios los que profesan una genética particular (si es por genética, todos somos hijos de Dios, pues descendemos de Adán, quien era hijo de Dios), sino los que hacen las obras y la voluntad de su Padre. “No todo el que me diga: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre del cielo.” (Mt 7,21).
Bibliografía
-Habel, Norman C. (2002). “La tierra como país hospedador”. En: Tierra prometida. Abraham, Josué y Tierra sin exclusión. Quito: Ediciones Abya-Yala.
-Finkelstein, Israel y Silvermann, Neil Asher (2003). La Biblia desenterrada. Madrid: Siglo XXI.
[1] http://www.elespectador.com/noticias/elmundo/pan-poca-comida-estruendo-y-miedo-llenan-mesas-gaza-med-articulo-503354
[2] http://www.consuladodeisrael.com/noticias/noticia/archive/noticias/2010/05/17/El-porque-los-cristianos-sionistas-realmente-apoyan-a-Israel.aspx