Posted On 18/07/2014 By In Biblia, Opinión With 2523 Views

La sal y la luz de la tierra

Las consecuencias de la nueva fe para los primeros creyentes, tanto en el plano familiar como en el social, no fueron, sin duda, favorables.

En vida de Jesús éstas ya fueron especialmente difíciles para su círculo más personal pero tras su muerte se llegaría incluso a la persecución. Todo ello fue considerado por la Iglesia primitiva como algo que merecía la pena ser soportado. Aquello que habían conocido y experimentado era más que suficiente para hacer frente a la enemistad, al rechazo e incluso a la posibilidad de muerte.

Mientras que la Iglesia se mantuvo dentro del judaísmo fue del mismo de donde recibió esta animadversión, pero cuando la fe alcanzó al mundo gentil los ahora cristianos encontraron una serie de retos que ponían a prueba todas sus creencias.

La razón de ello era que habían conocido al Salvador de sus vidas y como consecuencia toda su forma de pensar y de actuar había cambiado. Se había producido una transformación interior que se dejaba ver en el exterior. Para ellos, las relaciones familiares, religiosas y sociales tenían un nuevo color y sentido algo que los familiares no creyentes, amigos y conciudadanos no entendieron o no quisieron comprender. Estos cambios fueron vistos, en no pocas ocasiones, como actos desafiantes y respondieron en consecuencia. Ahora los creyentes consideraban que habían nacido a una nueva vida que se traducía en una diferente manera de entender la moralidad, las relaciones personales, la idea de sociedad. Diferenciaban claramente lo que era aceptable y lo que no, qué pensar y cómo actuar y todo ello se lo había enseñado su Maestro.

En el seno del judaísmo los seguidores del Camino fueron considerados sobre todo como herejes y por ello fueron así combatidos. Por su parte los creyentes gentiles fueron vistos sobre todo como que atentaban contra el buen funcionamiento del estado, de la religión aceptada, que intentaban subvertir los valores y los estratos sociales. Para aquellos creyentes se trataba de vivir y morir por Jesús. El abrazar el cristianismo implicaba una dimensión social de enorme envergadura, el coste para ellos fue tremendo.

Si nos centramos en primer lugar en la religiosidad del Imperio la misma era enormemente diversa y existían prácticas de todo tipo y origen. Los dioses y creencias se fundían, se agregaban o se reformulaban para integrar a toda persona y pueblo. Hábilmente todo se aceptaba siempre y cuando no chocara con la maquinaria imperial, su sistema de impuestos y su autoridad. Pero el cristiano era otra cosa, se trataba de una experiencia de tipo personal, una «conversión», algo desconocido en este contexto sincrético, y el mismo implicaba una exclusividad.

Ahora la persona daba un vuelco a su vida y declaraba que únicamente reconocía como Dios al Dios de Israel, y solamente consideraba como Señor a su enviado, Jesús. Al contrario del resto de prácticas y creencias no era posible la compatibilidad. Ello suponía romper con antiguos círculos de amistades, laborales e incluso entrar en conflictos familiares.

Por tanto, los creyentes no judíos pasaron a rechazar las prácticas religiosas de las que habían formado parte por años, un ejemplo nos ayudará a entender todo esto.

Se consideraba que había determinados dioses que protegían a tal o cual ciudad. Por ello se realizaban una serie de prácticas religiosas para garantizar la protección y el favor de estas divinidades. Cuando el ahora creyente se negaba a participar en ellas era una acción interpretada como ofensiva, incomprensible y condenable ya que ponía en peligro esta misma salvaguarda. Se estaba minando la seguridad, la identidad y el bienestar social por una creencia que parecía fruto del fanatismo.

Pablo tuvo que ocuparse de algo desconocido hasta entonces como fueron los cristianos casados con no cristianos (ver 1 Corintios 7:12-16). Si el cristiano era el marido la tensión familiar era mucho menor (no así la social como ya he apuntado) que si sucedía a la inversa. Sin entrar a considerar lo que se ha llamado «el privilegio paulino» en relación a poder romper este matrimonio, la cuestión en el plano familiar era enormemente compleja si la esposa era la creyente. Ello se debía a que ésta no tenía apenas derechos y tenía que acatar la autoridad de su marido en cada aspecto de la vida en donde por supuesto estaba incluido lo religioso. Así la esposa seguía las tradiciones y prácticas religiosas que profesaba su esposo y que por extensión eran las de la familia. Ella era parte de estos ritos. Pero para una cristiana esto entraba en claro conflicto con su fe, con lo que creía, y si finalmente se negaba a participar el esposo tenía el pleno derecho de usar la intimidación, la amenaza, el miedo, y no hubiera sido extraño que al día siguiente tuviera señales de violencia física.

Pero el caso de los esclavos creyentes con amos no cristianos todavía era más terrible. Éstos ni siquiera eran considerados personas, eran objetos, cuerpos, propiedades para hacer con ellos lo que se quisiera. Los esclavos formaban parte de la casa y su participación en los ritos religiosos se daba por hecho. Ellos no eran nadie para objetar, para pensar, para hablar. Todo ello se veía agravado por la terrible realidad de que además de ser una posesión para llevar a cabo diferentes trabajos, los esclavos también eran una propiedad para fines sexuales. Los dueños, tanto hombres como mujeres, usaban estos “cuerpos” para satisfacer hasta el más oscuro de sus deseos. Pero ahora el creyente tenía una moral muy distinta, claramente conocía que la fornicación era pecado. Además se sabían personas, habían ganado una dignidad que nadie jamás les había reconocido. Ya no eran objetos o cuerpos, eran plenamente personas, receptoras del amor de Dios, salvadas en todos los sentidos.

De esta forma, el esclavo creyente podía ser llamado por su dueña para dar un servicio sexual y la tensión y angustia resultante en él es difícilmente imaginable. El castigo por negarse podía ser una paliza, la flagelación o directamente la muerte. La moral cristiana era muy clara, no se podían tener relaciones sexuales fuera del matrimonio, con otra persona que no fuera la propia esposa o el esposo, y esto resaltaba fuertemente con la moral pagana, se distinguía claramente de ella.

Volviendo ahora al contexto judío, la nueva fe tampoco fue fácil vivirla.

Aunque en el judaísmo palestino del siglo primero había una indiscutible diversidad, estos grupos religiosos a lo más que llegaban era a enfrentarse por controversias de tipo doctrinal, a exclusiones y a críticas más o menos tajantes. En ningún caso se perseguían violentamente salvo en casos excepcionales considerados como muy graves y en épocas muy concretas de su historia. Pero para los creyentes judíos palestinos, como ya indiqué anteriormente, las tensiones que sufrieron aparecieron desde el primer momento del seguimiento de Jesús.

Por ello Jesús ya apuntó en esta dirección en textos como Mateo 10:34-36 en donde dice que los enemigos serán los de su propia casa. De igual forma en Marcos 13:9-13 y paralelos Jesús advertía que sus discípulos-seguidores podrían ser llevados ante tribunales a causa de su fe. Habría división en el seno de la propia familia, hijos contra padres, padres contra hijos y hermanos entregarían a la muerte a otros hermanos. Todo ello resultado de una diferente forma de entender la vida.

Esta oposición tan vehemente sólo puede ser bien explicada por el reconocimiento de Jesús como alguien más que un hombre. Esta cuestión, pienso, no ha tenido un adecuado tratamiento en aquellos que sitúan la aceptación de Jesús como divino en base a una evolución doctrinal que se consolidó varias décadas después de su muerte. Tal oposición de parte de judíos celosos de su religión, el padecimiento de procesos y expulsiones de las sinagogas, de denuncias familiares, sólo parece que pueda ser explicado en base a que Jesús tuvo una veneración inmediata tras su muerte. Fue considerado como Dios desde que se produjo la noticia de su resurrección y fue así predicado.

La primera persecución oficial que se conoce fue la llevada a cabo por el celoso fariseo Saulo. Tal y como él mismo menciona en algunos textos de sus cartas, la dureza y violencia estaba presente en estas detenciones. Lo mismo se dice en Hechos 8:3.

Sin duda, Saulo consideraba que Jesús había sido un fracasado falso profeta pero ahora estaba siendo venerado como el auténtico mesías prometido. Esta herejía debía ser cortada de raíz y así se puso manos a la obra.[[i]]

Entre los creyentes judíos pronto aparecieron aquellos llamados judaizantes. Éstos más que adaptar su pasado religioso a la nueva fe y dejar aquello que era incompatible con la misma hicieron lo contrario, tomar elementos diversos junto a la figura de Jesús e intentar encajarlo todo en sus antiguos patrones de pensamiento. El peligro era evidente. Pero en el contexto gentil aparecieron en determinados lugares dos actitudes muy distintas e igualmente erradas. Por un lado estaban aquellos que hacían de cualquier contacto con lo no cristiano un motivo de preocupación y rechazo; en el polo opuesto se situaron los que no veían ningún problema en este contacto de tal forma que incluso no se diferenciaban de los no creyentes en aspectos esenciales como la moralidad. Ambas posturas fueron tratadas por Pablo.

En la actualidad, esto mismo ocurre en la iglesia cristiana. Por un lado no pocos viven un fundamentalismo que mira de reojo todo aquello que no procede de sí mismo. Es un cristianismo excluyente, acusador, que vive en una especie de gueto cultural creado por y para sí. Sus dirigentes muestran claras características de manipuladores, hacen uso de auténticas prácticas sectarias. Los hay además que defienden que ellos tienen siempre y en todo momento la interpretación correcta, poseen la infalibilidad doctrinal, mientras que otros se caracterizan por «vivir en el Espíritu» y para ellos lo más importante es sentir, «volar como los ángeles».

En el otro extremo aparecen los que están tan «integrados» en su entorno que casi no se diferencian de él. Son moralmente relajados, piensan que todo es relativo, aún el mismo personaje central de su fe, Jesús. En el aspecto de pareja, de concepto de familia no creen que haya una idea específica, en este sentido todo vale y ya no es ni siquiera necesario casarse. Se argumenta que si hay amor todo lo demás debe ser aceptado.

Dios sería visto de la misma forma, es un Dios de amor. Pero si la Biblia habla también de responsabilidad moral y de dar cuentas ante un Dios justo, esto ya no se considera. Se sostiene que son antiguas formas, concepciones atrasadas, paradigmas ya superados. Si los primeros están ocupados en hacer caer una culpabilidad insoportable sobre los hombros del creyente éstos ni siquiera hablan ya del concepto de pecado y de la redención en la cruz. Los primeros han enterrado la mirada compasiva divina, su gracia; los segundos han enterrado su justicia. Ambos han deformado al Dios que predicaba Jesús.

Cuánto sufrimiento y dolor se hubieran ahorrado aquellos creyentes, tanto judíos como gentiles, si hubieran mirado para otro lado en aspectos morales. Cuánto desprestigio y problemas hubieran evitado callando su fe y apareciendo como uno más. Pero no lo hicieron. Sabían que su Maestro no era un mito, creían que había muerto y resucitado y que su seguimiento implicaba mucho más que buenas palabras. Llevaban consigo una estricta moralidad a todos los niveles, familiar, sexual, social, tal y como lo había entendido Jesús. Para ellos aquí estaba la clave, Jesús como intérprete de Dios.

Sin duda el Galileo presentó a un Dios bueno, habló de la gracia que liberaba pero también se refirió a la responsabilidad individual, a un dar cuentas ante un Dios que era tanto bueno como justo.

Aquellos hombres y mujeres que padecieron lo indecible conocían muy bien esto y tras enormes tensiones emocionales, presiones de todo tipo, castigos y vejaciones, decidieron que todo ello merecía la pena. Sopesaron lo que perderían en base al tesoro que habían encontrado y las pérdidas fueron dadas por buenas. Creyeron que el Dios bueno, justo y santo tendría la última palabra y que ellos encontrarían el auténtico reposo en otro lugar más allá de este. Para ellos esto no era relativo, algo basado en distintas interpretaciones, la cruz de Cristo estaba clavada en sus mentes y en sus corazones y ello los llevó a tomar su propia cruz.

No se consideraban ni conservadores ni progresistas, tan sólo cristianos, y un cristiano no está llamado a esconderse en su propio mundo, ni tampoco a confundirse con él. Se trata de ser sal y luz en medio del mismo, de su cultura, a redimirla desde su interior. Ya lo dijo Bonhoeffer cuando habló de la gracia cara y la barata.

Esta última puede ser de varios tipos pero la cara sólo es de una clase, no hay lugar para engaños o confusiones. De la misma forma sucede si se toman por igual todas las palabras de Jesús, sin excluir lo que no nos gusta. Es entre estos dos tipos de gracia donde debe escoger el creyente, no existe una tercera opción para él y ello fue algo que aquellos primeros creyentes entendieron a la perfección.

“Vosotros sois la sal de la tierra. Si la sal se vuelve insípida, ¿con qué se le devolverá su sabor? Sólo sirve para tirarla y que la pise la gente.” Jesús de Nazaret.

[i] Otros choques en el seno del judaísmo aparecen en Hechos 4:17-18; 6:8-8:1 (la muerte de Esteban) y varias más en este mismo libro.

Alfonso Pérez Ranchal

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