La psicoanalista francesa Marie Balmary, muy interesada en las relaciones entre los relatos bíblicos y el psicoanálisis, en su libro El origen divino, al analizar el texto de Génesis 1,26-27 concluye que Dios hizo tan solo la mitad de su trabajo al crear al ser humano (hombre-mujer). Formula esta cuestión al constatar que en Génesis 1,26 se lee: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforma a nuestra semejanza; mientras que Génesis 1,27 proclama: Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. El hecho de no aparecer el término semejanza en el segundo texto le provoca esta reflexión por cuanto Dios, en el primer texto, manifiesta la intención de emplear dos criterios (imagen y semejanza) para crear al hombre y, en cambio, en el momento de la creación solo emplea uno (imagen).
La similitud de ambos términos (representación, semejanza y apariencia de algo en el caso de imagen y que se parece a alguien o a algo en el caso de semejanza) ha comportado tanto el que habitualmente ambos conceptos hayan quedado asociados, como sinónimos a la hora de referirse al contenido de la imago dei, como su análisis semántico y etimológico a la búsqueda de matices diferenciales entre ellos.
Mucho se ha escrito y continuará escribiéndose acerca del contenido de la imago dei. Para algunos se trata de la dimensión de la espiritualidad intrínseca al ser humano que le permite ir más allá de su realidad biológica (apertura al mundo), preguntarse por el sentido de la existencia, orientarse al Misterio… Otros descubren la imagen divina del hombre en su faceta racional (pensamiento, inteligencia, memoria, lenguaje…). Hay teólogos que la asocian al rol de administradores de la creación: Ahora hagamos al hombre. Será semejante a nosotros y tendrá poder sobre los peces, las aves, los animales domésticos y los salvajes, y sobre los que se arrastran por el suelo. (Gn 1,26). Otros apuntan a la capacidad relacional del ser humano como semejanza de Dios que, en cuanto Trinidad, no deja de ser comunión y relación de personas. También la libertad, si bien condicionada, ha sido percibida como reflejo de la libertad incondicionada de Dios.
La sutileza de la psicoanalista entronca con algunas hermenéuticas expresadas a lo largo de la historia de la iglesia desde la patrística a las antropologías teológicas contemporáneas. Ya en los primeros años del cristianismo, Orígenes se expresaba en estos términos: Con las palabras “creó Dios al hombre a su imagen” y no hablando de la semejanza, muestra que el hombre ha recibido la dignidad de la imagen, pero que la perfección de la semejanza está reservada para el final: es decir que él mismo ha de adquirirla por sus propios esfuerzos imitando a Dios. (Perí archon, III, 6,1).
En este texto patrístico, que sitúa para “el final” (como resultado de un proceso) la semejanza a la que hace referencia el texto creacional del Génesis, resuenan quizás la palabras de Juan: Ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. (1 Jn 3,2).
Basilio de Cesarea señalaba: Poseemos la primera cosa (imagen) por la creación, y adquirimos la otra (semejanza) por la voluntad. En la primera estructura, nos es dado haber nacido a imagen de Dios; por la voluntad se forma en nosotros el ser a su semejanza. (Sobre el origen del hombre, homilía 1,15-16).
Así pues, la imago dei ha sido frecuentemente entendida como un proceso dinámico, al considerar que Dios, en el acto creacional, la ha otorgado al hombre como don original, pero también como una tarea, al considerar la autonomía de la creación y del propio ser humano. Como don porque el hombre es creación de Dios en la totalidad de su ser y porque la imagen y semejanza divina no debe considerarse tanto un añadido a su condición de criatura finita, sino su modo específico y diferencial de ser criatura. La imagen de Dios es algo intrínseco a la condición humana, es la impronta de lo Absoluto en el barro existencial.
Pero también como tarea, como algo a desarrollar a lo largo del proceso vital de toda persona. Como algo que se construye a lo largo de la vida. Como una condición de posibilidad y como destino del hombre en el designio de Dios, parafraseando a Karl Barth. Del mismo modo que al nacer lo hacemos con múltiples potencialidades que se actualizarán a lo largo del desarrollo, la impronta divina requerirá la voluntad de asemejarnos a la imagen de Dios por excelencia: Jesús de Nazaret, quien manifestó que: El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. Tarea posible porque siendo el Cristo enteramente humano la imitación es posible.
A diferencia de muchos padres dominantes (consciente o inconscientemente) que pretenden hacer a sus hijos a imagen y semejanza de su yo ideal, Dios nos crea libres para que, desde nuestra autonomía personal, desarrollemos la semejanza divina a la que estamos llamados como criaturas portadoras de su imagen. El riesgo es evidente. En muchos casos la imago dei se hallará confusa, difusa o fragmentada a causa del pecado personal o estructural. En otros casos, la imago dei permanecerá estancada o en franca regresión, lo que acontece cuando el hombre se deshumaniza al pervertir el proyecto de filiación divina y de fraternidad.
A pesar de tales riesgos, siempre será preferible que el hombre alcance la semejanza divina desde una libre opción del seguimiento a Jesús que desde un determinismo ontológico. La vida está llena de ejemplos de hijos que al alcanzar su madurez o autonomía personal han manifestado una clara desafección por el modelo vital que sus padres pretendían imponerles. Algo análogo se produce con la práctica de la religión impuesta en contra de la libertad del individuo. Dios no impone su semejanza o modelo de vida, sino que la propone o sugiere. Hans Urs von Balthasar entiende que, en relación a la vida del espíritu, el hombre no ha de ser conducido sin su voluntad o por la fuerza; sino comprendiendo y queriendo o, en otros términos, conscientemente.
Asimismo, la teología protestante a partir del siglo XIX, al considerar el carácter mítico del relato de la creación y de la caída de Adán, ya no describe tanto la imago dei como perfección original perdida por el pecado, sino más bien como destino a realizar por el propio hombre, merced a la gracia de Dios; lo que nos acerca de nuevo a la doble idea de la impronta de Dios en la criatura, por creación, y en la de proceso y meta ya apuntada en la patrística.
La voluntad de Dios es la felicidad del hombre. También su autonomía y libertad; así como su crecimiento, madurez y desarrollo. Y es desde la libertad que el hombre debe situarse en la dirección a la meta de su destino: la imagen y semejanza de Dios. En clave cristiana, tal semejanza es factible mediante el seguimiento, interiorización y expresión de las enseñanzas vitales de Jesús de Nazaret y el actuar en conformidad con los valores del Reino de Dios: justicia, alteridad, amor, compasión, paz… Es en ello donde está en juego la imago dei.